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Alexander Copperwhite - Historias del manuscrito Voynich y La isla de Jan Mayen (Spanish Edition)

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Alexander Copperwhite Historias del manuscrito Voynich y La isla de Jan Mayen (Spanish Edition)
  • Libro:
    Historias del manuscrito Voynich y La isla de Jan Mayen (Spanish Edition)
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    2016
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Historias del manuscrito Voynich y La isla de Jan Mayen (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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HISTORIAS DEL MANUSCRITO VOYNICH

Y

LA ISLA DE JAN MAYEN

POR: ALEXANDER COPPERWHITE

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Disfruta de la lectura.

Alexander Copperwhite

ÍNDICE

La vÉrtebra de Dios

Título: La vértebra de Dios

Idea original: Alexander Copperwhite

Portada: Alejandro A. Blanco

Revisión de texto y estilo: Corrigenda

© Todos los derechos reservados


CAPÍTULOS

I – CAMPANADAS

Hurgamos en el pasado y en el presente de las cosas. En los regalos de nuestros ancestros, que con tanto sacrificio preservaron, y con tanta pasión rescatamos en tiempos modernos. Buscamos respuestas a preguntas planteadas por todos los hombres que despiertan en el amanecer de sus vidas adultas, e indagamos sobre el origen de nuestra alma. Pero a veces la respuesta se encuentra mucho más cerca de lo que creemos; incluso se puede decir que vive en nuestro interior.

*

28 de agosto de 1988, Ciudad del Vaticano…

Las palomas alzaban el vuelo, perdiéndose en un horizonte azulado que era decorado por los picos de los magníficos edificios. Los fieles se congregaban en los lugares sagrados, mientras los visitantes menos espirituales no dejaban de tomar apuntes, sacar fotos, disfrutar de un paseo, o simplemente gozar de las obras de arte que les rodeaban.

A las afueras de la ciudad, en los apestosos túneles del alcantarillado, el padre Matías caminaba en círculos mientras se mordía las uñas. La mochila negra que colgaba en sus espaldas escondía uno de los mayores hallazgos de la humanidad. No rezaba. No pensaba ni en la Biblia ni en las Sagradas Escrituras; lo único que le preocupaba era el contenido de aquella mochila. Sus creencias no le permitían deshacerse de él, aunque tampoco estaba muy seguro del daño que causaría en manos de gente sin escrúpulos.

La poca luz que atravesaba la tapa de hierro fundido no era suficiente para iluminar la sección del túnel donde esperaba con impaciencia. Al padre Matías no le importaba. Aquella mañana se había cortado al afeitarse, y cuando se miró en el espejo decidió quitarse la perilla y raparse la cabeza. Abrió su armario y rebuscó entre su ropa la sotana más vieja y descolorida que tenía, y se la puso. Sin meditarlo demasiado, metió en una bolsa de plástico su reloj de pulsera, una cruz de oro, regalo de su difunta madre, un anillo adornado con un rubí y una cadena de plata. Cuando salió del Vaticano se limitó a dejarlas en el sombrero de un pobre anciano que tocaba el acordeón bajo los arcos de un centenario pasillo.

«Que Dios le bendiga, padre», le había deseado el anciano.

Pero él no fue capaz de escucharle; sus propios pensamientos se lo impedían.

Ahora miraba el suelo cubierto con aguas fecales y se intoxicaba con los vapores de metano que se producían por la descomposición. Las ratas asomaban el hocico y retorcían sus bigotes cuando se rascaban con sus diminutas patas; mordisqueaban la basura expectantes, observando al desconocido visitante que se atrevió a invadir sus dominios. Si no fuese porque era demasiado grande, sin duda le habrían atacado para alimentarse de sus pellejos y carne. «por ahora».

«¿Qué hora es?», se dijo a sí mismo, rascándose la cabeza.

Se asomó a la escasa luz y miró su muñeca.

—Vaya, se me había olvidado que ya no tengo reloj —musitó.

Tocó la húmeda pared y se frotó los dedos. Barro y polvo.

—¿Por qué tardarán tanto? —se preguntó—. ¿O no están tardando y soy yo quien está nervioso?

Comprobó que la mochila se encontraba en su sitio, como si dudara de su falta de previsión, y respiró aliviado, aunque asqueado.

Al sonido del agua, que arrastraba cosas repugnantes de todo tipo y condición, se sumó un ruido ajeno a aquel susurro de corrientes que se perdía en los diferentes canales. Es posible que los dos hombres que se estaban acercando pretendieran disimular sus pasos, incluso que deseasen pasar inadvertidos, pero resultaba una tarea imposible.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el padre Matías.

Los dos desconocidos se detuvieron en seco. Algo iba mal. Por desgracia aquel era el lugar por donde el sacerdote había entrado.

—¿Hacia dónde echó a correr? —musitó, preocupado.

En ningún momento se había parado a pensar qué sucedería si no pudiera escapar; de hecho, no llegó a planear nada. El miedo y el desconcierto actuaron en su contra, privándole de sus facultades previsoras.

—¿Quiénes sois? —preguntó de nuevo, preparándose para huir.

Escrutó los alrededores, en busca de una vía de escape, y se topó con la oscuridad. Alargó las manos en busca de obstáculos, arrastró los pies y respiró profundamente.

«Que sea lo que Dios quiera», pensó.

—Somos nosotros —se escuchó de lejos.

El padre Matías respiró aliviado.

—¿Por qué no lo habéis dicho antes? Pensaba que erais otros.

—¿A qué te refieres con otros, y qué es lo que hacemos en este lugar? Por el amor de Dios, ¿no se te podría haber ocurrido un lugar menos asqueroso?

—Es lo primero que me vino a la mente. Estoy seguro de que nunca se imaginarán que nos hayamos reunido aquí.

Los dos hombres se acercaron a los filos de luz. El cardenal Patrick Mus Le Blanc, a pesar de sus cincuenta y cuatro años, tenía la piel firme de un cuarentón, le tendió la mano para saludarle. El padre Matías enseguida se acercó y se la besó, pero sin dejar de mirar a quien le acompañaba.

—Le dije que sólo hablaría con usted —le dijo el padre Matías, receloso.

—No te preocupes por Tomás. Se trata de un buen amigo que no ha tenido más remedio que acompañarme. ¿Estarás de acuerdo conmigo que bajar aquí da miedo?

—Lo lamento mucho, pero no me puedo arriesgar.

—Entonces nos vamos —aseguró el cardenal—, cuando me cites en un lugar menos pestilente y oscuro, no tendré reparos en acudir yo solo.

—Como usted prefiera.

El cardenal se sorprendió por la reacción del padre Matías. Deseoso de saber qué era aquello que guardaba tan celosamente, le indicó con la mano que esperara un momento y se acercó a Tomás. La oscuridad impidió que se distinguieran los gestos que los dos hombres intercambiaban, pero al final se escuchó al cardenal ordenándole con voz severa:

—Espérame fuera.

Nada más alejarse, el padre Matías se mostró más dispuesto a hablar.

—No sé qué hacer. Llevo todo el día pensando en ello, pero no se me ocurre la respuesta correcta. Por un lado, ocultarlo sería pecado mortal y, por otro, revelarlo podría desencadenar una serie de actos terribles que acabarían con centenares de víctimas… o puede que de miles.

—Quiero que te calmes.

—No puedo —afirmó el padre Matías, preocupado—, pesa demasiado.

—Esa cosa de la que hablas, ¿la tienes aquí?

—Está en mi mochila.

El cardenal posó su mirada sobre ella.

—¿Me lo vas a mostrar?

—Primero debe comprender lo importante que es lo que he descubierto.

—Estoy seguro de que así es.

—Entonces, júreme que no tomará una decisión precipitada y que protegerá el secreto con su vida si hiciera falta.

—No voy a hacer tal cosa sin saber por qué.

El padre Matías abrió su mochila y sacó un libro relativamente nuevo.

—¿Una copia del manuscrito Voynich? —advirtió el cardenal, levantando los hombros—. No veo nada en especial en este ejemplar. Yo mismo he tenido el privilegio de estudiar el original.

—No se trata del libro, sino de lo que hay escrito en él.

—Pretendes decirme que lo has descifrado —dijo, abriendo los ojos de par en par—. Eso es imposible. Nadie lo ha conseguido.

—¡Todo, absolutamente todo lo que nos imaginábamos, se encuentra en este libro! Estudios de medicina que no seremos capaces de realizar hasta dentro de varios años, los planos de una planta avanzada que produce energía nuclear de forma segura, e incluso estudios sobre material orgánico extraterrestre.

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