Richard Ford - Comidas, vinos y albergues de España
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- Libro:Comidas, vinos y albergues de España
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1845
- Índice:4 / 5
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Comidas, vinos y albergues de España: resumen, descripción y anotación
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Habiéndonos ya referido —espero que de forma satisfactoria— a los comestibles y bebestibles de España, es natural que ahora dediquemos nuestra atención a esas casas del camino y en los pueblos y ciudades en las que el público hambriento y fatigado podrá procurarse tales bienes, o no podrá, como a veces ocurre en esta tierra de «lo inesperado»; con pocas excepciones, las hospederías peninsulares han sido hace mucho divididas en malas, peores, y las peores de todas. Y como estas últimas siguen siendo las más numerosas y características, las dejaremos para el final. En pocos países el viajero itinerante estará más a menudo de acuerdo con el querido Dr. Johnson, cuando este le dice a su biógrafo Boswell: «Señor, no existe ninguna invención humana que genere tanta felicidad como una buena taberna». España ofrece numerosos argumentos que contradicen el acierto de la reflexión de nuestro moralista y amante de la buena mesa. Los lugares de hospedaje brindan en general mayores ocasiones de solaz a la mente que al cuerpo, e incluso los más recientes y mejores del país resultan mediocres en comparación con aquellos a los que los ingleses están habituados en la patria y con aquellos cuya creación han promovido en las carreteras del Continente más frecuentadas por ellos. Los malos caminos y la incomodidad de las ventas no pueden dejar de ser percibidos por quienes viajan a caballo y sin prisa, ya que están obligados a soportar los unos y alojarse en las otras; mientras que en un tren el pasajero pasa por delante de tales inconveniencias con la rapidez de un cometa, y las cosas que pronto se pierden de vista desaparecen todavía más rápido de la mente; pero que ningún aspirante a escritor sea disuadido de abandonar las buenas carreteras por los tortuosos caminos de la Península. Como Johnson —otra vez— dijo a Boswell, «Existe, señor, una buena parte de España que no ha sido transitada. Yo le haría a usted ir allí; un hombre de sus dotes puede proporcionarnos útiles observaciones sobre aquel país». El que la calidad del hospedaje haya de ser inferior se explica enseguida. De antiguo se combinan la naturaleza y los naturales del país para aislar todavía más a su Península, circundada de antemano por el huraño foso de la mar y el muro de unas montañas casi impasables. La Inquisición, convertida en vigilante y protector centinela contra el forastero y sus peligrosas novedades redujo prácticamente al español a la condición de monje en un convento de clausura. España, así aislada —ni visitantes ni desplazamientos internos—, se ha adaptado exclusivamente a los españoles y apenas ha requerido aquellos servicios que son más propios de las curiosas necesidades de otros europeos y forasteros que aquí ni despiertan simpatía, ni son deseados y en los que ni siquiera piensan unos habitantes que rara vez viajan, como no sea por obligación y nunca por diversión. ¿Por qué, en realidad, habrían de hacerlo, puesto que España es un paraíso y la propia comarca de cada cual es a sus ojos el centro mismo de su gloria?
Cuando el noble y acaudalado visitaba las provincias se alojaba en casa propia o en la de un amigo, del mismo modo que el clero y los monjes eran recibidos en los conventos. El grueso de la familia peninsular, sin la sobrecarga del dinero y el descontento, ha estado siempre y sigue estando acostumbrada a infinitas incomodidades y privaciones, y espera pasarlo peor fuera de casa; sabe perfectamente que la comodidad nunca habita las posadas españolas; como en el Este, no concibe que un viaje pueda estar exento de dificultades, que soporta con resignación oriental, como cosas de España, que siempre han sido así y para las cuales no hay otro remedio que una paciente resignación. La bendición de la ignorancia y el desconocimiento de nada mejor es en todas partes el gran secreto de la ausencia de descontento. Para quienes la vida diaria es una fiesta, todo lo que no está a la altura de sus convencionales expectativas constituye un fracaso, mientras que para aquellos cuyo pan de cada día es amargo y escaso, cuya bebida es el agua, cualquier cosa que esté por encima de una pitanza carcelaria constituye un lujo.
En España ha habido poca demanda del tipo de hospedería introducido en el Continente por nuestros compatriotas nómadas, que llevan consigo el té, las toallas, las alfombras y la civilización. Viajar por mero placer es una invención bastante moderna y, como resulta costosa, es la que más practican los ingleses, que son los que más pueden permitírselo; pero como España queda fuera de sus consuetudinarias rutas, las posadas conservan todavía en gran medida la misma falta de higiene y de comodidades que presentaban en su gran mayoría las del Continente antes de ser remozadas gracias a nuestras sugerencias y a nuestras guineas.
Los alojamientos en la península —especialmente los rurales y de segunda categoría— permanecen mayormente tal como eran en la época de los romanos, y probablemente mucho antes. Incluso los que se encuentran en las cercanías de Madrid resultan tan sencillamente calamitosas como la hostería de Aricia, cerca de la Ciudad Eterna, en tiempos de Horacio. Las posadas españolas situadas a la vera de los caminos secundarios y en las comarcas más alejadas son tales que verdaderamente hacen casi desaconsejable para una dama inglesa aventurarse a afrontarlas, a menos que esté resuelta de antemano a someterse a unas incomodidades de las que nadie que haya viajado en Inglaterra puede formarse la más remota idea: no obstante, han sido y pueden ser soportadas hasta por enfermos y melindrosos. A los jóvenes, y a todo aquel que goce de buena salud, de buen ánimo, de paciencia y del don bendito de la previsión, no le faltarán nunca ni una cena ni un lecho, pues a unos y otros el hambre y la fatiga les darán el entusiasmo para sobreponerse a lo que sea; y afortunadamente para los viajeros, en todo el Continente y particularmente en España, el pan y la sal, como en los tiempos de Horacio, apaciguarán los clamores del estómago del pasajero, y aquel que después de eso se duerma profundamente no será picado por las pulgas: «a quien duerme bien, no le pican las pulgas».
Los placeres de viajar en esta tierra salvaje compensan con creces los inconvenientes triviales que siempre es posible atenuar en buena medida mediante una adecuada preparación mental y material; en las expediciones abundan los incidentes, la aventura y la novedad; cada día y cada noche ofrecen una comedia de la vida real, un medio para comprender íntimamente la naturaleza humana y de acopiar para el futuro una permanente reserva de interesantes remembranzas: se recordará entonces todo lo que hubo de encantador, y lo desagradable, si no olvidado, se verá despojado de acritud, incluso —como cosa que ha formado parte de una batalla— se convertirá en algo placentero en el recuerdo y sobre lo que hablar, y acaso disparatar. Que el viajero no espere descubrir demasiado; si acepta no encontrar nada, rara vez se sentirá decepcionado; de modo que no le busque cinco pies al gato. España, como el Oriente, no es lugar para el disfrute por parte de los demasiado quisquillosos con respecto al bienestar y la comodidad: las personas excesivamente analíticas, que hurgan más de lo debido detrás de las cortinas culinarias y domésticas, no deben esperar pasar aquí una existencia tranquila.
En primer y destacado lugar entre estos refugios para el menesteroso está la fonda, el hotel. Como su nombre implica, es una cosa extranjera, y fue importada de Venecia, que en su tiempo fue la París de Europa, líder de la civilización sensual y sumidero de toda mentira e iniquidad. (Su fondacco, asimismo, sirvió de modelo a la fondack turca). La fonda sólo se encuentra en las grandes ciudades y en los principales puertos de mar, donde la presencia de forasteros crea la demanda y mantiene el establecimiento. Con frecuencia hay anexo un café o botillería, lugar donde se venden licores, con una nevería, donde se expenden helados y tartas. Sólo los hombres, sin sus caballos, son aceptados en la fonda; pero generalmente aparece el dueño de un establo o de una posada menor de la vecindad a quien consignar los animales del viajero. La fonda está aceptablemente provista en cuanto a los artículos corrientes con los que los sobrios y austeros nacionales se contentan: en sus comparaciones, el viajero nunca debe olvidar que España no es Inglaterra, cosa que demasiado pocos son capaces de quitarse de la cabeza. España es España, una perogrullada cuya repetición nunca será excesiva. Y en ser España residen su originalidad, su picante, su novedad, su idiosincracia, su mayor encanto e interés, aunque los españoles no lo sepan y se pasen diariamente —en una pueril imitación de la civilización europea— devaluando sus atracciones y volviéndose corrientes, distintos a ellos mismos y más todavía de sus atractivos y seductores ancestros godos y moros.
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