Lawton John - A Oscuras
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A Oscuras: resumen, descripción y anotación
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A oscuras
Febrero de 1944
1
En el distrito londinense de Stepney, muy poco quedaba de Cardigan Street. Y lo mismo ocurría, en ese aspecto, con Balaclava Street, con Alma Terrace o con el inapropiadamente llamado Waterloo Place.
Los bombardeos aéreos de finales de 1940 habían arrasado toda esta zona. Cuatro calles enteras habían saltado por los aires hasta quedar convertidas en una masa desperdigada de cascotes ondulantes y puntiagudos. En la primavera de 1941, la naturaleza reclamó el sitio que le pertenecía: las zarzamoras y los saúcos se habían adueñado del lugar, las ortigas proyectaban sus raíces amarillas entre los adoquines, y las buddleias y la correhuela asomaban como islas en medio de las ruinas. En 1943, un jardín salvaje cubría la tierra asolada por la guerra.
Era invierno, en los primeros meses de 1944, y unos niños jugaban al infernáculo en las casillas dibujadas con tiza sobre las baldosas azules y rojas de lo que antes fuera el suelo de una cocina.
El chico gordo con el esparadrapo en las gafas era demasiado torpe para que le dejaran jugar y, espectador a la fuerza, permanecía al margen, aburrido con el juego, mirando de vez en cuando el cielo hacia el este.
Últimamente, los bombarderos volvían a llegar con mayor asiduidad. Y lo cierto era que los había echado de menos: como cualquier muchacho de su edad, era capaz de distinguir un Dornier de un Heinkel, un Hurricane de un Spitfire. Pero si los bombarderos no hacían acto de presencia, entonces aquello era tan sólo un juego menos en el que participar. Lanzó una ojeada al bajo muro de ladrillos negros que separaba lo que antes fuera Alma Terrace de lo que fue Cardigan Street. Un perro de raza cruzada había saltado el muro, apretando algo alargado y flexible entre los dientes. El muchacho gordo observó cómo el animal empezaba un vigoroso trote en torno a la zona bombardeada, interrumpiendo con giros su alocada carrera por el suelo de baldosas, encima de los muros, a través de los fragmentarios restos de las ventanas, entrando y saliendo de las habitaciones abiertas, enarbolando de vez en cuando su trofeo y sacudiendo su enmarañada capa marrón en un éxtasis de placer. – ¿Habéis visto a ese perro? – preguntó el chico gordo a sus amigos.
Éstos no le hicieron caso, ahogando con sus gritos las palabras del muchacho. El perro no se paraba siquiera para mear. La carrera circular parecía hacerse más pequeña, como si confluyera hacia un núcleo desconocido. Había una táctica en su locura. – ¡Lleva algo en la boca!
Los otros, una vez más, no le hicieron caso. El perro se contoneó, sacudió la pelambrera y, cuando el chico gordo se volvió para seguir su círculo decreciente, el perro le rodeó con un viraje rápido y dejó caer a sus pies el precioso regalo. El chico gordo se lo quedó mirando, ansioso por creer en aquello que veía por vez primera con suficiente claridad. El peludo animal le había entregado el harapiento muñón de un brazo perteneciente a un ser humano.
2
Troy detuvo el coche bajo las vías del ferrocarril en Ludgate Hill. Estaba oscuro como boca de lobo y hacía un frío de mil demonios. La reciente cicatriz en el brazo le dolía, tenía los dedos entumecidos y notaba la nariz a punto de chorrear. Empezaba a desear haber hecho el viaje con la luz del día, pero había algo en el Londres de los apagones que tenía un indefinible atractivo para él.
En una ocasión había intentado explicar a sus colegas por qué le gustaba trabajar de noche.
–Es como andar sobre el agua -había dicho, al ver que nadie le contradecía-. Imagino que debe de ser algo jungiano… Siento como si me permitiera internarme en el inconsciente colectivo de la ciudad.
Se oyeron algunas risas. Nadie entendió la blasfemia del primer comentario de Troy, que resultaba risible con sus polisílabos. Si no andaba con cuidado, su afición por la noche le llevaría a convertirse en un viejo guarro.
–O peor todavía -dijeron-, en un completo adicto a la sangre.
Allí afuera, bajo el vasto y asfixiante hálito de la noche, pero no solo. El fogonazo de luz que había visto se había transformado sin lugar a dudas en el haz de una linterna. Un vigilante del ARP, el organismo destinado a la prevención de ataques aéreos, le hacía señas con la linterna a medida que se acercaba al coche.
Troy bajó el cristal de la ventanilla y aguardó el sermón habitual.
–No puede usted seguir. La catedral ha salido ilesa por los pelos… Tendría que haber doblado por Ludgate Circus. Sin levantar el tono de voz, Troy preguntó: -¿Está bloqueada la calle? Necesito pasar.
–Eso mismo dicen todos. – El vigilante hizo una pausa, y Troy pensó que de un momento a otro saldría por su boca la inevitable pregunta-: ¿De veras necesita hacer ese trayecto?
Troy estaba convencido de ello: el día menos pensado, semejante aforismo le empujaría hacia la violencia.
–Soy policía. De Scotland Yard. Me dirijo a la comisaría de Stepney. – ¿Puede enseñarme su documento de identificación?
Troy había permanecido sentado dentro del coche, con la tarjeta a punto. Levantó del regazo la mano izquierda y sostuvo la cartulina bajo el haz de luz de la linterna. El vigilante le miró la cara, luego la tarjeta, y de nuevo a él.
–A su edad, yo ya estaba en las trincheras.
Troy miró al hombre a la cara. A pesar de que se hallaba casi por completo en la sombra, su edad era bastante evidente. El bigote recortado, la pronunciación ortodoxa, las articulaciones chasqueantes, todo sugería a un hombre en la cincuentena: una generación a la que Troy había llegado a aborrecer por su constante justificación de lo que habían hecho en la guerra, por su fervor patriotero de que sus hijos también arriesgaran la vida en otra guerra con los alemanes…, una generación de zánganos de salita de estar, de ingenuos devotos de la Liga de las Naciones, de guardagujas que se dedican a la cría de gallinas. Hacía tiempo que Troy había dejado de ver a los del ARP y a los voluntarios de la Guardia Local como otra cosa que no fuera un fastidio patriótico.
–Soy policía. Pienso que eso lo dice todo.
En su interior, Troy se dio un coscorrón. ¿Por qué había caído en aquella provocación? – ¡Ahí afuera hay una guerra, hijito!
«No», pensó Troy, mientras presionaba el arranque automático y, con una sacudida, iniciaba la marcha atrás con el viejo Bullnose Morris. La guerra estaba allí mismo… La guerra, como la caridad, empezaba por uno mismo. Giró hacia el sur por Ludgate Circus y siguió sin prisas por New Bridge Street. Ocho años como policía, cinco de los cuales dedicados casi en exclusiva a casos de asesinato, le habían llevado a definir todas las relaciones humanas en términos de conflicto. Los cráteres de Blackfriars y Puddledock bostezaron a su derecha. Allí, en el 38, una mujer había atravesado con una aguja de hacer media el ojo del marido infiel. Más adelante pasó por Upper Thames Street y las arcadas bombardeadas de la estación de Cannon Street. En el 41, al regresar a casa, un sargento mayor de infantería descuartizó con la bayoneta a una esposa aparentemente descarriada. En apariencia, si bien no en la realidad… Troy había enviado a la horca a un asesino arrepentido de haber matado a una mujer intachable.
Casos así no requerían solución: los asesinos no abandonaban la escena del crimen, y si lo hacían era para acudir al cabo de pocos días a la comisaría de policía con el fin de confesar. Hacia el sur, más allá de la Torre, la noche se abrió por encima de Bermondsey con el estrépito de una bomba, y la imponente llamarada se elevó brillante y luciferina en medio de un cielo sin estrellas. Allí, o muy cerca de allí, durante los calurosos veranos de entreguerras, los londinenses se habían bañado y remado en las aguas saladas de las mareas del Támesis, lo mismo que en la playa artificial excavada entre los recodos del río, justo al lado del puente de la Torre de Londres. En el año 39, durante las últimas horas de paz, allí mismo se había ahogado un muchacho de ocho años, empujado bajo el agua por su hermana de once. Con paciencia, Troy había conseguido arrancarle la confesión delante de unos padres incrédulos, y soportando enfurecido un interrogatorio a fondo en el estrado de los testigos. La lista podría ser interminable… Hacía tan sólo tres semanas, en Uxbridge, un hombre había despedazado con un hacha al amante de su mujer y había atacado a Troy cuando se disponía a detenerle, provocándole un profundo corte en el brazo. El coche rechinó al meter la tercera para dar la vuelta en lo alto de Tower Hill, y de nuevo una serie de bombas desgarraron la noche por encima de Bermondsey.
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