SERIE DE LOS DOS SIGLOS
Beatriz Sarlo
La patria es el lenguaje, decía Juan José Saer. La patria son también estos libros. Trasmiten la idea de un pasado común. En realidad, varias ideas de patria viven en conflicto o en armonía en sus páginas. Los argentinos nos definimos durante mucho tiempo identificándonos o separándonos del Facundo. Los inmigrantes conocieron la poesía gauchesca casi al llegar, y las citas del Martín Fierro fueron, durante décadas, una suerte de compilado de sabiduría popular, como después, las letras del tango. Martínez Estrada escribió que en Sarmiento y en José Hernández había dos países diferentes y tenía razón. Imposible pensarnos de espaldas a esas escrituras. Se puede afirmarlas o negarlas, pero sería inútil desconocerlas.
En las dos primeras décadas del siglo XX, varias iniciativas editoriales se esforzaron por publicar "bibliotecas argentinas", donde se reunieron aquellos que entonces eran los incuestionables precursores. Después, la escuela, el periodismo, la industria del libro repitieron ese plan inevitable y permanentemente revisado, porque el pasado cambia a medida que el presente introduce sus novedades inesperadas.
Sin embargo, un núcleo de acuerdos sobre los libros permanece. Incluso, para discutirlos o impugnarlos, es necesario tenerlos a mano. En 1960, Eudeba comenzó a publicar la Serie del Siglo y Medio. Aquellos libros, que eran pequeños y blancos, con una ilustración en tapa, se vendieron por centenares de miles, sueltos o agrupados en paquetes de cuatro. Fue la "biblioteca argentina" de varias generaciones. Ciento cincuenta años habían pasado desde la declaración de la independencia y la Argentina ya era un país, algo que muchos de esos libros mostraban como una empresa difícil en política y apasionante en términos culturales.
Acaban de cumplirse doscientos años de la Revolución de Mayo y ese aniversario le da su nombre a esta colección. La Serie de los dos siglos presenta lo mejor y lo que hoy se piensa más representativo de las diversas formas de ser argentino. Son muchos libros y, por fortuna, muy diferentes. La ficción y la poesía le dan una textura imaginativa, realista o crítica a la escritura de la Argentina. El ensayo histórico, social y político la ha observado desde diferentes perspectivas polémicas, a veces tan conflictivas como lo fueron los hechos de estos doscientos años.
La Serie de los dos siglos no es un lugar tranquilo donde los libros descansan, sino un proyecto móvil, donde los libros de ayer y de hoy dialogan con los textos de la crítica contemporánea. Y, sobre todo, vendrán los lectores nuevos, aquellos para quienes esta Serie puede ser la nueva "biblioteca argentina". Esto queda del tiempo transcurrido, que no es irrecuperable porque están estos libros.
PRÓLOGO
Aníbal Jarkowski
En 1982, frente a un cuestionario elaborado por Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano, a la pregunta acerca de cuál sería el lector ideal de su obra, David Viñas respondió: "Ya no sé. Cuando vivía en Buenos Aires -allá- creía tener alguna idea más o menos aproximada (...). Hoy, ahora, qué sé yo. Ni en Dinamarca ni en México. Escribo al voleo. ¿Francamente? Ni lector ni ideal ni obra ni juicio. Ni sería....
Es comprensible que Viñas respondiera así. Desde junio de 1976 se encontraba exiliado; por una carta supo que su hija María Adelaida había sido asesinada y, luego, por un llamado telefónico en medio de la noche, que su hijo Lorenzo Ismael había sufrido el mismo destino; muchos de sus amigos también habían sido desaparecidos, torturados, muertos por la dictadura militar; sus libros tenían restringida o prohibida la circulación en Argentina y necesariamente comenzaron a editarse o reeditarse fuera del país, como ocurrió, por ejemplo, con Cuerpo a cuerpo (1979) o Indios, ejército y fronteras (1982).
A pesar de aquella respuesta enviada desde el exilio, su obra distaba en mucho de ser nada, y notables críticos argentinos de la generación siguiente -María Teresa Gramuglio, Josefina Ludmer, Ricardo Piglia, Nicolás Rosa o los ya mencionados Sarlo y Altamirano, entre otros- se habían formado a la luz de sus ideas y su modo de practicar la lectura como intersección entre la política, la historia y la ficción.
Para ese año de 1982 llevaba publicadas once novelas, cuatro volúmenes de ensayos, cinco obras para teatro; había escrito guiones para el cine y, en la década del cincuenta, fundado y dirigido junto a su hermano Ismael Contorno, revista de repercusiones incalculables en la crítica literaria argentina.
Por ascendencia materna, David Viñas accedió a una tradición rusa, judía y anarquista, mientras que, por la rama paterna, recibió un legado criollo, católico y liberal. Esa doble tradición sería determinante de sus futuras preocupaciones como escritor. Su madre, idealizada en el recuerdo por una muerte temprana, donó rasgos nítidos a varios personajes femeninos y centrales de las ficciones de Viñas; mientras que su padre, vinculado a la Unión Cívica Radical, lo ligó con los accidentes de la trama política argentina, varios de los cuales aparecen también en sus novelas, como es el caso del fusilamiento en Santa Cruz de los obreros de la esquila que se encontraban en conflicto con sus patrones a comienzos de los años veinte, hecho que será representado en la novela más conocida y reeditada de Viñas, Los dueños de la tierra (1958).
Muerta su madre, Viñas y su hermano Ismael fueron bautizados e ingresaron como pupilos a un colegio católico, experiencia feroz en que ambos conocieron la realidad del fascismo y el antisemitismo y que luego, a medias transfigurada, será el soporte temático de Un dios cotidiano (1957).
En los años cincuenta, la editorial Guillermo Kraft había creado la colección "América en la Novela" y hacia 1954 lanzó el Premio Kraft, con vistas a distinguir "la mejor novela argentina" con una recompensa en dinero y publicarla en aquella colección. La segunda edición del concurso se organizó en 1956; en esa ocasión se presentaron ciento veintiún novelas y Un dios cotidiano resultó premiada en medio de curiosas circunstancias.
Por un lado, entre los miembros del jurado se encontraban algunos adversarios estéticos e ideológicos de Viñas. Luis Emilio Soto, por ejemplo, había colaborado en revistas como Proa, Inicial y Sur y en los diarios La Nación y La Prensa, publicaciones, todas ellas, de las que Viñas siempre había tomado una severa distancia. Algo semejante ocurría con Eduardo González Lanuza, cofundador de Prisma y colaborador de Proa y Martín Fierro en los años veinte. Se encontraba también Héctor A. Murena, que había trabajado junto a Viñas en la edición de la revista Las ciento y una, pero con quien pronto terminaría enfrentándose por los modos muy distintos de entender tanto la ficción como la crítica y la historia.
Por otro lado, la decisión del jurado no resultó unánime. Al parecer, Soto y Murena eligieron a la novela de Viñas mientras que los otros jurados y el representante de la editorial la objetaron y, al momento de publicarse, la edición presentaba facetas contradictorias que evidenciaban la falta de unanimidad en el fallo. Mientras en la solapa, previsiblemente, se multiplicaban los elogios hacia "una novela de gran atracción por la complejidad del problema que trata", y en las "Palabras de los editores" que abrían el volumen se hacía el elogio del autor y de su obra, en la portadilla de los ejemplares se fijó la siguiente advertencia: "La publicación de esta novela no significa que algunos conceptos vertidos por el autor sean compartidos por la editorial". Pasados los años, y según el recuerdo del propio Viñas, las objeciones a su novela hacían referencia a ciertas escenas de violencia, acaso particularmente las que representaban algún tipo de violencia sexual.