Memorias de un sinvergüenza de siete suelas, de Ángela Becerra, escritora de otras obras como El penúltimo sueño y Lo que le falta al tiempo, es una novela llena de erotismo y sensualidad cargada del realismo mágico tan habitual en esta gran narradora. Esta obra de la narrativa hispanoamericana es un magnífico relato con muchos toques de humor y lleno de sensualidad con apasionantes escenas eróticas. La novela recrea la vida de un casanova contemporáneo que muere de forma repentina. Durante su funeral, su esposa y su amante (quien es, además, su cuñada) irán contando su peculiar vida. Lo que no saben es que el muerto también las está escuchando y que tendrá mucha voz en ese entierro. Ambientada en Sevilla, el protagonista participa de todas las ceremonias tradicionales de la ciudad. La obra refleja con acierto la hipocresía social y sus estúpidas leyes basadas en la apariencia.
Sevilla se paraliza cuando Francisco Valiente, un triunfador hecho a sí mismo y que consiguió tener a toda la ciudad rendida a sus pies, muere de forma repentina. Su funeral congrega a las personalidades sociales y políticas más importantes del lugar mientras su mujer y su eterna amante van desgranando la vida del difunto. Lo que no imaginan ninguna de las dos es que él también las está viendo, y que tendrá mucha voz en su propio entierro. El lector disfrutará con las peripecias vitales de este casanova moderno que encontró en el cortejo una inagotable fuente de diversión. Cada vez que una mujer caía en sus redes, se compraba un pavo real para celebrarlo. En su fantástica casa hay miles de ellos para desesperación de su esposa que, una vez muerto Francisco, tiene previsto liquidarlos a todos.
A Cili,
mi hermana del alma…
por tanto, ¡tanto amor!
Si sintiera después de mi muerte, no dudaría ya de
nada; pero desmentiré a todos los que me
vengan a decir que he muerto.
GIACOMO CASANOVA
CAPÍTULO 1
¿Que por qué lo hacía? Vaya pregunta más imbécil la que me acabo de hacer. Porque me hacía feliz coleccionar mujeres. Se me hace la boca agua sólo recordar la excitación que me producía el acecho, la estrategia, el cálculo, oler la presa. Humm… perfume a piel nueva. La mirada, el roce, quejidos nunca oídos, orgasmos gritados, te amos y te quieros con olor a champagne francés (que por cierto les encantaba porque se creían valiosas sólo porque había decidido descorchar una botella para ellas, ¡¡¡qué ilusas!!!), platito de fresas o caviar o jamón de bellota, dependiendo de la expectativa a cubrir. Mujeres casadas, aburridas, hastiadas de lloros y mocos, de desplantes masculinos, infidelidades, indiferencias y machismos. Jovencitas que sueñan con el príncipe azul, o rojo, o verde, o del color que sea con tal de que llegue y las rescate. Solteronas de buen ver y mal haber, consumidas con su tesoro intacto, guardado para el que nunca llegó. Ahhh, amigo, prometer, prometer, prometer… hasta meter y después de haber metido, olvidar lo prometido. Ésa era mi premisa. Ningún compromiso. Pañuelo usado, pañuelo tirado. Y ahora, metido entre estas cuatro paredes de cedro macizo que hieden a carpintería fina. No es justo. Los oigo a todos: tenía la vida por delante, dicen.
¡¡¡Maldita sea la muerte!!!
CAPÍTULO 2
Pero no siempre fui así, ¡no!, lo juro por Dios y por mi Virgen predilecta, la del Rocío: la Blanca Paloma.
Recuerdo mis primeros pinitos amorosos. Siempre, siempre, siempre creí en el amor. Hasta decidí guardar mi tesoro virginal para la mujer que un día colmara mis sueños. Era mi gran sacrificio. Me inmolaba por amor. Mientras mis amigos se vanagloriaban de haber pasado por… la piedra, ya me entendéis, yo continuaba con mi joya intacta. La comparaba con los demás cuando íbamos al baño, delante de los urinarios, y de sobra les ganaba. La tenía grande, según lo han confirmado todas. Sin embargo, en aquel entonces, por no usarla era el hazmerreír del barrio y del colegio y de Sevilla. El tonto, el santo, el iluso, el raro, el mari… eso, del que no se podía hablar según qué cosas en su presencia.
Pasaba las horas imaginando mi vida soñada, la de los libros que leía mi madre, Austen, Flaubert, Brontë…, desgarradas historias de amor rebosantes de suspiros, lágrimas e imposibles, mientras mis amigos se la pelaban a destajo; los muy ordinarios. «¡Paco, Paco, ven aquí! ¡Mira qué tetas, las de Enriqueta… Paco!», me gritaban asomados a la ventana de la vecina, pero yo no me inmutaba. Mi mundo se movía en una dimensión elegante y honrosa. Quería estar cuando mi Alma pasara por el Parque. Ella era lo único que me motivaba. Verla desfilar cogida de la mano de sus amigas; riendo con esa risa fresca de cascada loca que el Guadalquivir hubiera querido para sí. Tenía aquella cabellera desbocada de potra salvaje que acariciaba su cintura, al ritmo de un flamenco mudo, a cada paso que daba. Mis ojos tarareaban sus andares hasta perderla en el giro final de la última esquina. No me atrevía a mirarla de frente ni ella tampoco, pero aprendimos a saber que nos gustábamos por el mutuo rubor de las mejillas. Era como si me hubiesen pegado dos inmensas cachetadas que no dolían pero quedan marcadas hasta la hora de la cena, temido momento en que mi padre gritaba: «Manuelaaaa, ¿has visto a Currito?… Este niño ha vuelto a coger el sarampión.» Pero ella sabía que de sarampión nada de nada; o tal vez sí, otra clase de sarampión, el que me había contagiado mi Alma, que además de virulento sería del todo incurable. Estaba perdidamente enamorado de la hija de don Lucio Martineo Zurita y González, tres veces Grande de España. ¡Date por jodido!
CAPÍTULO 3
Ese 17 de julio, Sevilla amaneció oliendo a madera recién pulida. Como si un bosque entero hubiese sido talado durante la noche, el perfume se expandía en bocanadas espesas y oscuras; greda pegajosa y malintencionada sobre los tejados de Los Remedios. Un amanecer teñido de púrpura y grises fúnebres ungía la ciudad con su corona de espinas. Abrí la ventana para acabar de manchar mis ojos con la primera pincelada de sol y, al hacerlo, una ventisca se levantó de pronto disparándome a bocajarro millares de virutas que revoloteaban enloquecidas. Se metían por los rincones de la casa, entre sábanas y almohadas, cómodas y alfombras, martillando las paredes y las puertas como si fuesen un enjambre enloquecido de abejas hambrientas en busca de miel. Me herían las mejillas. Un presentimiento negro me nubló el corazón.
Había matado la noche a punta de pensamientos y recuerdos recién nacidos. Alegrías que me sonaban a campanas de fiesta y tristeza, todas revueltas. Tantos años muertos, convertida en la mujer que todos querían ver. La esposa devota, la inmaculada madre, la intachable y pulcra mujer de la que nadie podía decir nada, ni siquiera las lenguas más viperinas. La que acudía a misa todos los domingos y fiestas de guardar; la de la triste mantilla presenciando en el palco de honor —entre pañuelos blancos, olés y ovaciones— largas tardes de toros con olor a sangre y muerte. La del dolor de la frustración manchado en su pecho. La que, sin que nadie lo sospechara, había sido absolutamente feliz durante una tarde. Una sola tarde por treinta años de tristeza.
No podía dormir, como cada noche, como siempre, pero peor. ¿Cuántas cajas habían fabricado? ¿Cien, doscientas? ¿Trescientas? ¿Cuántos ataúdes para acoger el cuerpo de mi amado?
Entonces, sin que nadie me lo hubiera dicho, tuve la certeza de que había muerto.
Mi amor, mi luz, mi sueño frustrado, mis ansias escondidas; mi adolescencia, mi dolor, mi dicha; aquel ser por el que cada día me despertaba y vivía; por el que mi vida, aunque nadie lo supiera, tenía sentido. El motor que me hacía estar, no estaba.