A Alberto Torné, in memoriam.
A los que apoyaron el proyecto Aislado sin condiciones ni fisuras.
A los hombres y mujeres del mar.
A todos los que murieron en él.
1. LA OLA
Una ola descomunal avanza imparable hacia mí. El sol de vainilla, orondo como una vaca, declina hacia el horizonte. Me siento profundamente inquieto. Relájate: intento relajarme. Mantengo el timón firme, a la vía de estribor, intentando alejarla en la medida de lo posible de los apéndices más frágiles de Aislado ; solo así podré librarme del naufragio. Escruto el cielo. ¿Hay alguien ahí? El sol se oculta tras la silueta de la ola llenándola de sombras negras, reflejos dorados, pinceladas de ceniza fresca; mas ella continúa creciendo como un odre. Al fin se planta a escasos metros mostrándome su masa cuajada de aristas, surcos, tendones; dispuesta a precipitarse sobre sí misma, sobre Aislado , sobre mí. De pronto grito. Grito inconscientemente. Grito al mundo; grito al cielo. Un no rotundo sale de mi garganta (ahí va un exhorto épico vomitado desde el origen mismo de los tiempos), pero mi orden no sirve de nada, porque nadie hace caso. Ya noto el aliento perfumado de la ola al golpearme con su fuerza brutal. Entonces el perno de acero que fija el brazo delantero de Aislado a su casco central se parte y sale por los aires; al instante el patín de estribor queda sin apoyo, comenzando a bailar sobre el agua a la pata coja. La dificultad para gobernar la embarcación aumenta. Pasan las horas. Tengo que desprenderme de algunos apéndices de Aislado . Decido amputar, por fases. Ahora me quedo solo sobre su casco liberado de cargas, a la deriva sobre las olas negras y enormes. Pasan las horas…
Vuelco de nuevo. Sumergido hasta el pecho, agarro con fuerza la embarcación tratando de adrizarla y los violentos aguaceros. Rezo. Me animo haciéndolo. Evoco la imagen de la Virgen, observo su manto azul con ribetes de oro abierto ofreciéndome refugio, distingo a decenas de monjes arrodillados bajo sus pliegues luminosos; brillan los ojos de los siervos. De súbito me percato: soy un náufrago; un náufrago unido a su barco tan solo por una delgada línea de vida: mi cordón umbilical. Bebo un sorbo de mar, estiro los músculos, observo mis manos de penitente llenas de roces y heridas sangrantes, mi cuerpo magullado. Soy el boxeador después de recibir una soberana paliza. La situación es desastrosa, todo pinta mal, muy mal, pero me convenzo: saldré vivo del trance. Rezo una Salve. Vuelco, adrizo, vuelco. Tómalo como un juego. No tengas miedo, no pasará nada, no es más que un juego. Nunca tendré miedo. Nunca. Mi cabeza no procesará su azote porque me obligaré a trabajar intensamente, sin descanso, aplicando la mejor solución posible a cada nuevo problema. En el escenario de la batalla contra la muerte el optimismo y la confianza son mi mejor salvavidas. La fe no se negocia. Vuelco.
Me doy un breve respiro para recuperar fuerzas a la vista de la silueta negra de la costa. Me agarro con fuerza a la quilla y, con el agua al cuello, recupero el aliento. Las piernas entumecidas me pesan ya como dos vigas de hierro, tirando de mí hacia el fondo. Los ahogados viven en el Hades. Pero dejo de preocuparme: la Virgen protege a su hijo descarriado; Ella me devolverá al vientre cálido y fecundo de la tierra y de los míos. Un virulento aguacero descarga repentinamente su ira. El agua dulce comienza a correr tibia sobre mi pelo enmarañado, entre los cauces de mi cara, mis manos, mis dedos llenos de sangre. Continúo asido con fuerza a la barriga de Aislado plagada de moluscos diminutos, de algas verdosas y negras. Pienso en mis días vividos, en sus capítulos ya casi olvidados. Recuerdo momentos expatriados durante mucho tiempo por los anaqueles de mi memoria. Trato de tomar conciencia de quién soy, dónde estoy, metido hasta el tuétano en esta sopa negra y espumosa, lejos de las calles habitadas, los coches circulando a toda velocidad, los bares llenos de borrachos. Imagino cómo sería verme ahora desde las alturas. La atalaya de los muertos está allá, en la azotea del mundo. Aparece Sirio (¿dónde andabas?), titilando tímidamente en el cielo tenebroso, asomándose entre las nubes oscuras hechas jirones. De pronto me siento solo en la noche. Muy solo. Terriblemente solo. Me flagelan las olas, el viento, la lluvia intensa. Mi Monte de los Olivos es de agua. Ahora sí, es el momento; recupero las motivaciones de mi viaje que ya toca a su fin. Esta es mi historia.
Timón a la vía: centrar el timón con el eje longitudinal que divide a la embarcación en dos mitades simétricas, de forma que el barco siga un rumbo recto.
Amura: zona curvada del casco en la proximidad de la proa.
Adrizar: enderezar el barco cuando está escorado.
Orza: pieza suplementaria plana que se acopla en la parte baja central del casco. Sirve para dar mayor estabilidad y contener la deriva de las embarcaciones a vela.
Mistral: viento del noroeste.
Quilla: en general, parte inferior de los barcos que va desde la proa a la popa y en la que se asienta toda la armazón.
2. EL RUIDO
El día amaneció limpio en Madrid. El sol primaveral bañó con su primera luz los áticos, las copas de los árboles, la chapa metálica de los coches. Las sombras huyeron precipitadamente hacia las alcantarillas. Bajé a la calle animosamente, me senté en una terraza y pedí un vaso de café humeante acompañado de unas tostadas con miel. Ojeé el diario: sucesos, corruptelas, goles en el último minuto. Nada que llamara mi atención sobremanera. La ciudad aceleró su pulso paulatinamente, y las cosas comenzaron su movimiento de autómata. Todo me pareció organizado: la maravilla del mundo arbitrario. Bandadas de estorninos danzaron de lado a lado del cielo. Saboreé el café caliente, probé el pan sintiendo en mi paladar la dulce viscosidad de la miel. Observé el trajín de la mañana llena de aparentes posibilidades. Pero de pronto algo turbó el momento y llamó mi atención. El gruñido de un motor a punto de gripar irrumpió repentinamente en la mañana orquestada. Su sonido ronco me dio mala espina. Traté de averiguar su origen. Agudicé el oído mientras miraba alrededor y abría bien los ojos. Pero nada. ¿De dónde provenía aquel ruido incesante y molesto? Su estridencia se había colado en escena usurpando a las cosas su carácter sereno, poniéndolo todo patas arriba, ensuciando el lienzo impecable de mi mañana soleada. Me afané en hallar respuesta al despropósito. Miré al cielo, pero no vi aviones; tampoco máquinas ni operarios removiendo las aceras. Allí no pasaba nada. ¿Quién provocaba entonces aquel sonido áspero y fuera de lugar que agitaba las cosas, haciéndolas perder su don apacible? ¡Silencio! Escuché… ¡Maldita sea! No es posible. Reparé en que el ruido molesto procedía de mis adentros, recorriendo mi cuerpo de abajo a arriba, de las tripas a la cabeza. El ruido estaba dentro de mí; una dolorosa certeza removiendo mi conciencia, campando a sus anchas por mis terrazas, por mis salones, por la caja fuerte escondida en el último rincón de la casa. Alguien desvalijaba el tesoro llevándose a la carrera las joyas, las piedras, los lingotes, burlándose de mí. Tomé el vaso y apuré el café tratando de congelar el momento de todas las cosas pasando a la vez. Miré de nuevo hacia mis adentros. Recorrí calles angostas, doblé esquinazos, llegué a lugares extraños en los que nunca había estado. Volví a coger aire escrutándolo todo detenidamente, con los ojos muy abiertos. Comencé entonces a tomar conciencia de mi situación.