ÍNDICE
PORTADA
SINOPSIS
PORTADILLA
DEDICATORIA
CITA
EPÍLOGO
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 1
PRÓLOGO
ES SOLO EL COMIENZO
AGRADECIMIENTOS
CRÉDITOS
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SINOPSIS
Esta novela reconstruye un gran amor empezando por su final, la historia de una pareja que, como tantas, se enamoró, vivió una ilusión, tuvo hijos y peleó contra todo —contra ellos mismos y contra los elementos: la incertidumbre, la precariedad, los celos—, luchó para no rendirse, y cayó varias veces.
Cuando el amor se acaba, surgen las preguntas: ¿dónde se torció todo?, ¿cómo hemos acabado así? Todo amor es un relato en disputa, y los protagonistas de éste cruzan sus voces, confrontan sus recuerdos, discrepan en las causas, intentan acercarse. Feliz final es una autopsia implacable de sus deseos, expectativas y errores, donde afloran rencores sedimentados, mentiras y desencuentros, pero también muchos momentos felices.
Isaac Rosa aborda en esta novela un tema universal, el amor, desde los muchos condicionantes que hoy lo dificultan: la precariedad y la incertidumbre, la insatisfacción vital, las interferencias del deseo, el imaginario del amor en la ficción…
Porque es posible que el amor, tal y como nos lo contaron, sea un lujo que no siempre podemos permitirnos.
Isaac Rosa
Feliz final
Para Marta
Ya hemos gastado las palabras en la calle, amor mío,
y lo que nos ha quedado no basta
para alejar el frío de cuatro paredes.
EUGÉNIO DE ANDRADE
EPÍLOGO
Nosotros íbamos a envejecer juntos. Lo digo en voz alta por escucharme, y compruebo lo melodramático que suena: nosotros íbamos a envejecer juntos. Lo repito con más fuerza, buscando el eco en el dormitorio vacío, exclamatorio: ¡nosotros íbamos a envejecer juntos! Pruebo a decirlo sonriendo, como un vendedor telefónico: nosotros íbamos a envejecer juntos. Nada. Sigue sonando aparatoso. Ahora engolando la voz, rodilla en tierra, calavera en mano, pausas dramáticas: Nosotros. Íbamos. A envejecer. Juntos. Abro los brazos para llenar pulmones de tenor, la orquesta se eleva, el público se estremece, tintinea la gran lámpara sobre la platea: nosotroooooos íbamos a envejecer juuuntooooooooos. Caigo muerto en el escenario, baja el telón, aplausos, hipidos. Lo tecleo en el teléfono, en varios intentos: Nosotros íbam, y borro. Nosotros íbamos a env, y borro todo. Nosotros íbamos a envejecer juntos. Tras observar unos segundos las palabras, que hasta en la pantalla fosforita resultan grandilocuentes, las borro de nuevo, bloqueo el teléfono, paseo hasta el salón, me siento en el sofá cojo, único mueble que queda en todo el piso. Doy unos botes en el asiento, lo hago taconear en el parqué. Nuevo intento: Nosotros íbamos a envejecer juntos. Leo, releo. Busco en la libreta de contactos, selecciono tu nombre, que sigue siendo el primero, aquel al que llamarían los servicios de emergencia en caso de encontrarme muerto. Una última revisión del texto y por fin hago clic en Enviar. Ahí va. Por el piso vacío mi cuerpo esquiva los muebles que ya no están. En las paredes, el cerco polvoriento dejado por estanterías y armarios, fotografías y carteles que sigo viendo en cada escarpia. Por toda la casa identifico manchas, trazos de rotulador infantil, arañazos en la madera del suelo, huellas negruzcas alrededor de los interruptores, un pomo destrozado a martillazos para abrir una puerta atrancada. Podría fechar y describir cada marca de vida. Te reías de mí cuando las llamaba así: marcas de vida. Fantasmas que desaparecerán bajo la brocha y el estropajo del próximo inquilino. En el dormitorio, por ejemplo, sobre el rectángulo descolorido que dejó el cabecero, a la derecha pueden ustedes contemplar una enigmática cara de Bélmez: el sello dejado por una década de tus pies apoyados en la pared, cuando al acostarte ponías las piernas en alto unos minutos para mejorar la circulación. En el marco de una puerta, la escala de las niñas al crecer. La recorro con los dedos como un piano, acaricio cada muesca y leo la fecha y las iniciales. Las acaricio y leo, aunque al hacerlo no puedo dejar de pensar que es un fácil cliché sentimental del que siempre me he burlado, pero ahora mismo no se me ocurre otra forma de subrayar la tristeza, rozando con emoción un marco de puerta pintarrajeado. Porque aunque no te lo creas, aunque haya empezado haciendo el payaso en el dormitorio vacío, estoy triste. Y algo más que triste. Por eso te he enviado el mensaje, por eso me sobresalto cuando oigo la campanilla que avisa de tu respuesta, que leo con impaciencia aunque me temo que llega tarde, muy tarde.
Claro que llega tarde. Me lo podías haber enviado ayer. Estuve pendiente del teléfono hasta el mismo momento de abrir la puerta a los cuatro hombres que vaciaron el piso en pocas horas, con diligencia de termitas. Tenías que haberlos visto. Empaquetaron los libros, colgaron la ropa en armarios de cartón, vaciaron los cajones, moviéndose fantasmales a mi alrededor como si no me vieran. Desmontaron en minutos la litera de las niñas que tanto te costó levantar en su día. Bajaban los tres pisos a la carrera, como ladrones, escalera abajo con colchones, nevera, lavadora. Envolvieron uno a uno platos y vasos, encajaron ollas y fuentes como matrioskas. Enrollaron la alfombra, descolgaron y protegieron láminas y fotos. Qué más. Desatornillaron cada lámpara en el mismo tiempo que tardas en pronunciar esta frase. Apilaron sillas, hicieron rodar la vieja bobina que usábamos como mesa. Cargaron en el ascensor torres de cajas, burlando al portero, que ya sabes que monta bronca. Yo los veía desde la ventana como una película acelerada, charlotescos, mientras cuadraban muebles y cajas en el camión que pensaba demasiado pequeño para acoger una casa entera, trece años de acumulación. Pero todavía les sobró sitio para rescatar del trastero sacos de ropa de invierno, tres bicicletas, la cuna vieja que no sé para qué me llevo. En cinco horas no quedó nada. Bueno, el sofá cojo. Como un vendaval que abre de golpe las ventanas y forma en el salón un remolino donde giran muebles y libros y ropa revoleada antes de desaparecer por la terraza y ascender al cielo. O como una avalancha: tú preferirías la imagen del corrimiento de tierra, la lengua de lodo que desciende lenta la montaña, revienta puertas, arrumba los muebles contra la última pared antes de tumbarla. Cómo nos gustan las metáforas, qué necesidad, qué jodida necesidad siempre de encontrar metáforas catastróficas para todo lo que nos pasa, para una simple mudanza, una separación como tantas separaciones, un amor que se acabó y ya. Después de cinco horas no quedó en el piso más que embalaje roto, tornillos sueltos, un perchero de pared olvidado, el sofá. Y mierda, mucha mierda. No te haces idea de la mierda que se acumula en años pese a la limpieza semanal. Cada mueble retirado destapó extravíos que en su día dimos por perdidos y olvidamos: un pendiente sin pareja, lápices, fichas de juegos, dibujos de las niñas, la llave que nos costó aquella discusión y nos obligó a cambiar la cerradura. Pero también trozos de pan, de galleta, de fruta momificada. Recortes de papel, cucarachas y polillas descompuestas. Y pelusas, abisales pelusas engordadas por varias temporadas de pelo muerto, escamas, uñas, costras de heridas, pellejos al final de cada verano, y que ahora habrá que reponer en otra casa, la casa a la que se dirigió el camión cuando encajaron la última lámpara. Vayan ustedes, que yo voy en seguida, les dije, y subí al piso por última vez. Y en ese momento, mientras recorría las habitaciones vacías, miré el teléfono, por si había un mensaje urgente, al límite, última hora, se suspende la ejecución, aborten la misión, detengan ese camión, esperen, vuelvan a sacar todo y a poner cada cosa en su sitio, falsa alarma. Pero no.