Eddie Jaku - El hombre más feliz del mundo
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- Libro:El hombre más feliz del mundo
- Autor:
- Editor:Grupo Planeta
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- Año:2021
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El hombre más feliz del mundo: resumen, descripción y anotación
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El hombre más feliz del mundo — leer online gratis el libro completo
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Sinopsis
Eddie Jaku se consideraba alemán antes que judío. Siempre sintió un gran orgullo por su país, hasta que en 1938 fue arrestado por los nazis y trasladado a uno de sus campos de concentración. Aunque su formación como ingeniero le concedió ciertos privilegios, primero en Buchenwald y después en Auschwitz, Eddie sufrió horrores indecibles. Perdió a su familia, a sus amigos, a su país. Durante todos esos años, lo que le mantuvo con vida fue su amigo Kurt y la bondad de la gente.
Como superviviente del Holocausto y para honrar a todos aquellos que no pudieron hacerlo, Eddie se comprometió a sonreír todos los días y a vivir el resto de su vida con gratitud. A sus 100 años de edad, Eddie asegura que se siente el hombre más feliz del mundo. En estas memorias conmovedoras nos cuenta la historia de su supervivencia y de cómo, gracias a su optimismo, logró superar los mayores horrores y transformar el dolor en esperanza.
Un relato exquisito y conmovedor de una vida extraordinaria.
El hombre más feliz del mundo
Eddie Jaku
Traducción de María del Mar López Gil
Para las futuras generaciones
No camines detrás de mí, puede que no te guíe.
No camines delante de mí, puede que no te siga.
Camina a mi lado y bríndame tu amistad.
Anónimo
PRÓLOGO
M I QUERIDO NUEVO AMIGO:
He vivido un siglo y sé lo que significa ver al diablo cara a cara. He sido testigo de los actos más execrables del género humano, de los horrores de los campos de exterminio, del empeño de los nazis por exterminar a todo mi pueblo.
Pero ahora me considero el hombre más feliz del mundo.
Durante mi larga existencia he aprendido esto: la vida puede ser hermosa si haces que lo sea.
Voy a contarte mi historia. Tiene partes tristes, de gran amargura y sufrimiento, pero en definitiva es una historia feliz porque la felicidad es una elección que depende de ti. Y voy a mostrártelo.
Hay muchas cosas más valiosas que el dinero
N ACÍ EN 1920 EN UNA CIUDAD LLAMADA L EIPZIG, en el este de Alemania. Me bautizaron como Abraham Salomon Jakubowicz, pero entre mis amigos era conocido con el diminutivo de Adi. En inglés, este nombre se pronuncia igual que Eddie, así que, por favor, llámame Eddie, amigo mío.
Éramos una familia muy unida, una gran familia. Mi padre, Isidore, tenía cuatro hermanos y tres hermanas, y mi madre, Lina, doce hermanos. ¡Figúrate la fortaleza de mi abuela para criar a semejante prole! En la Primera Guerra Mundial perdió a un hijo, un judío que sacrificó su vida por Alemania, y también a su esposo, mi abuelo, un capellán del ejército que jamás regresó de la contienda.
Mi padre, un inmigrante procedente de una ciudad que hoy forma parte de Polonia afincado en Alemania, se sentía sumamente orgulloso de ser ciudadano alemán. Dejó su trabajo de aprendiz de ingeniería mecánica de precisión en su país para trabajar en la fábrica de máquinas de escribir Remington. Como hablaba alemán con fluidez, lo contrataron en un buque mercante alemán y se marchó a América.
Allí destacó en su oficio, pero añoraba a su familia y decidió embarcarse de nuevo en otro buque mercante alemán rumbo a Europa para ir a verla; su llegada coincidió precisamente con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Como viajaba con pasaporte extranjero, los alemanes lo recluyeron por ser un extranjero ilegal. Sin embargo, dado que era un hábil mecánico, el Gobierno alemán lo liberó de su internamiento y le permitió trabajar en una fábrica de armamento pesado en Leipzig. En aquella época se enamoró de mi madre, Lina, y de Alemania, donde permaneció al acabar la guerra. Abrió una fábrica en Leipzig, se casó con mi madre y no tardé en venir al mundo. Al cabo de dos años nació mi hermana pequeña, a la que llamamos con el diminutivo de Henni.
Nada podía menoscabar el patriotismo y orgullo que mi padre sentía por Alemania. Nos considerábamos primero alemanes, después alemanes y, por último, judíos. Nuestra religión no revestía tanta importancia para nosotros como el hecho de ser buenos ciudadanos en nuestra querida Leipzig. Aunque celebrábamos los rituales y festividades judíos, reservábamos nuestra lealtad y amor a Alemania. Estaba orgulloso de ser oriundo de Leipzig, un foco artístico y cultural desde hacía ochocientos años, una ciudad con una de las orquestas sinfónicas más antiguas del mundo y fuente de inspiración de los músicos Johann Sebastian Bach, Clara Schummann y Felix Mendelssohn, de escritores, poetas y filósofos, como Goethe, Liebniz y Nietzsche, entre muchos otros.
Durante siglos los judíos habían constituido una parte fundamental del tejido social de Leipzig. Desde la Edad Media, el mercado se celebraba los viernes en vez de los sábados para que pudieran acudir los comerciantes judíos, pues se nos prohíbe trabajar el sábado, el sabbat judío. Destacados ciudadanos y filántropos judíos contribuyeron al bien común, así como al de la comunidad judía, y supervisaron la construcción de algunas de las sinagogas más bonitas de Europa. La armonía estaba presente en nuestras vidas, y era una vida muy buena para un niño. A escasos cinco minutos a pie de mi casa teníamos los jardines del zoo, famoso en todo el mundo por sus animales y por la cría en cautividad de más leones que en cualquier otro lugar. ¿Te imaginas lo emocionante que eso era para un niño pequeño?
Dos veces al año se organizaban enormes ferias comerciales, como, precisamente, las que habían hecho de Leipzig una de las ciudades más refinadas y ricas de Europa, y mi padre siempre me llevaba a ellas. El emplazamiento de Leipzig y su importancia como ciudad comercial la convirtieron en una plataforma para la difusión de nuevas tecnologías e ideas. Su universidad, la segunda más antigua de Alemania, se fundó en 1409. El primer diario del mundo comenzó a publicarse en Leipzig en 1650. Una ciudad de libros, de música y de ópera. De pequeño, yo estaba convencido de que formaba parte de la sociedad más progresista, culta y avanzada —desde luego la más erudita— del mundo entero. ¡Qué equivocado estaba!
Acudíamos a la sinagoga con frecuencia, aunque yo personalmente no era muy religioso. Seguíamos las reglas de la cocina y la dieta kosher por mi madre, que quería respetar lo más posible los preceptos de la tradición para complacer a su madre, mi abuela, que vivía con nosotros y era muy devota. Todos los viernes por la noche nos reuníamos para la cena del
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