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Javier Ramirez Viera - La muerte de Lili (Spanish Edition)

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Javier Ramirez Viera La muerte de Lili (Spanish Edition)
  • Libro:
    La muerte de Lili (Spanish Edition)
  • Autor:
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    Escritia.com
  • Genre:
  • Año:
    2013
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La muerte de Lili (Spanish Edition): resumen, descripción y anotación

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LA MUERTE DE LILI

Javier Ramírez Viera


Prólogo

Soy Lili, una intrusa.

A veces pienso que sobro en este mundo. Es decir, que fui concebida para otro propósito que el de mi propia vida. En ello, no sé cuántas personas habrán nacido que puedan decir haber sido concebidas como una medicina. Una vida, planificada para salvar a otra.

Quizá, Papá y Mamá no me concibieron con pasión, sino con un cálculo meditado. Tal vez no fue una noche de trastadas, un San Valentín, un calentón en el coche…

Yo fui otra cosa. Yo fui una idea, una esperanza, un último remedio.

Imagino que la noticia de mi gestación fue recibida con esmero profesional por los médicos que trataban a mi hermana. Los familiares y amigos de mis padres atenderían mi evolución con debates privados, y con la hipocresía de que todo vale cara al gran público.

Soy Lili… y nací para morir, como todo el mundo… aunque, primero, debo salvar una vida.

Primera parte

Niñas


Capítulo primero

Fui maltratada a los dos meses de edad. Supongo que es una medida aproximada, pero ahora me cuentan que, ya desde el camastro, me llevaba mis buenas palizas.

…Mi vida, tan en paz, en un universo nuevo para mis sentidos… y, ¡joder! de repente un tirón de pelo, un manotazo, un pellizco… Insoportable.

Lo peor de todo es que mis padres estaban al tanto de todo. Yo recibía, y ellos apenas apuñalaban el cielo maldiciendo su mala suerte. Incluso los vecinos lo hicieron, que mi llanto pronto se hizo popular en el barrio. Ese llanto rápido, alto y claro, de los niños que son apaleados mientras duermen, en un momento tierno.

Sí, fue la hija de puta de mi hermana Sara la que me apaleaba. Por celos , decían. La niña está celosa . Y, con ese parecer, como idiotas misericordiosos mis padres intentaban razonar con ella con esas palabras llenas de juicio que desoye un psicópata. Y dudo que Sara fuese entonces otra cosa que una niña normal, acaso sobrada de mimos. Supongo que era su instinto natural el que quería borrarme del mapa, como pasa en esos nidos de polluelos que nacen a destiempo y, de ellos, los más mayores van aniquilando a los que más han tardado en romper el cascarón. Culpo más a mis padres que a Sara, porque éstos analizaban el problema, pero no lo resolvían.

¿Saben lo que es recibir un apaleo como tus primeros estímulos? Yo estaba más que confusa, con las caricias y carantoñas de Papá, de las abuelas, de Mamá… y los maltratos de mi hermana Sara. Por eso es normal que aprendiese pronto que a este mundo se viene a sufrir, pero sobretodo que a este mundo se viene a hacer sufrir a los demás. Porque me hice una fiera. Me lo enseñó mi hermana, que me educó más de lo que jamás pudo educarme nadie. Ya se sabe que uno, de lo malo, coge lo peor. Por eso no devolvía besos o carantoñas, sino mamporros. Mis uñas se hicieron rápidamente populares y a más de una mamá cariciosa la crucé la cara de mis garras. Luego los dientes, para mi satisfacción, se convirtieron en dagas mortecinas que elevaban el llanto de otros niños, en el parque, para la vanagloria personal de quien ve que su cuerpo, empezando por las uñas y terminando por los dientes, se va emparejando a lo hijo de puta que es el mundo y va sacando de la naturaleza humana sus armas. De hecho, aún pensaba que me saldrían cuernos con los que cornear, una cola como látigo, veneno en las encías…

Ésa fue mi infancia en el hogar, o en los alrededores de mi hogar.

Mi otra infancia fue la del hospital. Ya conté que había nacido para salvar a mi hermana, a mi maltratadora Sara. Empero, eso no suponía solamente llegar a este mundo y sanar. Yo también debía pasar mi calvario. El hospital y sus jeringas, sus tubitos, sus medicamentos y otros miles de horrores me enseñaron desde temprano que uno puede nacer para querer morir.

…Quizá por eso soy un tanto odiosa. O muy odiosa. Me importa poco mi vida, y me importa muy poco la vida de los demás. Eso lo aprendí entre el afecto, el rencor, las risas, el llanto… y el verme señalada como a una niña de la que hay que sentir lástima porque sufre haber nacido para eso, para sufrir.

—¿Quién es ese señor, Papá? —pregunto.

Mi padre se encoge de hombros. Siempre ha estado ahí, pero mi padre no siempre contesta a todas las preguntas. Por cierto, mi padre siempre se ha dividido más que mi madre. Siempre ha estado más a mi lado…

—No sé, Lili.

El extraño viene. Entra en mi habitación, y parece que se tropieza con una puerta de cristal que no existe. Se sonríe, por metepatas. Su nariz ha quedado torcida, pero no soy capaz de ver que haya tropezado con nada. Es decir, por esa misma puerta entró Papá, y, por entonces, no había nada con lo que golpearse.

Sonríe, de nuevo, y se ajusta la nariz con ambas manos. Entonces se acerca. Está pálido… Me recuerda a los niños que comparten planta conmigo, los que mueren casi a diario.

Tardaría tiempo en entender que es un mimo. Un simpático payaso francés capaz de sonsacarse pajaritas de papel que revolotean toda la habitación. Me saludo a mí, y luego a mi padre. En especial, mi padre tiene esas enormes gafas que parecen televisores. La gente suele verse en ellos antes que ver a mi padre (quizá por eso poca gente lo recuerda). Así, el mimo no duda en peinarse y ponerse guapo en su cara, al uso de las lentes como si fueran espejos.

Me mira… De repente parece que va a vomitar, y saca de su boca un huevo. Un huevo blanco que pone en mis manos.

Miro a mi padre. ¿El intruso se está pasando de la raya, o todo tiene sentido?

…Ahora, el huevo se casca y de él sale un pollito.

—¡Oh, mierda, François! —dice alguien desde la puerta. Es una enfermera. —Animalitos no, joder; ya sabes lo que opina la inspectora de planta.

Y la enfermera entra con aspavientos que el mimo responde con pánico, como si se lo llevase un viento huracanado. La mujer, que de por sí parece un bulldog, tira de él sin esfuerzo, mientras es otro genial truco del animador de niños el que se lo lleva como si se deslizase sobre una pista de hielo. Grita, pero no se le oye. Lo suyo es un mundo completamente mudo, sin sonidos, aunque a veces haga actos donde el ruido tiene su peso.

—¿Ese hombre está loco, Papá? —pregunto.

—No, hija. Es un buen hombre —responde papá. Papá siempre responde cosas más coherentes que las demás personas. Quizá ve el mundo un poco como lo veo yo, desde una perspectiva distinta. Otra persona hubiese dicho que es un payaso, y ya está. Papá va siempre un paso más allá.

—¿Cómo está la calladita hoy? —dice la misma enfermera, regresando. Viene a medir constantes, a pinchar, a comprobar los sueros.

—Ha dormido bien —dice Papá.

—Bueno, me gustaría que me lo dijese ella —refunfuña la enfermera. No es de mala fe. Algunas enfermeras tratan a los pacientes como a niños, o como un pastor debe imponerse ante un rebaño algo descarriado.

—No me he muerto —contesto. La enfermera me mira. —Aún no —redundo.

—Menuda chica… Nena, vas que ni para animar en los funerales.

—¿Qué es un funeral?

—Eso que te lo explique tu padre.

—Papá… ¿qué es un funeral?

—Es la despedida a los que fallecen.

La enfermera nos mira. Sí, parecemos un par de raritos habitando un mundo extraño. De hecho, mi padre ha sido la única persona que no ha probado mis garras. No sé porqué, jamás le he atacado.

—¿Adónde ha llevado el pollito? —pregunto.

—François se va a llevar algún día un buen disgusto. Acabarán despidiéndole.

Y la enfermera se va. Ahora parece que hay más aire en la habitación.

—Hija… Olvida lo de una buena persona —dice Papá. —Le pagan un sueldo

—¿Qué es un sueldo?

—Quiere decir que es simpático porque le pagan.

Sí, a esa persona la pagan para que haga reír, para que sea bonachón. A la enfermera, por ejemplo, sólo le pagan por cuidar enfermos. Por eso es refunfuñona y poco agradable.

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