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Ramirez Viera - La protegida Emily Ent (Spanish Edition)

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Ramirez Viera La protegida Emily Ent (Spanish Edition)
  • Libro:
    La protegida Emily Ent (Spanish Edition)
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    Escritia.com
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    2015
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LA PROTEGIDA EMILY ENT

Javier Ramírez Viera

Escritia.com
JavierRamirezViera.com
Amazon.com y en formato KINDLE

2014, Las Palmas de Gran Canaria, España.
Printed in USA-Impreso en Estados Unidos.

Todos los derechos reservados.

Quedan terminantemente prohibidas, sin la autorización escrita del titular del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos públicos.


Capitulo primero

Señorita Anne Woodmond

Cuando vi por primera vez a Emily Ent, ciertamente no pude creer otra cosa más que era un ser de brumas y misterio. Un animal salvaje, desde luego. Porque tardé en descifrar la penumbra luminosa de sus ojos en la oscuridad, pero ya luego no se me borrarían de la mente jamás.

Por entonces, Emily Ent no era más que una cría de unos ocho años a la que todo el servicio de la casa le tenía pavor. Con el debido respeto a la sobrina de la ama de este hogar londinense, los criados hablaban de ella como podrían hablar de la rata perniciosa y sagaz que les traía en vilo los saqueos de la despensa, o los roídos de la ropa de los armarios, de las cortinas o de los tapices. Si había que subir a la habitación de Emily, las criadas iban de dos en dos. Incluso el señor Applewhite, el jardinero y manitas del hogar, solía escoger con cuidado las herramientas que llevaba consigo en las reparaciones de por la casa y tenerlas siempre a la vista, siempre custodias. Sobretodo cuando tenía que subir a la planta superior, donde las habitaciones y, por supuesto, la alcoba de Emily. Esto era debido a que Emily, en uno de sus ataques de furia, había clavado en el hombro de la anterior institutriz unas tijeras.

“Algo no funciona en su alma”. Eso había oído decir del párroco, en uno de sus análisis. Fue una de las personas con las que me entrevisté antes de aceptar este trabajo. El doctor estaba asimismo en la habitación, y la duquesa de Collingwood.

—Mi sobrina, Emily, no necesita clases de piano —dice la duquesa —Lo que necesita es un milagro.

—El mundo sería diferente si todos hubiésemos recibido clases de piano —dice el doctor. —Mi referida, la señorita Woodmond, no es una institutriz común. Ya lo he explicado. Está aquí porque creo que ella es, más que una atención a Emily, parte intensiva de su terapia social.

—¿Terapia social? —duda el sacerdote. —¿Va a ilustrarnos en sus fórmulas, doctor?

Y el doctor se sonríe, con ironía. Somos cuatro, en esta habitación del té, donde la duquesa hace sus recepciones. Y no creo que, aún con las ventanas abiertas, esta estancia tenga más luz que la habitación de Emily. Hay una lobreguez intrínseca a esta casa, quizá por la pesadumbre que la anida.

Soy Anne Woodmond, institutriz. Y hablan de mí. Empero, no como lo harían de una institutriz cualquiera. El doctor me conoce. El vínculo que nos une fue la fatalidad de la familia Rothtowns:

—Examiné al matrimonio Rothtowns cuando sucedió su tragedia —cuenta. —Los cuerpos estaban completamente calcinados. Se deshacían en mis manos. Si la señorita Woodmond está aquí es porque fue la institutriz de esos dos hijos que dejó huérfanos el matrimonio. Uno de ellos en especial, el pequeño Harry, se encontraba en un estado especialmente sensible porque una travesura suya había sido la causa de que esa vela cayese sobre las cortinas e incendiase la casa. Esos dos críos estaban completamente desahuciados socialmente hasta que la señorita Woodmond se hizo cargo de su educación y, hoy día, el pequeño Harry es un abogado de prestigio, en Manchester, y su hermana, Linda, está satisfactoriamente casada con un potentado de aquí mismo, de Londres. Dígame, señora duquesa, si ésas no son suficientes referencias para confiar a la pequeña Emily a esta magnífica institutriz.

—La señorita Woodmond ha pedido libertad absoluta y ninguna intromisión. ¿Dónde queda entonces el cultivo de la moral? —es la queja del sacerdote.

—¿Duda del juicio que pueda transmitirle a la niña? —es la mía.

—Dudo de las metodologías modernas, señorita —insiste el párroco. —Emily Ent es el germen de un matrimonio no satisfactorio, de un matrimonio liberal. Eso puede llevar consigo un estadio del mal que difícilmente puede reeducarse.

—Si todo estuviera perdido, ninguno de sus sermones sería necesario, ¿no le parece? —me permito decir. Es entonces que doy un respingo, pero solo de “puertas para adentro”. He sido un comentario demasiado informal.

—Emily es la hija de mi peor hermano —dice la duquesa, tras esta incómoda pausa. —Y es un hermano ilegítimo, pero ese triste episodio de mi familia ya lo he superado. Ahora lo que cuenta es esta niña. ¿Doctor…? —le indaga.

—Insisto. La señorita Woodmond podría tener la clave para paliar la evidente deshumanización de Emily.

—¿Deshumanización? —pregunto. —Tengo mis reparos sobre ese tipo de consideraciones —me atrevo a decir, ante dos eminencias de la conducta y razón humanas. Y es que soy así, un poco bocazas.

—La señorita Woodmond es una ferviente defensora de la teoría de que un niño trastornado lo está por sí mismo —alega el doctor, redondeando mis pareceres y queriendo dejar los infiernos lejos de este asunto. —Es decir, la cura de su desequilibrio no está en causas ajenas a él, sino dentro de sí mismo… así como su mala asimilación de los hechos lo ha inducido a ese estado. La señorita Woodmond modifica la conducta mediante la conducta. No hay conductas imperecederas. Incluso ella se permite dudar de las hereditarias, esté o no en lo cierto.

—Eso querría decir que existe una cura para Emily —dice la duquesa.

—Y… en tal caso, ¿podríamos conocer su metodología? —indaga el párroco.

—Solo hay una Anne Woodmond, señorías —dice el doctor, antes de que tenga que defenderme a mí misma. —Quizá no pueda extenderme en sus métodos porque no son comunes. Al menos, no los he visto en otros servicios domésticos. Ella no los comparte, no los deja entrever… Solo sé de resultados.

—Y aún así exige unas premisas notables —analiza el religioso, viendo, de sus manos, no solo la carta de referencia, sino cierto contrato que jamás había visto de la mano de una simple institutriz. —Un método libre, a su juicio… así como una indemnización si es… despedida.

—La señorita Woodmond no proviene de una empresa al estilo, señora duquesa —dice el doctor. —Debe entender que estas excepcionales condiciones de trabajo exigen un trato excepcional. Hablamos, en esta casa, de labores de alto riesgo, y un declive de las circunstancias podría dejar a mi referida de patitas en la calle… como suele pasar a menudo con otras institutrices en hogares menos turbulentos que éste —y, ahora sí, el doctor le lanza una fugaz mirada al párroco. No se caen bien. Son su propia la antitesis. En esa doble cara de la misma moneda, sanar a la gente del cuerpo o del alma, encajo yo en una nueva perspectiva que el doctor pasa a desvelar: —Es curioso, o muy curioso, que mientras en mi oficio el doctor anhela el conocimiento del cuerpo humano, la señorita Woodmond idea un método de sanación mental a través del entendimiento de la conducta inapropiada de sus… “pacientes”, en lugar de reprimir o solapar su existencia, o meramente castigarla, lapidándola como un mero mal.

—Ese mal necesita un correctivo, más que una palmadita en el hombro —dice el sacerdote.

—En el caso de la divina palabra y su oración desde el pulpito —me permito decir, —el párroco sustituye audazmente una muy sensata prevención, sus sermones, pero desde un punto de vista generalizado. Yo analizo el caso individualmente. Luego el clero da por sanación la expiación de los pecados confesándolos a Dios y a la espera silenciosa de su perdón. ¿Qué hay del análisis de los antecedentes a ese pecado, las causas?

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