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Memoriias de una salvaje.

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Unknown Memoriias de una salvaje.
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    Memoriias de una salvaje.
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ÍNDICE
Sinopsis
Dedicatoria
Prólogo
K
QUIÉN MANDA AQUÍ
Octubre
Alicante (España), año 2001
LOS HOMBRES DE HIELO
Enero
LAS PIEZAS
Febrero
La chica del 2008
La chica del 2012
La chica del 2013
Las chicas del 2014
La chica del 2015
NO LLORES AHORA
Abril
GOLPEA, GOLPEA, GOLPEA
La llamada a Emil Batzlaba
Junio
EL FUEGO
Alicante, año 1992
HUNDE ESE CUCHILLO
Bulgaria, año 1990
¿ESTO ES AMOR?
AGOSTO
ALICIA HA CAÍDO
Unos días antes de la visita de Ramsés al club
Marrakech Menara, Marruecos
EL LABERINTO
¡QUE LE CORTEN LA CABEZA!
MEMORIAS DE UNA SALVAJE
Alicante (España), 17 meses después
Alicante (España), año 1997
Nota de la autora
Agradecimientos
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Sinopsis
España. Año 2017. Tras el asesinato de su padre, una chica de diecinueve años es obligada a compaginar sus estudios universitarios con el trabajo en la recepción de un club de alterne clandestino, internándose en una de las mayores organizaciones criminales de Europa. La necesidad de defenderse la llevará hasta el club de boxeo de un joven al que la violencia de género también le ha marcado la vida.
Pronto las luces de neón comenzarán a parpadear dentro de una historia donde nada es lo que parece.
@srtabebi
Memorias de una salvaje
A todas las Katias El lector encontrará aquí un Proceso Una metamorfosis a - photo 8
A todas las Katias
El lector encontrará aquí un Proceso.
Una metamorfosis a fuego lento.
Una partida librada a muerte.
El Proceso —la partida— le llevará hasta la Verdad.
Esa verdad no es otra cosa que quién es usted.
Y quién es usted constituye la respuesta a una, a priori,
simple pregunta: ¿Contra qué lucha?
Su padre quería un niño. No sabía que, a menudo, lo que uno desea para sí no coincide en absoluto con lo que el destino necesita para conseguir algo más importante.
—Ahí está mi hijo —decía borracho y con actitud más entusiasta que de costumbre por el vino.
Palmeaba suave y despacio la barriga abultada de su mujer. Lo hacía, sobre todo, en las comidas que preparaban en la casa de campo que poseían en el interior de la provincia, cada sábado. Como para demostrar la existencia pronta de un primogénito. Un hijo que heredaría el negocio. Al que enseñarle a ser como él.
Casi quince años juntos. Los médicos habían reducido a una probabilidad ínfima que su mujer pudiera quedar embarazada, a tenor de una patología prostática que hacía prácticamente inexistente la fertilidad de él. Es por ello por lo que el embarazo había sido el acontecimiento más importante de la vida conyugal. No había dudas de ningún tipo: su mujer le era ciegamente fiel y ese hijo era suyo, su vástago, probablemente la única progenie que podría llegar a tener. Una oportunidad para delegar su poder y extender su legado. Una milagrosa noticia que aumentaba todavía más la megalomanía de aquel hombre, que vio cumplidos sus deseos como si de un dios se tratara, como si en un desafío a duelo contra la naturaleza él hubiera resultado el ganador, una vez más. Corría el verano del año 1997. Él contaba entonces con treinta y seis años, ella con treinta y cuatro. Habían esperado mucho. Demasiado.
—Este será peor que el padre —advertía bobalicón y desafiante presidiendo una larga mesa de madera de ébano colombiana; un regalo de uno de sus socios que ostentaba, inmóvil y oscura, su poder, al igual que lo hacía él desde su persona. Era en esa mesa donde comían la familia y los invitados —unos de tantos, pues la casa de campo siempre se procuraba llenar en esos eventos— el cordero asado con patatas, antes de emborracharse hasta que los dormitorios quedaban todos ocupados de gente alcoholizada que no podía ni andar.
Jacobo era un hombre poderoso, pero inesperadamente fácil de tratar. Mediano de estatura y de complexión gruesa, con una barriga que sobrepasaba sus caros cinturones de marca casi diez centímetros. Barba hirsuta, aunque corta. La piel morena y curtida. Unos brazos fuertes. Callado y serio, hablaba lo justo. Era lo que solía llamarse un hombre de confianza y buen trato. Su labor consistía, básicamente, en intermediar entre traficantes. Y lo hacía estupendamente, porque la gente se fiaba de él. En un mundo como el del narcotráfico, que la gente se fiara de ti significaba dinero. Mucho dinero.
Desde el puerto de Vigo, donde atracaba la cocaína de los colombianos, hasta la Línea de la Concepción, donde llegaba el costo de los marroquíes, si se quería llevar y asegurar la compra de la droga —en su caso, en la costa alicantina— se llamaba a gente como Jacobo. Los hombres como él conseguían los transportadores, los compradores, y organizaban toda la red de distribución del estupefaciente. Algo así como organizadores de eventos en los cuales, en vez de una celebración, el acontecimiento era hacer llegar la sustancia al destino.
Dedicarse a mover el tráfico de drogas no era tarea fácil. Había muchísimas cosas de las que ocuparse. Contrataba a chicos —la mayoría jóvenes y aspirantes al negocio del menudeo— para el viaje. Movían la droga de las ciudades de recepción a la provincia y vigilaban el camino, aunque este solía estar despejado gracias a las mordidas a la policía. Después, una vez distribuida, la mercancía se almacenaba en guarderías. Garajes y naves de «reposo» del género hasta que llegara a su destino final: el traficante y, más tarde, el consumidor. También se negociaba el precio con los camellos que comprarían la droga, intentando conseguir un trato óptimo que atrajera a los más grandes: los que se encontraban por encima de quienes negociaban con Jacobo. No era cuestión baladí. Conllevaba largos viajes —a veces de tres días— y un compromiso real de que cada uno cumpliría su parte, pero a su vez implicaba ciertas ventajas.
La droga no pasaba por sus manos en ningún momento. Las reuniones solían hacerse en los mismos clubs de alterne que tanto beneficio económico proveían al negocio, en restaurantes de carretera o dentro de los coches en aparcamientos públicos.
El narcotráfico era un negocio eminentemente familiar. Se traspasaba generacionalmente de abuelos a nietos y de padres a hijos. Los niños eran familiarizados con los términos, las estrategias, las tretas y el ocultismo que debía seguir a las operaciones y tratos muy pronto. Veían, aprendían y repetían. Como el que tiene un padre que dice «por favor» y «gracias» y se educa en ello, el que tenía padres traficantes aprendía exactamente igual, porque, aunque el ambiente no sea el mismo, un niño es un niño y un padre es un padre. Cosas del negocio, las llamaban. Como que cuando uno llevaba carga encima, un coche sin carga —los llamados «lanzaderas»— debía ir delante para avisar de los controles de la policía en las rotondas, en las entradas y salidas de las ciudades o en autovías para travesías largas dentro de un mismo país. Los teléfonos, siempre a nombre de personas sin hogar o adictas, a cambio de un pico o de algo de dinero, para que quedaran registrados por otra persona. La mercancía, siempre almacenada en lugares ajenos a la vivienda oficial. Garajes a nombre de amantes, donde también se guardaban coches comprados con dinero negro y lanchas de transporte. Todo ello se aprendía desde que uno sabía mirar y oír. Simplemente.
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