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La palabra Dios…
… proviene del descubrimiento más cargado de consecuencias de la historia humana: es un artefacto prehistórico, aún hoy incandescente por el fuego en el que fue forjado en la fragua de la experiencia mística. Lo que ahí alumbró las mentes de nuestros antiquísimos antepasados, en el umbral de la humanización, fue la inteligencia de que estamos en una relación personal con el insondable misterio de la vida —del todo, de la realidad—, la evidencia de que podemos invocarlo porque él nos convoca. El significado del «vocar» caracteriza la raíz lingüística de la palabra Dios . No es un nombre, sino que señala nuestra relación con lo carente de nombre; no es la designación de un ser cualquiera, sino que señala el origen, el originario brotar de todos los entes del no-ser al ser. Es, así, una palabra cuya inmensa tarea estriba en señalar el misterio.
«Misterio», en este sentido absoluto, no es un concepto vago, sino que significa aquella realidad profundísima que jamás podremos captar pero sí comprender si nos dejamos capturar y cautivar por ella. Todos sabemos la diferencia entre captar y comprender gracias a nuestra experiencia de la música: no es posible captar conceptualmente su esencia, ni aprehenderla intelectualmente, pero, no obstante, podemos comprenderla en el instante mismo en el que la música nos cautiva. Ser cautivado permite una comprensión, una inmersión, que va mucho más allá de aquel captar que aborda las cosas desde fuera. La vivencia que así hacemos de la música es trasladable al misterio. Precisamente, cuando somos cautivados por la música, a menudo puede cautivarnos el Gran Misterio; pero también cuando tenemos cualquier otra experiencia cautivadora; pues el Gran Misterio es fondo y hondura primigenia de todo lo que experimentamos.
Cuando somos cautivados nos quedamos sin palabras. Bajo la alta bóveda del cielo estrellado, enmudecemos. La naturaleza libre, en toda su magnitud, se nos aparece como algo grandioso. Otra cosa es cuando la vemos a través de la ventana. Se nos aparece entonces familiar y abarcable. A través de los nombres de Dios contemplamos el misterio imponente como a través de ventanas; nos dejaría sin palabras si no. La capacidad de concepción humana determina la forma de estas ventanas y limita su tamaño. Ninguna de ellas puede mostrarlo todo, ninguna muestra exactamente la misma imagen. Ya solo por eso es algo incitante conocer los nombres de Dios de otras tradiciones religiosas. Hoy se añade aún otra razón de peso: con demasiada frecuencia se enfrenta una visión parcial a otra, un nombre al otro… hasta el mutuo derramamiento de sangre.
Para los cristianos podría ser de gran importancia el encuentro lleno de veneración con los nombres de Dios en el islam. Ya el solo hecho de ocuparse de ellos puede significar una disposición al entendimiento. ¿Y qué podría ser hoy más necesario que la disposición al entendimiento? La supervivencia de todos nosotros podría depender de ello.
Siento un inmenso agradecimiento por este libro , ahora que lo tengo en mis manos. Mi amigo Shams Anwari-Alhosseyni, con sus magistrales caligrafías, ha hecho de él un libro más valioso de lo que yo podía imaginar. Quien siga mis meditaciones con el corazón y con el intelecto ahora puede también contemplar con sus ojos el mensaje callado de los signos gráficos. Este volumen ha devenido así, en un doble sentido, un libro de meditación. La alegría de la contemplación contribuye en no escasa medida al diseño atractivo de este libro. Doy por ello las gracias a todos los colaboradores de la editorial Tirolya, en especial al diseñador gráfico, Martin Caldonazzi, como también a mi editor y amigo, Klaus Gasperi, a quien, aparte de sus útiles consejos sobre el texto, debemos también el grafismo que ilustra cada una de las páginas. Agradezco asimismo sus valiosas indicaciones a Maria M. Jaoudi-Smith, Brigitte Kwizda-Gredler, Reinhard Nesper junto con Heidimaria Stauber, Hortense Reintjens-Anwari y Alberto Rizzo junto con Lizzie Testa. El consejo y el ánimo de estos fieles amigos me han servido de apoyo constante en mi trabajo a lo largo de una década.
Este libro de meditaciones está dedicado a aquellas personas, sean cuales fueren sus convicciones religiosas, que se atreven a penetrar, a través de las puertas de los distintos nombres de Dios, en el misterio único sin nombre que nos une.
Hermano David Steindl-Rast, OSB
Hacienda La Güelta de Areco, en Azcuénaga,
La Pampa, Argentina
Ar-Raḥmān
El Compasivo
«Todo es gracia», dice Agustín: todo nos ha sido obsequiado. De esta comprensión brota una fuente de gozosa gratitud y de agradecido gozo. Pero tener realmente la evidencia de que todo, de que verdaderamente todo lo que hay es obsequio, presupone que reconozcamos con gozo que por nuestras propias fuerzas no tenemos nada. Como la tierra en barbecho que ha de esperar a ser arada, rastrillada y sembrada, como un campo que está enteramente a expensas de la lluvia y de la luz del sol, así estoy yo, desde que nací, encomendado a otros y dependo de circunstancias de vida que no controlo en absoluto. Es más, el hecho mismo de que yo exista es un puro obsequio. Puede convertirse para mí en una fuente inagotable de alegrías siempre que, una y otra vez, haga por recordarlo. Por eso nos conmina Matthias Claudius a «cantar a diario»:
Doy gracias a Dios y me regocijo,
como el niño con el presente navideño,
de que ¡soy, soy! Y de que te tengo
a ti, hermoso rostro humano.
De este acto de sopesar lo pobre que soy por mí mismo, crece entonces la alegría por el hecho de que el Compasivo colma la pobreza de quienes reconocen su pobreza con sobreabundante riqueza. Esta evidencia nos pone entonces en disposición, es más, nos hace ansiar obsequiar a otros tomando de la plenitud de lo que nos ha sido obsequiado. Tantas veces como llamamos a Dios el Compasivo y somos conscientes de que todo es gracia y compasión, crece en nosotros el deseo de compadecernos de otros y de obrar compasivamente con todos los que necesitan compasión.
¿Qué es para mí lo más valioso de todo lo que se me ha obsequiado? ¿Qué es lo que, de ello, puedo obsequiar a otros? ¿Acaso no es mi alegría de vivir el obsequio más grande que puedo hacer a todos aquellos con los que me encuentro?
Ar-Raḥīm
El Misericordioso