ALBERT LONDRES nació en 1884 en Vichy, y comenzó su carrera como periodista en los años previos a la Primera Guerra Mundial. Así, se convirtió en corresponsal de guerra hasta el fin de los combates. Luego continuó viajando por el mundo y cubrió múltiples acontecimientos de la historia del siglo XX. Londres es considerado uno de los máximos precursores franceses del periodismo de investigación. Murió el 16 de mayo de 1932 en el incendio barco Philippar.
I. Donde descubro el camino de Buenos Aires
Y me senté en la terraza del Batifol.
Batifol es un bar en el arrabal de Saint-Denis. De no haber tenido cita, podría haberme instalado en cualquier otro bar del barrio, y hubiera sigo igualmente útil para mis intereses.
Pero estaba esperando a Jacquot. Jacquot es el hermano de Nono. Me los había presentado Armand.
Jacquot, Nono y Armand son hombres del Milieu.
Jacquot apareció. Llevaba un cuello duro:
—¿No le molesta que crucemos la calle? Tengo que echar un vistazo en el Modelan.
Se trataba de un baile popular atendido por unos auverneses. Jacquot quería ver si su mujer se daba el lujo de bailar en vez de trabajar en los bulevares.
Entramos al Madelon.
«Barra» desde la puerta. Mesas en el medio. Pista de baile al fondo. La mujer de Jacquot estaba sentada a una mesa, sola. Acababan de servirle una bebida rosada llamada «diabolo». Se disponía a bailar.
Jacquot se acercó y, de lejos, le gritó:
—¿Y? ¿Qué esperamos?
La chica se dio vuelta. Era rubia y algo frágil. Se puso de pie y, con una sonrisita, le dijo a Jacquot:
—Acabo de sentarme.
No volvió a tomar asiento. No bebió su diabolo. Se fue, lejos del baile, a cumplir con su deber en los grandes bulevares.
—Tiene una buena mentalidad —me dijo Jacquot—. Es una mujercita de lo más honesta, ¡pero si no la vigilo tarde o temprano se entrega a los placeres!
Nos instalamos en la barra.
Varios caballeros bebían allí sus Vittel-menthe.
Me gustaría saber por qué todos estos caballeros aprecian tanto esa bebida del color del agua verde. Es sólo un detalle.
—¡Un amigo! —anunció Jacquot al presentarme.
Ya iba por mi cuarto Vittel-menthe cuando un apuesto caballero abrió la puerta.
Sin duda acababa de escaparse de la vidriera de algún sastre. Giré a su alrededor en busca del precio del traje. El «evadido» tal vez había caminado demasiado rápido. La etiqueta se le había caído en el camino. Estaba fresco como un lechón.
Su nombre era Riquet, pues al entrar anunció:
—¡Llegó Riquet!
Le estrechamos la mano. Supe que había llegado esa mañana. El viaje había sido bueno. Regresaba con numerosas «bolsas».
—¿Bolsas de qué? —le pregunté a Jacquot.
—¡Una «bolsa» son mil francos!
Riquet había tenido éxito. Venía «de remonta».
No me molesta lucirme un poco. Esta vez no necesito de Jacquot para explicar el término. Sin duda sólo soy un principiante en el Milieu, pero un principiante con ciertas habilidades. Ir «de remonta» significa volver a Francia en busca de mujeres para exportar.
—Y ¿de dónde viene? ¿De Egipto?
—¡Por favor, señor Albert! Egipto ya no vale nada, viene del gran mercado.
—¿De la Villette?
—¡De Buenos Aires!
Salimos del Madelon al séptimo Vittel-menthe.
Eran las cinco; los colegas debían de haber llegado. Nos dirigimos al Batifol.
Ya estaban ahí, de pie, como si el cafetero les pagara para no sentarse. Se paseaban de los billares al mostrador. De vez en cuando iban hasta el umbral de la puerta; rápidamente volvían a entrar. Los escuchaba hablar de «pesos».
—¡Dos mil pesos! ¡Cinco mil pesos! —decían.
Era la moneda argentina.
—Escucha Jacquot —dijo uno de los hombres que estaba de pie—, tengo que decirte un par de cosas. Cuando se tienen relaciones como las tuyas, hay que avisar. Te conozco. Pero fíjate a quién frecuentas.
—¿Quién? ¿René? Se ha portado bien contigo. Estás descuidando a la chica. Él lo sabe. Quiere negociar. Te la compra a cien pesos.
—No discuto el precio. Por lo que vale esa mujer, el dinero era bueno.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Me «provoca». Anda diciendo que la chica valía quinientos pesos, que yo no sabía vestirla, que él iba a prepararla para Buenos Aires.
—Se la vendiste. Es suya. ¡Qué te importa!
—Me importa que me respeten. Para Buenos Aires, ¡una reventada como ésa! La conozco. Yo mismo la «debuté». ¡Pasa más tiempo en la cama que en la vereda! Te digo que no se la lleva a Buenos Aires.
—Y ¿si la lleva?
—Entonces, que sean quinientos pesos, puedes decírselo. ¿Este caballero está contigo? ¿Tomamos un Vittel-menthe?
No pasó nada más hasta las diez de la noche.
A esa hora, yo cerraba la puerta de un taxi frente al número 300 del bulevar de Belleville. Me dirigía a La Tonnelle. Para los que bailan, es un baile popular donde se toca el acordeón. Para mí, era una facultad. Solía frecuentar el lugar para hacer mi aprendizaje, como un estudiante de medicina frecuenta todos los días el hospital.
Mi maestro se llamaba Armand. Ejercía su oficio ahí mismo, en La Tonnelle.
Me introduje en el pasaje. Bajé las escaleras, pues iba al subsuelo. En el rellano, el agente de policía me vio pasar una vez más. El cerebro de ese hombre estaba trabajando por mi culpa. Ya le había comunicado su perplejidad a Armand.
—No se atormente, oficial —le había respondido Armand—. No es nada. Es una especie de loco que no sabe lo que quiere. Le hablo así para calmarlo. Si molesta, yo mismo lo sacaré. No le corresponde a usted, valiente padre de familia, intervenir en esta clase de historias. ¿Una cervecita, oficial?
La Tonnelle: bar oval debajo de la escalera, larga sala con mesas y bancos a los costados, ambos clavados al suelo para que no salgan volando en el vendaval de las peleas. ¡Sólo se ven gorras! Y luego la orquesta, vestida de rosa, que enciende con su música el corazón sombrío de las debutantes que han cenado un café con leche.
—¡Buenas noches, Armand!
Un buen tipo es un buen tipo. Un hombre respetado no siempre es un hombre respetable. Armand es proxeneta. Es así. Es lo que es, pero lo es. Sé lo que hace. Él sabe lo que hago. Confía en mí. Yo confío en él. De hombre a hombre.
—Esos cuatro que ve en la segunda mesa, pues bien: ¡Son como yo!
Cada vez que Armand me presentaba a un colega, decía: «Fulano: ¡como yo!».
—Acaban de llegar de Buenos Aires. Recién sacados del horno, todavía están calentitos. Vayamos a husmearlos.
Me condujo a la mesa.
—Les presento al que ya saben —dijo Armand—. ¡Hagan lugar, queremos sentarnos!
Bebían champán. Tenían el aspecto de comer rosbif a diario y vestían como reyes. Hablaban de Montevideo, de Buenos Aires. Uno de ellos vivía en el barrio de Belgrano.
—¡Es un barrio chic, como Passy!
Los otros dos eran de Palermo.
—¡Es como el barrio de l’Étoile!
Hablaban de Rosario, de Santa Fe, de la Cordillera de los Andes, de Mendoza, en la frontera con Chile.
—¿Dónde está tu mujer?
—Mi mujer está en Buenos Aires; pero tengo una chica en Mendoza y otra en Rosario.
Venía en busca de una cuarta.
—¡Tengo dientes para cuatro tajadas! ¿No ves nada para mí, en tu baile, Armand? ¿Una «vacante» (mujer sin proxeneta) que tenga buena conducta?
Hablaban de cien pesos como sus madres, en el pasado, de un centavo.
Cien pesos: ¡mil quinientos francos!