Mientras realizaba la investigación para esta novela encontré y manejé varias fuentes, sitios web y documentos, que me resultaron muy valiosas. A pesar de que hago referencia a dichas fuentes a lo largo de la narración, este libro es una obra de ficción y todas las citas y referencias se utilizan dentro de un contexto totalmente imaginario. Los personajes y los sucesos que se mencionan en esta novela, además de los post de los blogs, los comentarios y todas las identidades de internet, los artículos de prensa escrita, las direcciones de correo electrónico y la mayoría de las páginas web son inventados y cualquier parecido con la realidad no es más que una coincidencia.
Si hay algún error en cuanto al procedimiento policial, la responsabilidad es exclusivamente mía y en ningún caso de los dos inspectores jubilados que han tenido la amabilidad de asesorarme. He intentando que las descripciones de Bristol se acerquen lo más posible a la realidad, aunque tengo que puntualizar que no hay ningún campo de fútbol junto al aparcamiento del bosque Leigh Woods y que los detalles del interior de Kenneth Steele House son producto de mi imaginación.
«Si hay algo seguro en este apestoso estercolero del mundo es el amor de una madre».
«En una verdadera noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana, día tras día».
F. S COTT F ITZGERALD
Rachel
Para los demás no siempre somos quienes creemos que somos.
Cuando conocemos a alguien, intentamos dar nuestra mejor imagen y sacar lo mejor de nosotros, pero a pesar de ello todo puede salir terriblemente mal.
Es uno de los riesgos de la vida.
Le he dado muchas vueltas a eso desde que desapareció mi hijo Ben y siempre me surge la misma pregunta: si nosotros no somos quienes creemos, ¿lo son los demás? Si el riesgo de que los demás nos juzguen mal es tan grande, ¿cómo podemos estar seguros de que la opinión que nos forjamos de alguien tiene algo que ver con la persona que realmente hay en el fondo?
Supongo que se ve claramente adónde me lleva esa línea de pensamiento.
¿Deberíamos confiar en alguien solo porque sea una figura de autoridad o un miembro de nuestra familia? ¿Nuestras amistades y relaciones personales tienen verdaderamente una base sólida?
Cuando me dejo llevar por la reflexión, pienso en lo diferente que habría sido mi vida si hubiera tenido la sabiduría suficiente para pensar en ese tipo de cosas antes de que desapareciera Ben. Cuando me arrastra la depresión, me echo la culpa por no haberlo pensado antes y me castigo durante días con ideas repetitivas y paralizantes.
Hace un año, justo después de la desaparición de Ben, participé en una rueda de prensa retransmitida por televisión. Yo solo tenía que hacer un llamamiento para que la gente colaborara en su búsqueda y me ayudara a encontrarlo. La policía me lo dio por escrito y yo tenía que leerlo. Asumí que la gente al otro lado de la pantalla entendería automáticamente quién era yo y que vería en mí a una madre cuyo hijo había desaparecido y una persona a la que lo único que le importaba era recuperarlo.
Muchas de las personas que lo vieron, las que no vacilaron a la hora de expresarse, pensaron justo lo contrario. Me acusaron de cosas terribles. Y yo no entendí por qué hasta que vi la grabación de la rueda de prensa, demasiado tarde para evitar el daño. Pero al ver las imágenes, la razón fue evidente.
Fue porque vieron en mí a una presa.
Y no una presa suplicante, digamos un antílope con los ojos como platos, tambaleándose sobre sus patas flacuchas, sino una deshecha, agotada, arrastrada y ya cerca del final. Me presenté ante el mundo con la cara crispada por la emoción y una herida sangrante, el cuerpo que no dejaba de temblar por el dolor y la voz que sonaba como si la estuvieran extirpando de una garganta totalmente seca. Si en algún momento pensé que una imagen sincera de mi apariencia y mis emociones, por muy descarnada que fuera, me iba a granjear la compasión de los demás y que eso les animaría a ayudarme a buscar a Ben, no pude estar más equivocada.
Me vieron como un esperpento. Les di miedo porque era una persona a la que le estaba pasando lo peor, y por eso se lanzaron sobre mí como una jauría de perros hambrientos.
Cuando todo terminó, me hicieron ofertas para que apareciera otra vez en televisión. Fue un caso con gran impacto después de todo. Pero yo me negué. No tenía intención de tropezar dos veces en la misma piedra.
Aunque no he podido evitar imaginarme cómo podría haber sido esa hipotética entrevista. Veo un cómodo estudio de televisión y un entrevistador con mirada amable que me dice: «Háblenos de usted, Rachel». Después se acomoda en la silla, que está colocada en un ángulo que indica familiaridad conmigo, como si ese hombre y yo hubiéramos quedado en un bar para charlar un rato. La expresión de su cara es la que pondría alguien que está contemplando cómo le preparan un cóctel o una copa de helado, lo que cada uno prefiera. Hablamos sin prisa, dándome tiempo para que me vaya abriendo y contando mi versión de la historia. Sueno bien. Estoy serena. Doy la imagen que se puede esperar de una madre. Mis respuestas están muy pensadas. No hay desafío en ellas. En ningún punto provoco que se empiece a tejer a mi alrededor una red de sospechas por decir algo que solo sonaba bien en mi cabeza. No lucho por mantenerme a flote solo para hundirme al final.
Esa fantasía ocupa muchos minutos de mi tiempo. El resultado siempre es el mismo: la entrevista imaginaria va muy bien, maravillosamente en realidad, y lo mejor de todo es que el entrevistador no me hace la pregunta que más odio de todas. Es una pregunta que me ha hecho mucha gente, una cantidad sorprendente. La suelen formular así: «Antes de que te dieras cuenta de que Ben había desaparecido, ¿se te ocurrió que podía pasarle algo malo?».
Odio esa pregunta porque implica cierta negligencia por mi parte. Implica que, si yo fuera una madre con más instinto, una madre mejor, me habría dado cuenta de que mi hijo estaba en peligro, o al menos debería haberlo visto venir. ¿Y cómo respondo yo a eso? Con un simple: «No».
Es una respuesta sin vuelta de hoja, pero la gente normalmente me mira confundida, con la frente arrugada y esa expresión que deja claro que el deseo de despedazar a alguien para alimentar el cotilleo supera de forma aplastante a cualquier compasión por su difícil situación. Frentes algo arrugadas y miradas curiosas que preguntan: «¿De verdad? ¿Seguro? ¿Y cómo puede ser eso?».
Nunca justifico mi respuesta. «No» es todo lo que necesitan saber.
Y no explico mi respuesta porque mi confianza en los demás ha quedado erosionada por lo que ocurrió, no podía ser de otra manera. La duda permanece en las mentes de muchas personas que conozco, como esquirlas de cristal que, aunque no se puedan ver, se clavan y te hacen sangrar incluso cuando ya piensas que las has eliminado del todo.
Ahora hay muy poca gente en la que sé que puedo confiar y ellos son los pilares de mi vida. Ellos conocen toda mi historia.
Una parte de mí cree que yo estaría dispuesta a hablar con otras personas de lo que ha pasado, pero solo si pudiera estar segura de que me van a escuchar. Tendrían que dejarme llegar hasta el final de mi historia sin interrumpirme ni juzgarme y entender que todo lo que hice lo hice por Ben. Algunas de mis acciones fueron precipitadas, y otras, peligrosas, pero todas fueron por mi hijo, porque lo que sentía por él era la única verdad que yo conocía.