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Hernán Brienza - Urquiza, el salvaje

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Hernán Brienza Urquiza, el salvaje
  • Libro:
    Urquiza, el salvaje
  • Autor:
  • Editor:
    Aguilar
  • Genre:
  • Año:
    2017
  • Índice:
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Urquiza, el salvaje: resumen, descripción y anotación

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Luz

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A mis viejos, a mi hermana, como siempre.

A la India, que entró como un malón en mi corazón.

A las víctimas de todas las traiciones.

A los derrotados. A los fusilados. A los héroes olvidados.

A los que, como Urquiza, son víctimas de

sus propias debilidades y sus propios errores.

P RIMERA TRAICIÓN
S EGUNDA TRAICIÓN
T ERCERA TRAICIÓN
Introducción
U N NIÑO PROMETE

El chico frunce el ceño. Está sentado sobre la raíz de un árbol añejo, en el patio de una casa familiar. Sus mayores protestan, se quejan, insultan. Él juega con una corteza de sauce, aparentemente distraído, como si meditara sobre cosas de niños. Su padre y sus tíos, los hombres de la casa, repiten y maldicen un nombre: Justo José de Urquiza.

Las mujeres callan, van y vienen entre la cocina y la mesa improvisada en el fondo de esa casona del villerío conocido como Arroyo de la China. Una de ellas, especialmente bonita, llora una historia de amor traicionada. Se llama Cruz, tiene alrededor de 30 años y en su vientre concibe una niña. Se toma la cara con las manos y pide perdón, una y otra vez. Los hombres la condenan y, al mismo tiempo, buscan una solución al problema. ¿Qué hacer con el padre de esa criatura que se niega a contraer matrimonio para acallar la afrenta que significa un hijo natural para una familia principal como la de esa mujer? ¿Qué hacer con Urquiza?

Justo José ignora lo que ocurre en ese patio. Tiene algo más de 30 años, dos diversiones —el dinero y la política— y una pasión, las mujeres. Posee ya cinco hijos reconocidos, Concepción, hija de Encarnación Díaz, y Teófilo, Diógenes, Waldino y José, todos ellos paridos por Segunda Calvento; se sospecha que Tránsito Molina le ha dado otras tres mujeres, Clodomira, Cándida y Norberta. Pero esta vez es diferente. Cruz, la supuesta seducida y engañada, es una López Jordán.

Pertenece a una de las familias más importantes de la provincia de Entre Ríos, una institución en la región. Llegaron al Arroyo de la China, hoy Concepción del Uruguay, cerca de 1780, cuando la zona era poco más que monte mesopotámico. En ese pequeño pueblo, Tadea Florentina Jordán, se casó con Juan Gregorio Ramírez, paraguayo de nacimiento, tuvieron un hijo, al que llamaron Francisco. A los pocos años, la mujer quedó viuda y contrajo segundas nupcias con José Lorenzo Francisco López, con quien tuvo a José Ricardo. Del mismo vientre nacieron los dos hombres más importantes del federalismo artiguista entrerriano, ambos enemigos declarados del unitarismo porteño de las primeras décadas del siglo XIX: el Supremo “Pancho” Ramírez Jordán y su medio hermano, gobernador de la provincia a mediados de los años veinte.

Justo José ignora lo que ocurre en ese patio. Y allí, entre las sombras de los árboles, en mesas de madera, entre botellas de vino y carnes asadas, se está definiendo su futuro lejano, muy lejano. Cruz llora. José Ricardo bufa. Algunos evalúan el asesinato de Urquiza para borrar la afrenta, otros prefieren dejar las cosas como están. De pronto, el niño se pone de pie. Arroja la rama de sauce al suelo y se acerca a los hombres. Toma entre sus dedos la cruz de plata que lleva atada al cuello y la besa. Mira a uno por uno con sus ojos oscuros y rencorosos y se dice seco, sin pasión, pero con firmeza: “Tía, le juro que yo la vengaré. Y voy a matarlo. Por usted. Le prometo que Urquiza va a morir en mis manos”. Los hombres sonríen. Cruz aleja las manos de su rostro y le hace un cariño sobre la cabeza. El chico refunfuña y repite: “Le juro, tía, le juro”.

Se llama Ricardo López Jordán. Ninguno de sus familiares lo toma en serio. Pero cuarenta años después, por cuestiones absolutamente diferentes pero en su nombre, Urquiza será brutalmente asesinado.

U N HOMBRE MUERE

No pidió que no lo mataran. No imploró por su vida. Desde el instante en que comprendió que iban a matarlo, no emitió un gesto de temor ni de arrepentimiento. No se quejó de su suerte funesta, que intuía, ya, desde hace unos años. Con el inútil rifle ya descargado en su mano, él, que había sido dueño de la vida y el destino de miles de hombres, él, que había matado y mandado a matar a decenas de hombres, él, a quien el derramamiento de sangre le producía una infinita melancolía y la muerte, una profunda tristeza, gritó:

—¡No se mata así a un hombre delante de su familia, canallas!

El sol se escurre entre la arboleda entrerriana. Los cascos de los caballos repican sobre la tierra alfombrada por las hojas amarillas del otoño. Desde el Palacio se divisa la polvareda lejana. Una voz áspera anuncia la llegada de los troperos que habían estado esperando. A un par de centenares de metros, la caballada se detiene. Las figuras de las decenas de jinetes se recortan amenazantes sobre el cielo rojizo con las últimas luces de la tarde. Se producen unos segundos de silencio, de quietud interminable.

Justo José de Urquiza conversa en la galería principal con uno de sus colaboradores, Juan Solano, sobre la jornada de trabajo en la estancia Caseros; en otra de las habitaciones, José Romualdo Baltoré, ministro de la gobernación de Entre Ríos, estudia detenidamente unas cuestiones administrativas. Desde una de las habitaciones se escuchan las risas y las voces de Dolores y Justa, las dos hijas del Capitán General; una de ellas toca el piano, la otra canta. En otro de los cuartos, la dueña de casa, Dolores Costa, conversa con su madre, Micaela Brizuela, su hermana Doraliza y su tía Francisca. Por los dos patios se pasean una decena de hombres: el secretario Julián Medrano, los profesores de piano, Carlos Leist, y de idiomas, Antonio Suárez, el jefe de la guardia, Carlos Anderson, y seis soldados más diez sirvientes. Es una tarde como tantas otras en el bucólico Palacio San José, en pleno corazón del este entrerriano, a pocos kilómetros del río Uruguay.

Nada hace sospechar la tragedia personal y política que está a punto de suceder. Hasta que el jefe de la patrulla invasora lanza con fiereza un grito, inaudible desde las galerías de la casona, pero inconfundible en su intención.

Y, en cuestión de segundos, todo se vuelve vertiginoso. Los jinetes espolean los cuerpos sudorosos de los caballos, que galopan hacia el Palacio en tres formaciones. Una de ellas se abre hacia el cuartel de la guardia de la casona.

El hombre tiene 69 años y es retacón, de pecho generoso, con brazos todavía fuertes, ojos duros y cabeza calva, apenas disimulada por una mata de cabellos desparramados con pericia Aprieta con su mano el marco de la puerta de madera y entorna los ojos. Mira a la tropilla y les dice a sus colaboradores:

—¡Son asesinos! ¡Son asesinos! —repite y concluye—. Vienen a matarme…

El miedo se extiende como un río desbocado. Su mujer y sus hijas salen de las habitaciones gritando, los hombres se mueven rápidamente intentando una defensa que será totalmente inútil. El Palacio se convierte en un hormiguero recién pateado. Los jinetes llegan a las puertas de la casa y los alaridos y sapucais ya son claros gritos de guerra y de venganza:

—¡Muera el traidor de Urquiza!

—¡Viva el general López Jordán!

—¡Muera el Tirano!

El capitán José Mosqueira, uno de los atacantes, se dirige a la puerta posterior del Palacio y reduce en pocos segundos a la mínima guardia que intentó resistirse. Al mismo tiempo, el coronel Simón Luengo, el cabecilla de la partida, arma en mano, franquea la puerta de adelante.

Son las siete y media en punto de la tarde del 11 de abril de 1870.

En pocos segundos, Mosqueira reduce a Anderson e ingresa en el patio posterior de la casa, donde con sus compañeros intercambian disparos con los cuatro o cinco guardias. Al mismo tiempo, en la galería del primer patio, Urquiza, vestido de blanco, el protagonista del drama, entra en la habitación de su mujer y le pide:

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