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Leonardo Torres - Historias en la Media Isla

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Leonardo Torres Historias en la Media Isla

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HISTORIAS EN LA MEDIA ISLA

Leonardo E. Torres Madera


A la memoria de mis padres Lucila y Luis, a mi esposa Carmen y a mis hijos Irene y Gonzalo.


Para el amable lector.

En el relato de esta historia he utilizado términos coloquiales dominicanos que me han permitido mantener una mayor fluidez y un mayor apego con el perfil de algunos de los personajes. Del mismo modo ocurre con el uso de algunos términos en inglés, habituales en la época en la que transcurre la acción.

LTM


CAPÍTULO 1
Aprendiendo a callar

Al oír los dos disparos Papote levantó la cabeza, que hasta ese momento había mantenido inclinada sobre su cuaderno de notas; caminaba despacio, tenía que repasar sus tareas escolares antes de llegar a las clases nocturnas, a las que acudía después de terminar su jornada de trabajo. Era aprendiz de mecánico en el taller de la Ford, y además de ganar su salario, cada día aprendía más deprisa de míster Pecker, el americano de aspecto paternal que quería el permiso de su mamá para enviarlo a Estados Unidos.

–Allí aprenderás más, serás un buen ingeniero –le había dicho en más de una ocasión–, pero su mamá había respondido que de ninguna manera, su hijo no se iría para ningún otro lugar.

El hombre, apuesto y bien vestido, cayó mortalmente herido en el pecho sin emitir ni un gemido. Sólo el grito unísono de las dos muchachas, a quienes llevaba colgadas de cada brazo a la sesión de cine de esa noche, acompañó su veloz viaje hacia la muerte. Papote vio por un instante al pistolero y enseguida hundió de nuevo la vista en su cuaderno y siguió caminando. El asesino, aún con el revólver en su mano derecha, pasó rápidamente a su lado y echó a correr hacia la cercana finca de los Viñas, desapareciendo en la oscuridad; sólo pudo ver, fugazmente, el brillo de su reloj. Entonces levantó la vista otra vez y pudo ver como doña Aurora salía de su casa, con una vela y una cerilla, al tiempo que musitaba un padrenuestro.

–Sea quien sea –dijo– no debe irse de este mundo sin luz.

Se oían gritos y voces de los vecinos y los lloros de las muchachas, pero Papote siguió su camino hacia el colegio y no habló ni comentó el asunto con nadie.

Había oído decir que esas cosas pasaban, desde lo que empezó aquella tarde del 23 de Febrero de 1930; entonces él se encontraba en la puerta del Cine Odeón, y mientras hacía la cola, oyó las descargas de los fusiles de los guardias sublevados en la antigua Fortaleza San Luis, mientras algunos civiles daban gritos desaforados anunciando su respaldo al Movimiento Cívico. Desde entonces los más viejos de la familia le decían siempre lo mismo: “hay que callarse y no preguntar mucho, todo el mundo a trabajar y a cerrar el pico”; y agregaban, “además lo que le pase a los otros no es asunto tuyo, algo habrán hecho”.

Nunca había olvidado aquella experiencia de su juventud, pero no la comentaba con nadie. Hacía poco tiempo que la había recordado de nuevo, cuando al visitar su viejo barrio se cruzó por casualidad con el sargento Matanzas, vestido de paisano, quien llevaba un enorme y vistoso reloj en su muñeca izquierda.

Ahora los sonidos, aunque explosivos, le resultaban más familiares y cotidianos; los provocaba un motor V-8 fuera de tiempo. (“Ha perdido el tune up, diría míster Pecker”). Lo que sabía el dueño del carro era que Papote averiguaría lo que estaba pasando, ya fueran las bujías, la ignición o cualquier otra avería. Don Anselmo no ponía su deslumbrante Buick en manos de cualquiera, pero para él era casi una bendición que en medio del difícil trance que vivía, Papote, a quien conocía desde los tiempos en que era aprendiz, dejara por un momento sus asuntos comerciales para retomar por un momento a su oficio de mecánico. Con los años éste había prosperado y tenía su bomba de gasolina, con todos los servicios para el mantenimiento de los carros.

El trance de Don Anselmo era difícil para un padre con una hija de buen ver y muy hermosa, ya que al día siguiente, por la noche, se iba a celebrar un baile en el Club Deportivo La Cancha. Se esperaba la asistencia del hijo mayor del hombre fuerte del país, ocasión muy propicia para que entre bailes y cumplidos Olga estuviera en el ojo de alguno de los celestinos y aduladores que, de manera habitual, colocaban a las muchachas más atractivas a la vista del general. Había uno que otro a quien no le desagradaba la situación, pero él tenía sobrados motivos para evitarla si podía. Así que con la excusa de la enfermedad de su madre, aunque no muy grave, en La Vega, y por lo unida que estaba a su nieta mayor, la sacaría de la ciudad: “ya vendrán otros días y otras fiestas donde divertirse sin peligros, pensó”, que él también había sido joven y sabía lo que le gustaban estas cosas a la juventud. “Tampoco será la última vez que la orquesta del maestro Luis Alberti venga a tocar un baile a Santiago”. Pero la excusa casi perfecta que tenía para declinar la inminente invitación, se vio entorpecida por la avería del Buick.

Su disimulada impaciencia no pasó inadvertida ante Papote, que conocía el habitual aplomo y la serenidad de Don Anselmo, tanto en la manera de llevar sus exitosos negocios, como en el trato personal día a día. Después de cerca de media hora, había dado con la avería. No era seria, pero necesitaba otra media hora para repararla. Hacía calor y la espera hizo aparecer la sed; una monedita de 10 centavos en la ranura de la máquina de refrescos, el golpe seco sobre la pieza de goma, y la botella de Pepsi vino en su ayuda. Recordó sus visitas a los Estados Unidos donde siempre bebía Coca-Cola, pero cosa curiosa, los dominicanos preferían el sabor más dulzón de la Pepsi.

La llegada de Hermenegildo Blanco fue ruidosa, como casi siempre, haciendo sonar el claxon de su Oldsmobile 88 negro; su ascenso reciente, desde secretario del gobernador, a ser nombrado diputado por la provincia se le notaba: placa oficial, chófer y un revólver 38 al cinto, aunque disimulado por el saco de su nuevo traje gris. En lo del vestir no había cambiado mucho; las formalidades del nuevo cargo no se prestaban para innovaciones estéticas en el vestir de los caballeros; además tantos años de despachos y oficinas le habían convertido en un hombre sin porte, de aspecto algo fofo y encorvado, si bien habían afilado su astucia y su capacidad para el cabildeo.

El reciente cambio de sastre le había servido de muy poco. Saludó a Don Anselmo con mucha simpatía, se conocían desde hacía algunos años, habían coincidido en algún acto oficial, así como en el colegio donde estudiaban sus hijas. Olga había sido compañera de una de ellas. Hermenegildo estaba casi siempre dispuesto a conversar, y después de saludar a Papote y a uno de sus empleados, a quién conocía, le preguntó a Don Anselmo por su familia; antes de que éste respondiera del todo le preguntó por la fiesta del día siguiente.

–Espero verte por allí; imagino que Olga no faltará, toda la juventud está muy animada, los trofeos a los ganadores del campeonato de Volley-Ball los entregará el general en persona –dijo con entusiasmo.

–Pues me parece que no podremos asistir –contestó Ansel.

La incomodidad de la situación de Don Anselmo no pasó desapercibida para Papote; sabía de la situación de su hermano, que vivía en los Estados Unidos desde hacía muchos años, y que no visitaba el país a pesar de que dinero no le faltaba. Abogado y escritor, había rechazado dos veces un cargo en el gobierno, lo que lo hacía un desafecto, tanto a él como a su familia. Por otra parte, su mejor amigo en la universidad también vivía exiliado, y se decía que era un ferviente comunista. Los años le habían enseñado a distinguir esa sutil línea de conducta que te permitía vivir sin complicarte la vida con el gobierno; así que antes de que la situación fuera más comprometida y siendo ambos sus clientes, aprovechó la confianza que tenía con ambos para hacerle una propuesta a Hermenegildo.

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