ÁNGELA VALLVEY
El arte de amar la vida
El arte de amar la vida
© 2015, Ángela Valley
© 2015, Kailas Editorial, S. L.
Calle Tutor, 51, 7. 28008 Madrid
Diseño de portada: Rafael Ricoy
Realización: Luis Brea Martínez
ISBN ebook: 978-84-16023-77-6
ISBN papel: 978-84-16023-57-8
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El arte no hace más que versos;
solo el corazón es poeta.
André CHÉNIER, Élégies, XX
Para Mauricio Casals,
porque sabe que la vida está llena de milagros
como la amistad.
Y para todos los poetas que no saben que lo son
y están leyendo este libro.
Introducción
La vida está llena de milagros
No siempre resulta fácil vivir.
Incluso cuando vivir debiera ser algo fácil.
¿Qué hacer, entonces, para sobrellevar los golpes de la existencia?
¿Cómo encontrar respuestas a las tragedias familiares, la muerte de un ser querido, los problemas de salud…?
A veces, uno siente que la desgracia es su mejor amiga.
Dicen que la belleza es salud, pero no siempre la salud es sinónimo de belleza; que se lo pregunten a cualquier adolescente contemporáneo, insatisfecho consigo mismo y desconcertado porque no sabe qué hacer con su existencia.
No todo el mundo logra hallar sentido a la vida, o por lo menos encauzarla en una dirección (que puede ser lo más parecido al sentido de vivir que encuentre jamás).
Cuando el alma enferma, lo hace en armonía con la carne que la sustenta, como toda alma que se precie, y por eso termina por contagiar su mal al cuerpo.
Ocurre que, alguna vez, nuestra realidad es de menor calidad que nuestros sueños, y la insatisfacción resultante nos hace sentirnos profundamente desgraciados.
Otras, nuestra mente da manotazos al aire, nos sentimos irremediablemente perdidos, más tristes que una pandilla de almejas veraneando en aguas dulces, aburridos como integrantes de un juego en el que se han visto obligados a participar y cuyas reglas no entienden. Como atletas poco dotados que no conocen el loco y cambiante reglamento de la fiesta del vivir, las claves que nos permitirían hacernos con todas las ganancias de una existencia plena…
Por si fuese poco, en nuestros tiempos se ha implantado la dictadura de la felicidad. «Ser feliz» se ha convertido en un imperativo que, a menudo, genera más presión sobre las personas que un jefe que nos la tenga jurada.
La antigua aspiración y derecho ciudadano a ser feliz, hoy día se ha transformado en «la obligación de ser feliz». Por todos lados nos incitan a ser felices, nos venden felicidad, nos empujan a la felicidad con la misma consideración que un pasajero aturullado en un vagón de metro repleto.
Si uno no consigue ser feliz, se ve a sí mismo como un fracasado. ¡Como si fuera tan fácil ser feliz, como si estuviera al alcance de cualquiera ese nirvana!
Por eso, no es extraño que crezca la frustración como un mal endémico: resulta casi imposible estar a la altura de las expectativas de felicidad que se nos exigen.
En la vida abundan los días en los que uno no tiene por qué aspirar, en absoluto, a ser feliz, a mostrar la simpática cara de un batracio en celo, contento de su suerte.
La felicidad no es el único camino. Hay otros menos perentorios y que probablemente conducen a un tipo de satisfacción más sofisticada pero tan respetable como las demás.
Algunas veces nos regodeamos en los sentimientos más tortuosos, tan alejados de la felicidad como un banquero que se aparta de la posibilidad de concederle un generoso crédito al padre de familia honrado pero sin ambición.
«Hoy no quiero ser feliz», nos gustaría gritar a los cuatro vientos (aunque, por lo general, uno se conforme con colgarlo en el muro de las lamentaciones de Facebook).
¿Qué pasa, por qué estamos obligados a ofrecer un rendimiento de felicidad igual que quien trabaja en una fábrica conservera y debe cumplir con el objetivo de producción semanal de besugos enlatados…?
En nuestros días, la felicidad ha dejado de ser una elección, un sueño, para transformarse en un deber.
Pero no es posible que alguien sea constantemente feliz, de la misma manera en que no podemos escapar de nuestra sombra por mucho que corramos .
San Agustín, que era un tipo con un par de cosas que decir, lo tenía claro: «Que hablen todos los que amaron el mundo. Que digan si tuvieron jamás goce sin dolor, paz sin discordia, descanso sin miedo, salud sin flaqueza, luz sin sombras, risa sin lágrimas…».
Pues claro.
Porque lo normal es que todo venga más o menos junto o en paquetes, como esos lotes de oferta del supermercado. La vida no se anda con contemplaciones: normalmente le cuesta ofrecer ríos de felicidad pura e incontaminada.
Pero, ahora, el requerimiento forzoso de militar en el ejército de la felicidad nos hace creer lo contrario.
O sea, que no se nos permite ser poetas, ser libres, dejar que la lírica y el dramatismo del mundo nos ennoblezcan con su dolor o su alegría, según toque, y que el puro transcurrir del tiempo nos ate a la vida.
El objetivo primero de cualquier ser humano no debiera ser la felicidad —que a veces parece algo inalcanzable, un premio tan resbaladizo como acertar la lotería—, sino aprender a vivir, pues quien aprende a vivir, tarde o temprano consigue vivir bien, y quien vive bien, es que ama la vida.
Algo que también funciona a la inversa: quien ama la vida, tarde o temprano, aprende a vivir bien. Si eso se logra, la felicidad se convierte en una recompensa al alcance de la mano. Un trofeo que deja de parecer una estrella lejana para transformarse en un racimo de uvas dulces y jugosas pendiendo de una parra.
Para cualquiera, sería un golpe de suerte, de fortuna, encontrar la sencillez, las claves de la vida sencilla, en vez de la felicidad.
Esta última no es algo que uno descubra por la calle, como un chicle pisoteado o un guardia urbano con el ceño fruncido. Tampoco es un paquete que se recibe por mensajería sin haber hecho nada por merecerlo.
Mientras que resulta posible conocer las reglas de una vida buena y sencilla —sirven las mismas para cualquiera—, la felicidad no tiene reglamento.
Pero si somos capaces de vivir bien, tarde o temprano la felicidad entrará por la puerta por sus propios medios, sin que tengamos que ir a buscarla desesperados por los andurriales del mundo.
La sencillez era lo mejor que poseía el poeta chino T’ao Yüanming (372-427 de nuestra era), que estremeció a sus contemporáneos y aún sigue dejándonos a todos con la boca abierta con sus pocos poemas y ensayos, y con una personalidad turbadora.
Era un tipo encantador, que supo vivir aferrándose a la sencillez como una lapa al casco de un yate de cruceros.
Un día recomendó a sus hijos que tratasen bien al pobre campesino que les ayudaba en sus faenas. «Tratadle bien, que también él es hijo de alguien», les suplicó.
Estaría bien propiciar la armonía con el mundo.
Tener una vida de sentidos y unos sentidos profundamente enraizados en la vida.
Dejar atrás el cinismo, la amargura, la inmadura rebelión contra los hechos.
Ser poeta de verdad, lo que no tiene nada que ver con escribir o leer versos, sino con encontrarle sentido a la existencia a través del amor a la vida.
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