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Smith_ Stephen - En la frontera

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Smith_ Stephen En la frontera

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Tenía catorce años cuando me convertí en un adicto a las anfetaminas. Las drogas me condujeron a una extraña vida delictiva y excéntrica. Cuando los efectos de la adicció se agravaron, pasé de ser un play boy a vivir en los albergues sociales, y terminé solo en las calles como los alcohólicos.

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Tenía catorce años cuando me convertí en un adicto a las anfetaminas. Las drogas me condujeron a una extraña vida delictiva y excéntrica. Cuando los efectos de la adicción se agravaron, pasé de ser un play boy a vivir en los albergues sociales, y terminé solo en las calles como los alcohólicos.

STEPHEN SMITH
En la frontera
Traducción de Belén López Colino
Libsa
Sinopsis
Tenía catorce años cuando me convertí en un adicto a las anfetaminas. Las drogas me condujeron a una extraña vida delictiva y excéntrica. Cuando los efectos de la adicción se agravaron, pasé de ser un play boy a vivir en los albergues sociales, y terminé solo en las calles como los alcohólicos.
Título Original: Addict
Traductor: López Colino, Belén
Autor: Smith, Stephen
©1995, Libsa
ISBN: 9788482384153
Generado con: QualityEbook v0.84
Stephen Smith
En la frontera
T ÍTULO original: Addict
Traducción: Belén López Colino
© Stephen Smith
© 1999, Editorial ÁGATA San Rafael, 4.
28108 Alcobendas, Madrid Tel. (91) 657 25 80 Fax (91) 657 25 83 e-mail: libsa@libsa.redestb.es
ISBN: 84-8238-415-5
Depósito Legal: M. 8.589-1999
Derechos exclusivos de edición para todos los países de habla española.
ÁGATA es una marca registrada propiedad de Editorial LIBSA, S.A.
Impreso en España/ Printed in Spain
Dedico este libro a mis hijas, que me dieron la fuerza
para seguir viviendo. También se lo dedico a mi querido amigo Michael Watson, sin cuyas terapias de hipnosis este libro no hubiera podido publicarse jamás.
Introducción
UN NIÑO CAMINO DE LA ADICCIÓN
T ENÍA catorce años cuando me convertí en un adicto a las anfetaminas y durante veinticinco, llegué a tomar hasta cien pastillas diarias. Las drogas me condujeron a una extraña vida delictiva y excéntrica. Cuando los efectos de la adicción se agravaron, pasé de ser un playboy, propietario de lujosas casas y de caros caballos, a vivir en los albergues sociales del Ejército de Salvación, y terminé solo en las calles, como los alcohólicos. ¿Por qué me ocurrió todo esto? Hoy, cuando miro a los jóvenes, me pregunto si algunos tendrán que realizar un viaje tan infernal como el vivido por mí. ¿Por qué están destinados a sufrir una trayectoria como la mía, con todos los ingredientes de una película de terror? ¿Qué es lo que distingue a estos chicos del resto, de los muchachos normales? Quizá mi historia tenga las respuestas.
Crecí justo después de la guerra en Winchmore Hill, un aburrido barrio londinense de clase media donde nunca ocurría nada. Todas sus calles eran parecidas, con hileras e hileras de casas adosadas.
Papá y mamá se conocieron en un autobús, e inmediatamente se enamoraron. Procedían de familias con una educación totalmente diferente. Mi padre era judío y desafió las convicciones ortodoxas de sus padres para casarse con mamá, una cristiana de familia obrera. Celebraron dos bodas: la primera, en la iglesia, para los familiares de ella; al día siguiente la segunda, en una sinagoga, para los parientes judíos de él. Ninguna de las dos familias asistió a la celebración de la otra parte. Quizá ni siquiera sabían de la existencia de otra ceremonia. Mi madre, además, tuvo que convertirse al judaísmo para poder casarse en una sinagoga.
Mis padres tenían treinta y cuatro años cuando nací. Mi hermana Annette era cinco años mayor que yo, una niña preciosa de cabello negro y rizado que acababa de empezar el colegio. En 1945, mi padre abrió una sastrería que comenzó a prosperar enseguida. La guerra había terminado y los soldados que regresaban cambiaban los cupones del gobierno por trajes. Papá hizo mucho dinero por aquel entonces y así, nos convertimos en la familia más rica de nuestra calle. Era la época de las cartillas de racionamiento pero en nuestra mesa siempre había comida suficiente procedente del mercado negro. Fuimos los primeros de toda la calle en adquirir un coche y todos los veranos nos acoplábamos en él como podíamos y nos marchábamos al sur de Francia. Durante las dos semanas que pasábamos allí, mi padre se dedicaba a jugar sin parar en los casinos, dejándonos en la playa todo el día.
Mi madre era una mujer sumamente atractiva, delgada y rubia estilo Marilyn Monroe. Como se había criado en la pobreza, le apasionó la recién llegada prosperidad de mi padre. Era una persona afectada a quien le gustaba mostrarse públicamente con sus lujosos vestidos, sobre todo ante sus hermanas de clase obrera.
Mi padre era un hombre apuesto. Tenía el pelo oscuro y se lo peinaba hacia atrás con raya al medio. Le recuerdo siempre con traje, incluso cuando estaba en casa. Solía fumar un cigarro tras otro. Engordó mucho, pero al ser una persona alta presentaba un físico imponente, no como el anciano Marión Brando. Papá amplió la casa, mandó construir un garaje, dos habitaciones más y una enorme cocina, transformando nuestra casita adosada en una pequeña mansión. Hizo tapiar el jardín trasero de la casa con un alto muro de ladrillo y pavimentar completamente la entrada principal, lo que hacía que nuestro jardín fuera totalmente diferente a los de nuestros vecinos, donde crecían rosas y jazmines alrededor de sus esmerados céspedes. Sin flores, nuestro jardín no veía el paso de las estaciones. Los hierbajos y el hormigón tenían siempre el mismo aspecto. Al igual que el jardín, como familia éramos diferentes, extraños en aquella calle.
Papá nunca nos maltrató pero era el jefe en casa. En cuanto a mamá, debía asegurarse de tenerle siempre preparadas sus comidas de tres platos, y sin que tuviera que esperar. Como pareja, mis padres no se prodigaban mucho cariño, su relación se basaba más bien en un trato comercial según el cual mamá cocinaba y papá financiaba el opulento estilo de vida. El capital de la familia aumentó y papá se convirtió en un jugador compulsivo; mamá se sentía más que feliz de poder ir con él a los elegantes clubes donde alternaba con las esposas de otros jugadores. Mi hermana y yo teníamos materialmente de todo; sin embargo no recibíamos ni amor ni cariño. No recuerdo que mis padres nos leyeran cuentos para que nos durmiéramos ni tampoco que jugaran con nosotros. Simplemente no estaban en casa, siempre andaban fuera, alternando; mientras tanto, a nosotros nos dejaban al cuidado de una serie de niñeras internas. La única noche que no salían era la de los miércoles, cuando la velada de cartas se celebraba en nuestra casa. Para la ocasión se sacaba una mesa cubierta con un tapete verde y se servían pasteles exquisitos a los jugadores invitados. A los niños no nos dejaban tocar y mucho menos, comer.
Poco antes de nacer yo, mis padres habían contratado a una nueva niñera que se llamaba Violet. Era una mujer rechoncha, de unos sesenta años, con el pelo canoso y gafas gruesas. Violet nunca llegó a tener el hijo que tanto había deseado y descargó en mí todo su afecto contenido. Sin embargo, ese cariño jamás llegó a filtrarse en mi hermana, una niña tozuda que no gustaba de ser manipulada por la nueva niñera.
Me convertí en el favorito de Violet. Se pasaba el día hablando y jugando conmigo y siempre se dirigía a mí como «su Stephen». Era cruel con Annette, la regañaba con frecuencia, y por eso no me extraña que mi hermana llegase a odiar a la niñera y al mimado hermanito. Yo dependía tanto de ella emocionalmente que cuando tenía su día libre, lloraba sin parar hasta que Violet me aseguraba que volvería pronto, o que cancelaría su fin de semana de descanso. Para mí, Violet representaba mi madre.
Cuando tenía cuatro años aproximadamente, Violet empezó a leerme Robin Hood todas las noches y al cabo de un tiempo, era incapaz de dormirme sin haberla escuchado. Tanto me fascinó la historia de este forajido que robaba a los ricos para ayudar a los pobres que, ante mi insistencia, Violet se vio obligada a leérmela todos los días y durante los cuatro años siguientes. Más tarde sería yo quien robaría. La única diferencia entre Robin y yo era que yo me quedaba con un porcentaje más alto para mis gastos corrientes.
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