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Arthur Rimbaud - Cartas abisinias

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Arthur Rimbaud Cartas abisinias

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En verano de 1880 Rimbaud parte de Chipre con destino incierto hacia las - photo 1

En verano de 1880 Rimbaud parte de Chipre con destino incierto hacia las ciudades costeras del Mar Rojo. Desde allí se interna en Etiopía, pasando a vivir largas épocas en Harar. Once años después regresaría a Marsella, en la costa mediterránea de Francia, para morir. Tenía 36 años. Las cartas de esa época de su vida, apenas nos dan atisbos del sufrimiento de una persona que había perdido su lugar en el mundo. Son cartas que cuentan proyectos, casi siempre poco realistas, y el deseo, por encima de todo, de conseguir establecerse como un feliz burgués, una pacífico padre de familia en la lejana y húmeda Francia. Una historia de desarraigo en que el poeta va poco a poco avanzando hacia la soledad en tierra africanas y que no regresa a su patria más que a morir trágica y prematuramente.

Arthur Rimbaud Cartas abisinias ePub r10 Titivillus 291016 Arthur Rimbaud - photo 2

Arthur Rimbaud

Cartas abisinias

ePub r1.0

Titivillus 29.10.16

Arthur Rimbaud, 1972

Edición: Lolo Rico

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Para mantener la leyenda de Rimbaud uno tiene que ignorar estas decisivas - photo 3

«Para mantener la leyenda (de Rimbaud) uno tiene que ignorar estas decisivas cartas. Son sacrílegas como a veces lo es la verdad.»

ALBERT CAMUS

L’Homme Revolté

«¡Rimbaud!, un solo Rimbaud, pero dos veces grande, grande por la poesía y grande por el silencio.»

ALAIN BORER

Rimbaud en Abisinia

Prólogo

De este modo describe J.M. Le Clézio en la primera página de La Cuarentena a Arthur Rimbaud:

Apareció de repente en la sala llena de humo, iluminada por los quinqués. Abrió la puerta, y su silueta se recortó por un momento sobre la noche. Jacques no lo había olvidado nunca. Era tan alto que la cabeza rozaba la chambrana, y tenía el cabello largo e hirsuto, el rostro de tez muy clara y rasgos aniñados, los brazos largos y las manos anchas y el cuerpo embutido en una chaqueta demasiado ceñida, abrochada hasta muy arriba. Llamaba la atención, sobre todo, su aspecto extraviado, sus ojillos malévolos, nublados por la embriaguez. Permaneció inmóvil junto a la puerta, como si vacilara, y luego, mostrando los puños, empezó a proferir insultos y amenazas contra la clientela. Entonces el silencio se adueñó de la sala.

Aquella noche, la atmósfera de la taberna, los gritos, las voces chillonas de los poetas alcohólicos y las chirigotas y blasfemias de los estudiantes de medicina deben de ser particularmente de su agrado. Señala Jaques a un hombre sentado junto a una mesa situada en el otro extremo de la sala, un caballero más bien bajo y algo llenito, un poco calvo, de barba cuidada y que fuma en una larga pipa. «¿Ves? Ése es Paul Verlaine, un gran poeta.» Entonces es cuando la puerta del café se abre con violencia y aparece en el umbral un joven, un muchacho de rostro aniñado. Es alto, tiene una expresión brutal y la mirada nublada por el alcohol. Desde el umbral, profiere insultos, amenazas, provoca a la concurrencia como un luchador de feria mostrando los puños. Dos camareros tratan de echarlo a la calle, pero él los rechaza, la emprende a golpes con ellos. El desvarío enturbia la mirada del muchacho, que se yergue delante de la puerta, sus gritos retumban en el silencio de la sala. Después, el caballero barbudo sentado en el otro extremo del local se pone en pie. Lleva un gabán muy largo y elegante, y luce una chalina de un tamaño desmesurado. Se dirige tranquilamente hacia la puerta, habla con el muchacho. Nadie oye lo que le dice, pero consigue calmarlo. Lo toma del brazo y salen juntos a la oscuridad de la noche. Antes de abandonar el local, el muchacho se vuelve. Tiene el cabello desordenado y un descosido en la sisa de la chaqueta. Examina una vez más a la concurrencia con mirada cerrada, amenazadora. Cuando los dos hombres se alejan, sólo queda la bocanada de aire helado que se expende unos instantes por la sala. «¿Quién es?», pregunta Jacques. «¿Ése? Nadie, sólo un golfo.» Estoy seguro de que mi abuela Suzanne, cuando habló de Rimbaud, utilizó esos términos: un golfo. Pero en múltiples ocasiones me leyó los versos que había escrito ese golfo, una música extraña que no acababa yo de comprender, turbia como la mirada que recorrió la sala de la taberna.

Para hablar de Rimbaud, habrá que partir de 1854 en Charleville, en el seno de una modesta familia de cuatro hijos: Vitalie —fallecida siendo muy joven—, Frédéric, Isabelle y Arthur que quedaron a cargo de su madre cuando el padre, Frédéric Rimbaud, capitán del ejército en la Guarnición de Mézieres que participó en la batalla de Argelia, donde obtuvo la Mención de Honor, los abandonó. Nunca regresó al hogar. Jamás volvieron a verlo ni Rimbaud ni sus hermanos. Sin embargo, la ausencia paterna no impidió que recibieran una educación severa y rígida. En una carta escrita por Madame Rimbaud a Georges Izambard, profesor de su hijo Arthur, tras agradecerle sus atenciones, sus consejos y el tiempo que dedica a su formación fuera de las horas de clase, le pide lo siguiente:

Hay una cosa que no puedo aprobar, por ejemplo la lectura de un libro como el que usted le ha dado hace pocos días, Los Miserables, de V. Hugo. Debe usted saber mejor que yo, señor profesor, que es muy importante tener cuidado al escoger los libros que se ponen ante los ojos de los niños. Pienso que será ciertamente peligroso para Arthur permitirse semejantes lecturas bajo su protección.

Leyendo los primeros poemas de Rimbaud, que escribió a los catorce años aproximadamente y que incluyen sus Versos Latinos, uno no se lo imagina en una pequeña y convencional ciudad de provincias y en un hogar aún más mezquino y tedioso que la ciudad. A este respecto, Rimbaud escribe desde Charleville al profesor Izambard el 25 de agosto de 1870:

¡Señor, usted es feliz, de no vivir en Charleville! La estupidez de mi ciudad natal despunta sobremanera entre las demás villas de la provincia. Sepa usted que sobre este tema no me hago ilusiones.

Cuando uno se pregunta con extrañeza cómo fue posible que alguien pudiera desarrollar su talento en esas condiciones, baraja muchas hipótesis. Una de ellas, que parece insólita pero que sin embargo es bastante real, la expone Pere Gimferrer en Rimbaud y Nosotros. Dice así:

Rimbaud surge de tres coordenadas, de tres fuentes a mi juicio muy claras, que quizá fuera del ambiente estrictamente académico y universitario no sean percibidas por el lector común. El lector común percibe a Rimbaud como una especie de milagro de la naturaleza, como una especie de milagro espontáneo; no lo es en absoluto. Es espontáneo el don, la facilidad para escribir poesía que tiene Rimbaud, o cualquier otro poeta excepcionalmente dotado. Pero Rimbaud no surge de la nada, no es una especie de iluminado aunque escribiera de iluminaciones. Surge de tres lugares, de tres fuentes: la educación que recibió, el ambiente literario de su país y de su tiempo, y la circunstancia de que escribió su obra entre los quince y los veinte años. Es también el fruto de un ambiente literario singular. El ambiente literario y, más particularmente, el ambiente poético en la Francia de la segunda mitad del siglo XIX, y más acentuadamente, en la Francia del último tercio del siglo XIX, es en aquel momento, el ambiente literario —y sobre todo poético— más adelantado e importante del mundo occidental, sin la menor duda.

¿Es consciente Rimbaud de este dato? ¿Anhela irse a París para conocer a los grandes poetas como Verlaine, cuya obra recomienda a su profesor Georges Izambard en una de sus cartas tachándola de «extraña, divertida y adorable»? ¿Es el deseo de alejarse del profundo fastidio que le producen su ciudad y su casa? ¿Es su afán de aventura lo que le empuja a abandonar su hogar e irse a París en una caminata de seis días para reunirse con los combatientes de la Comuna, y enrolarse después en los

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