MIGUEL CANÉ. (Montevideo, 27 de enero de 1851 - Buenos Aires, 5 de septiembre de 1905). Fue un escritor y político argentino, una de las plumas más representativas de la «Generación del '80» de la literatura argentina. Ocupó el cargo de Intendente de la ciudad de Buenos Aires, como también muchos otros cargos públicos: fue embajador, docente universitario y director-encargado de varias oficinas públicas.
Fue hijo de Miguel Toribio Cané Andrade y Eufemia Casares Morales, ambos porteños, y nació en Montevideo en 1851, durante la expatriación de su familia. A los dos años de edad llegó a Buenos Aires con su familia, poco después de la caída de Juan Manuel de Rosas.
Entre 1863 y 1868 cursó su bachillerato en el Colegio Nacional de Buenos Aires (ubicado en lo que actualmente es el paseo histórico de la «Manzana de las Luces»), en la época en que era un internado de varones, durante la dirección del canónigo Eusebio Agüero y como alumno del profesor francés Amadeo Jacques. Las experiencias vividas en este colegio fueron narradas en Juvenilia (1884), el más recordado de sus libros.
Se inició en el periodismo tempranamente en el diario La Tribuna, de sus primos los Varela, y luego en El Nacional, redactado por Domingo Faustino Sarmiento y Vélez Sársfield.
El 27 de septiembre de 1875 se casó con María Sara Belaústegui Cueto, con quien tuvo dos hijos, Miguel Ramón y Sara Cané Belaústegui.
Se graduó de abogado en la Universidad de Buenos Aires en 1878. Fue diputado provincial y nacional, director de Correos y diplomático ante Colombia y Venezuela. Como resultado de estas experiencias fuera del país, escribió En viaje (1884). Fue intendente de la ciudad de Buenos Aires entre 1892 y 1893, ministro de Relaciones Exteriores y del Interior y diplomático argentino en París. En 1898 ocupó una banca en el Senado, donde impulsó, a pedido de la Unión Industrial Argentina, la Ley de Residencia (1902). Falleció en Buenos Aires en 1905.
BIBLIOGRAFÍA
Baudizzone, Luis M. Los conversadores: Miguel Cané, Lucio V. López, Lucio V. Mansilla, Eduardo Wilde. Buenos Aires, Emecé, 1942.
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García Mérou, Martín. Recuerdos literarios. Buenos Aires, Rosso, 1937.
Halperin Dongui, Tulio. El espejo de la historia. Problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires, Sudamericana, 1987.
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Molloy, Sylvia. At Face Value. Autobiographical Writing in Spanish America. Cambridge, Cambridge University Press, 1991.
DE CEPA CRIOLLA
Carlos Narbal pertenecía a una familia de larga data en tierra argentina y a la que no habían faltado las ilustraciones patrióticas de la independencia ni los mártires de las luchas civiles. Su abuelo, el primer Narbal criollo, fue sorprendido a los veinticinco años por la tormenta de 1810. De la tranquila vida colonial, un momento interrumpida por el rechazo de las invasiones inglesas, en el que había tomado una parte honorable como oficial subalterno, se vio pronto envuelto en el torbellino de la revolución, al que le empujaban más sus amistades y vinculaciones con las cabezas calientes de la juventud patricia, que sus inspiraciones propias. Rico, relativamente a la época, hacendado y por lo tanto fanático por don Mariano Moreno, bastó la presencia de su ídolo en la Primera Junta para determinar el partido a que había de afiliarse. Gritó «¡Abajo Cisneros!» el 25 de Mayo, sin ponerse ronco; formó parte de un grupo que arrancaba carteles; aplaudió a Paso; hizo una crítica razonable contra el discurso de recepción de Saavedra, y luego, entrada la noche, como hacía frío y lloviznaba, abrió su paraguas y se fue tranquilamente a su casa, donde contó la jornada a su vieja madre con la misma sencillez con que hubiera narrado una corrida de sortijas. No se daba cuenta de la importancia del movimiento, no tenía ambiciones ni imaginación. Era, pues, un hombre feliz de la colonia, el tipo más completo de la especie que haya vivido sobre la tierra. Una noche, en una sobremesa del café de Mallcos, en que se había apurado más de lo habitual el Valdepeñas y el Jerez, varios de sus amigos declararon la intención de ir a reunirse al ejército del coronel Balcarce, que operaba en el Alto Perú, aprovechando la partida de Castelli, el fugaz Saint-Just de nuestra revolución. No sé cómo vendría la cosa, pero nuestro hombre juró, se arrepintió un poco a la mañana siguiente, se consoló al mediodía, arregló su equipaje a la noche, partió con los compañeros, se unió a Balcarce la víspera de Suipacha, se batió dignamente y se disgustó por completo del oficio el día de la ejecución de Córdoba, Nieto y Paula Sanz. En la primera ocasión regresó a Buenos Aires, habiendo pagado su deuda a la patria, se casó y pronto dos hijos le dieron el corte definitivo del hombre de hogar. El primogénito creció en aquella atmósfera ruidosa y vehemente de la revolución, tan lejos hoy de nosotros, que cada año transcurrido parece un siglo. Los cuentos de los viejos sirvientes de la casa, que todos habían servido, respiraban olor a combates. La nota tosca del heroísmo, la habitud de la idea de lucha se hundía en el cerebro del niño. Luego las guerras civiles, los amargos momentos del año 20, el hogar inquieto, el padre meditabundo, la madre llorosa. Tenía catorce años el día de Ituzaingó y era ya un pequeño patricio, exaltado, entusiasta, sediento de acción, la antítesis del padre, a quien sólo debía la vida, pues su alma era hija directa de la revolución. Cuando abrió los ojos a la luz y con la virilidad llegó la dignidad, vio a su padre consumirse lentamente en la agonía moral de la dictadura, bajo el peso del oprobio y la vergüenza. Rosas imperaba y la juventud se estremecía. Muerto su padre, casada su hermana con un hombre de la situación, que protegía a la madre, logró una noche embarcarse y pasó a Montevideo. La revolución del Sur le contó entre sus soldados; batidos, deshechos, pocos lograron salvar del desastre. Narbal escapó, se unió a Lavalle, luego a Paz y de nuevo se encerró en Montevideo con la ilusión perdida y el alma resuelta. ¡Cuán largos han sido para nuestros padres esos días, esos años de eterna expectativa, en que cada nueva luna traía la noticia de un nuevo desastre, fijos los ojos en la dictadura granítica que del otro lado del Plata se levantaba sombría, desafiando el tiempo y el esfuerzo humano! ¡En el día, la batalla estéril en la que se pierde la vida sin esperanza de que el tiempo fugitivo traiga la libertad; en la noche, el insomnio que causa la conciencia del porvenir perdido y la amargura infinita de la patria deshonrada!
Tarde ya, pasados los treinta años, Narbal unió su suerte a la de la hija de un proscripto como él, dulce criatura que había crecido atónita dentro de un infierno de odios y de sangre. Carlos nació en 1850 y desde ese día la fisonomía de su padre se hizo más oscura aún. El porvenir de su hijo, sin patria desde la cuna, sin fortuna (sus bienes habían sido confiscados por Rosas), le aterraba. Por fin brilló el bendecido movimiento de Caseros. Los que en ese instante grabaron el nombre del Libertador en el alma, no lo olvidaron jamás. Caseros lava la vida entera de Urquiza, como Ituzaingó la de Alvear. No se da libertad a un pueblo ni se salva la independencia de la patria sin que la historia olvide las debilidades humanas y consagre el tipo de los hombres en el momento trágico de su vida.
Narbal volvió a su patria, y al ensanchar sus pulmones, al empezar la vida a los cuarenta años, como si su organismo moral se hubiera renovado, de nuevo al destierro, empujado por muchos de los que había combatido cuando doblaban la cabeza servil bajo Rosas y por la agitación insensata de una juventud ávida de ruido, sin conciencia del pasado y sin visión del porvenir. El golpe fue rudo y la tierra extraña más sola que en los amargos días de la lucha. Una melancolía profunda se apoderó de él, perdió la esperanza que un momento había brillado ante sus ojos, y se extinguió en silencio, en brazos de su fiel compañera, oprimiendo la mano de su hijo.