Butcher Jim - Codex Alera 02
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Jim Butcher
La furia del aprendiz
Codex Alera 2
Título original inglés: Academ’s Fury
© de la traducción: Francisco García Lorenzana, 2013.
Para todo el viejo grupo en Ambermush y en Too.
Todos perdimos demasiado tiempo juntos, pero no me habría gustado que hubiera sido de otra manera.
Agradecimientos
Siempre hay un montón de gente a quien darle las gracias por haberme ayudado en un proyecto de la extensión de una novela, pero esta vez quiero expresar mi agradecimiento a una persona que siempre lo da todo por mí y que nunca espera nada a cambio.
Muchas gracias, Shannon. Por tantas cosas que ni siquiera puedo recordarlas, y mucho menos reflejarlas en una lista.
No sé cómo me puedes aguantar, ángel mío, pero espero que no dejes de hacerlo.
Prólogo
Si el principio de la sabiduría radica en que seamos conscientes de que no sabemos nada, entonces el principio de la comprensión reside en que nos demos cuenta de que todas las cosas existen en función de una única verdad: las cosas grandes están formadas por cosas más pequeñas.
Las gotas de tinta dan forma a las letras, las letras forman palabras, las palabras forman frases, y las frases se combinan para expresar pensamientos. Lo mismo ocurre con el crecimiento de las plantas que nacen de las semillas, al igual que los muros construidos con muchas piedras. Lo mismo ocurre con la humanidad, cuando las costumbres y las tradiciones de nuestros progenitores se funden para formar los cimientos de nuestras ciudades, de nuestra historia y de nuestra forma de vida.
Ya sea piedra muerta, carne viva o mar rugiente; ya sean tiempos tranquilos o acontecimientos de tales proporciones que conmuevan el mundo, días de mercado o batallas desesperadas, todas las cosas se ajustan a esta ley:
Las cosas grandes están formadas por cosas más pequeñas.
El significado es acumulativo, pero no siempre resulta obvio.
De los escritos de Gaius Secondus,
Primer señor de Alera
El viento aullaba sobre la sucesión de colinas casi peladas de las tierras encomendadas a los marat, el Uno y Muchos Pueblos. Unos copos de nieve duros y toscos volaban huidizos delante de él y, aunque El Único cabalgaba alto en el cielo, las nubes le ocultaban el rostro.
Kitai empezó a sentir frío por primera vez desde la primavera. Se volvió para mirar a sus espaldas, e hizo visera con una mano para protegerse del aguanieve. Vestía un trozo de tela escasa alrededor de las caderas, un cinturón para sostener el cuchillo y la bolsa de caza, y nada más. El viento hacía revolotear su cabello blanco y espeso alrededor de la cara, y su color se fundía con la nieve que llevaba el vendaval.
—¡Date prisa! —gritó.
En respuesta se oyó un bufido que surgía de lo más profundo de un pecho, y apareció una forma maciza. Caminante el gargante era una bestia enorme, incluso para su especie, y sus hombros se elevaban casi a la altura de dos hombres puestos uno encima del otro. El greñudo pelaje invernal ya se había vuelto espeso y negro, de manera que no le prestaba atención a la nieve. Sus garras, todas ellas más largas que un sable alerano, se hundían en la tierra helada sin ninguna dificultad ni prisa.
El padre de Kitai, Doroga, se sentaba a lomos del gargante, y se movía indolente sobre la manta de montar. Iba vestido con un taparrabos y una túnica alerana de color rojo desvaído. El pecho, los brazos y los hombros de Doroga estaban tan cargados de músculos que se había visto obligado a arrancarles las mangas a la túnica roja, pero como se la habían regalado y tirarla habría sido una grosería por su parte, había trenzado una cuerda con las mangas y las llevaba atadas alrededor de la frente, de modo que fijaban el cabello pálido y peinado hacia atrás.
—Debemos apresurarnos porque el valle huye de nosotros. Ya veo. Quizá nos tendríamos que haber quedado a sotavento.
—No eres tan divertido como te imaginas —replicó Kitai, molesta por la burla de su padre.
Doroga sonrió, y con ello remarcó sus rasgos anchos y cuadrados. Se agarró a la cuerda que colgaba de la silla de Caminante y se deslizó hasta el suelo con una agilidad que contradecía su enorme tamaño. Le dio una palmada a una de las patas delanteras del gargante, que se sentó tranquilo, rumiando el forraje con placidez.
Kitai se dio la vuelta y siguió adelante, penetrando en el viento. Aunque su padre no emitió sonido alguno, ella sabía que la seguía de cerca.
Unos instantes después alcanzaron el borde de un risco que caía a pico hacia un abismo. La nieve le impedía ver el valle que se extendía a sus pies, pero en los remansos entre ráfagas podía ver toda la distancia que los separaba del pie del risco, allá abajo.
—Mira —le señaló.
Doroga apareció a su lado y, con gesto de descuido, deslizó un enorme brazo alrededor de sus hombros. Kitai no habría dejado nunca que su padre se diera cuenta de sus escalofríos, no bajo una simple aguanieve otoñal, pero se reclinó sobre él, y le agradeció en silencio su calidez. Vio cómo su padre miraba hacia abajo, esperando que el viento les diera un respiro para ver el lugar que los aleranos llamaban el Bosque de Cera.
Kitai cerró los ojos, y recordó el lugar. Los árboles muertos estaban cubiertos de croach , una sustancia espesa y gelatinosa, que se extendía capa sobre capa, como si El Único lo hubiera bañado todo en la cera de muchas velas. Todo el valle estaba cubierto de croach , incluidos el suelo y buena parte de las paredes. Por doquier se veían pájaros y animales atrapados en el croach ; vivos aún, yacían inmóviles hasta que se ablandaban y se disolvían como la carne hervida a fuego lento. Unas criaturas pálidas del tamaño de perros salvajes, y parecidas a unas arañas con muchas patas, yacían tranquilas en el croach , casi invisibles, mientras que otras recorrían el suelo del bosque, silenciosas, rápidas y extrañas.
Kitai tembló al recordarlo, y después se obligó a quedarse quieta, mordiéndose el labio. Levantó la mirada hacia su padre, pero él bajó la suya mientras fingía que no se había dado cuenta.
El valle que se extendía a sus pies no había estado nunca cubierto de nieve; al menos, hasta donde alcanzaba a recordar su pueblo. Todo el lugar estaba cálido al tacto, incluso en invierno, como si el propio croach fuera una especie de bestia enorme y el calor de su cuerpo llenase el aire que lo rodeaba.
El Bosque de Cera estaba cubierto de hielo y podredumbre. Los árboles viejos y muertos estaban recubiertos de algo que parecía una brea marrón y enfermiza. El suelo estaba helado, aunque aquí y allí se podían ver trozos de croach putrefacto. Muchos árboles habían caído. Y en el centro del bosque se había derrumbado el montículo hueco, al que la putrefacción estaba disolviendo con un hedor tan intenso que llegaba hasta donde se encontraban Kitai y su padre.
Doroga guardó silencio durante un momento antes de decir:
—Deberíamos bajar. Descubrir lo que ha ocurrido.
—Yo lo he hecho —comentó Kitai.
Su padre frunció el ceño.
—Ha sido una locura por tu parte hacerlo sola.
—De los tres que estamos aquí, ¿quién ha bajado más veces y ha vuelto para contarlo?
Doroga soltó un gruñido que parecía una carcajada, y bajó la mirada hacia ella. Había calidez y afecto en sus ojos oscuros.
—Quizá no estés equivocada. —La sonrisa desapareció, y el viento y el aguanieve golpearon de nuevo el valle—. ¿Qué has descubierto?
—Guardianas muertas —contestó—. Croach muerto. Sin calor. Sin movimiento. Las guardianas eran cáscaras huecas. El croach se convertía en ceniza al tocarlo. —Se lamió los labios—. Y algo más.
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