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Miguel Ángel Revilla - Ser feliz no es caro

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Miguel Ángel Revilla Ser feliz no es caro

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SER FELIZ NO ES CARO

A punto de cumplir los setenta y cuatro años, y seriamente tocado en mi salud, aunque con plena lucidez mental, pretendo plasmar en esta obra una amplísima vivencia desde el horizonte de la edad y de mi independencia. Soy consciente de que soy una gota de agua en el océano. Ni en sueños pretendo cambiar el mundo. Mi objetivo es estar en paz con mi conciencia y, quizá, servir para que quienes me lean entiendan parte de lo que está pasando. Me aventuraré por ello a proponer soluciones que harían el mundo más habitable.

También hay espacio en este libro para las anécdotas, más o menos jocosas, que he vivido. Todas ellas con una intencionalidad crítica.

La felicidad absoluta no existe. La vida es una sucesión de alegrías y de penas. Sufrimos enfermedades, la muerte de nuestros seres queridos, situaciones económicas apuradas, pero también momentos de alegría. Podemos acceder a una felicidad relativa, siempre que seamos capaces de conformarnos con cierta calidad de vida y afrontar con actitud positiva los momentos breves o intensos de placidez: disfrutar de los familiares y los amigos, de los paisajes, de las aficiones propias, de una escala de valores que nos haga repudiar la insolidaridad y el abuso de los poderosos, el robo y el pillaje. Claro que cada uno es un mundo.

Yo mantengo desde hace muchos años que hay un componente genético en las actitudes de la gente ante la vida. El origen, el entorno y la educación complementan nuestra personalidad.

Lo de la genética lo descubrí cuando, a partir de los veinticuatro años, comencé a ser cliente habitual del Hospital Universitario Marqués de Valdecilla, por mis problemas con el riñón y con la próstata. Los médicos me preguntaban por la salud y las enfermedades de mis padres. La genética se hereda, puede ser del padre o de la madre, de la abuela o del abuelo. Mi tercera hija es zurda y en mi familia no hay ningún antecedente, pero sí en la familia de mi mujer.

Hace unos meses me operaron de unos pólipos benignos en el colon. El médico me enseñó unas radiografías de mi padre, que murió a los noventa y cuatro años, con las mismas patologías que tengo yo. Mi madre murió muy joven, de cáncer, una enfermedad que también ha sufrido mi hermana Tere y ha superado satisfactoriamente.

Al igual que las enfermedades, se transmite el carácter. En este aspecto también he heredado muchas cosas de mi padre. Esta tesis la mantenía de manera intuitiva hasta que cayó en mis manos un libro en el que colaboraba la doctora Raquel Palomera, titulado Emociones positivas. Sostiene esta doctora que el factor genético influye entre un 40 y un 50 por ciento en la predisposición y las aptitudes positivas o negativas de las personas. El italiano Walter Riso, doctor en Psicología, mantiene que hay que cargar con los genes, ya que ellos determinan parte de tu conducta.

Dicho esto, que es cierto, no podemos caer en el determinismo de llevar consigo o padecer genes poco propicios y no vencerlos. Si los genes son positivos, naturalmente las cosas son más fáciles. ¿Cuántas veces hemos escuchado o pensado al referirnos a alguien que tiene la misma mala leche o es tan buena persona como su padre? También es frecuente oír que alguien se parece a su padre o a su madre para bien y para mal.

Pero hay otros factores que pueden influir de manera muy determinante en nuestro comportamiento, como el lugar de nacimiento y su entorno. Al menos en mi caso.

Como expliqué en mi primer libro, yo nací en el valle más alto de Cantabria, Polaciones. Vivíamos aislados y en unas condiciones de dureza extrema. No pasábamos hambre, pero sí muchas necesidades. Esa etapa de mi niñez me ha marcado. Nunca me ha cabido en la cabeza traicionar esos orígenes.

Allí conocí la auténtica solidaridad y cómo superar las dificultades. Subo a menudo a meditar a un lugar paradisíaco, a un kilómetro de la casa donde nací, llamado la Cruz de Cabezuela. En un día despejado y con viento sur, tan habitual en Cantabria, me siento en un banco de piedra que acompaña a un modesto mirador y puedo ver la ventana del cuartuco de la habitación de mi casa natal, la escuela donde mi madre me enseñó a leer y escribir, la iglesia de la Virgen de la Sierra, donde me bautizaron. A mi derecha, mi piedra mágica, Peña Labra (2.089 metros) y el Pico Tresmares (2.170 metros). A mi izquierda, Peña Sagra (2.100 metros). Simplemente cambiando la postura se divisa Liébana, con sus Picos de Europa (2.700 metros), protegida por las moles de piedra caliza y las cumbres nevadas. Si alguien no conoce este lugar y viene por Cantabria, le recomiendo que no pierda la ocasión de comprobar por qué es uno de los rincones más bonitos del mundo.

Cada vez que voy, allí sentado me siento feliz y pasan por mi memoria, como si fuera una película, mis primeros dieciséis años de vida.

Yo soy una persona muy apegada a los orígenes y a la tierra. Es algo que me ha marcado de manera tremenda. Muchas veces me pregunto si el tesón que he puesto en conseguir ciertas cosas hubiera sido igual de no haber nacido allí. Probablemente, no. Cómo no me va a marcar este lugar que os describo si cuando tenía ocho años viví un episodio con el que aún sueño. Ocurrió a quinientos metros de ese banco de piedra del que os hablo.

LA MATANZA DE TAMA

Tama es una pedanía del municipio de Cillorigo, próximo a Potes, la capital de Liébana. Entre los años 1940 y 1957, toda esa zona estuvo plagada de maquis. Así se denominaba a las personas que, acosadas por el régimen ganador de la Guerra Civil, se echaron al monte y organizaron pequeñas guerrillas que hostigaban a la Guardia Civil y traían en jaque a gobernadores y alcaldes. Poco a poco, con escasos medios y un rechazo creciente de la población civil, fueron cayendo.

Uno de aquellos grupos operaba en las montañas lebaniegas de Cantabria. El 20 de octubre de 1952 quedó reducido a dos personas tras los hechos ocurridos en Tama. Como era frecuente en aquella época, la versión oficial nada tenía que ver con la realidad. Durante años he recabado opiniones de personas que vivieron de cerca aquel episodio. Lo que voy a contar se aproxima mucho a lo que sucedió.

A las afueras de Tama, en una modesta casa de ganaderos, vivía el matrimonio formado por Dominador y Carmen, con dos hijas, Carmina y María Eugenia. Aquel 20 de octubre, tenían alojados en su casa a cuatro guerrilleros: Hermenegildo Campo, natural de un pueblo próximo llamado Tresviso; Joaquín Sánchez Pin, apodado el Andaluz; otro apodado el Chino y Quintiliano Guerrero, también llamado el Tuerto, porque le faltaba un ojo.

Sobre las nueve de la mañana, el sargento jefe de la Comandancia de Potes, acompañado por cuatro guardias civiles, inició registros por las casas hasta llegar a la vivienda de Dominador. Nada más entrar, alguien comenzó a hacer fuego desde una habitación, originando un tiroteo en el que resultaron muertos el sargento, el guerrillero Hermenegildo y una de las hijas del matrimonio, con la que este mantenía una relación sentimental. Los otros tres maquis saltaron por una ventana y fueron perseguidos por los guardias civiles que se encontraban apostados a las afueras de la casa. En aquella persecución resultaron abatidos Joaquín Sánchez y el Chino. Solo logró huir Quintiliano Guerrero, el Tuerto.

Los alrededores de la vivienda donde se produjeron los hechos empezaron a llenarse de guardias civiles. Un somatén (así se llamaba a las personas adictas al régimen que en cada pueblo servían de apoyo y confidencias a las «fuerzas del orden») relató con detalle al escritor Antonio Brever, autor de un libro sobre estos hechos, todo lo que vio.

Llegó a la casa un mando de alta graduación identificado como el comandante Nespral, que sometió a una especie de juicio de guerra al matrimonio, condenándolos a muerte. Eso sí, les ofreció la presencia de un sacerdote para que confesaran, cosa que rechazaron.

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