Javier Negrete - El espartano

Las Termópilas, agosto de 480 a. C.

Cuando el guerrero del parche en el ojo dejó fuera de combate a los seis guardias reales que escoltaban a Leónidas, éste comprendió por qué le resultaba familiar. Lo conocía desde niño. No era extranjero, sino espartano, aunque llevara diez años ausente de la patria.

Que Perseo, príncipe destronado de Esparta, apareciese el mismo día en que los trescientos guerreros escogidos por Leónidas llegaban a las Termópilas no podía ser sino una señal enviada por los dioses.

Buena o mala, eso era lo que Leónidas ignoraba.

El rey de Esparta había subido a las alturas del monte Calídromo acompañado por su amigo Diéneces y escoltado por aquellos seis guardias. Venían armados únicamente con lanzas y espadas con el fin de moverse más ligeros por los senderos del monte; el pesado escudo de roble resultaba imprescindible para luchar en la formación cerrada de la falange, pero no tanto en una posible escaramuza con tropas sueltas en terreno boscoso.

Desde allí, asomados sobre farallones de caliza que se alzaban a más de mil metros sobre las aguas del golfo, Leónidas y Diéneces estudiaron el campamento persa.

Una cosa era escuchar que el ejército invasor era tan numeroso que secaba los ríos al pasar y que dejaba los campos pelados como una plaga de langosta. Otra bien distinta, contemplar desde las alturas aquel mar de tiendas de abigarrados colores, punteado por miles de humaredas, que se extendía varios kilómetros hasta difuminarse en la distancia. Entre todas esas tiendas destacaba una mancha, roja como un rubí: el pabellón real de Jerjes, tan grande como los dos palacios reales de Esparta juntos.

Según los informes de los espías, allí abajo, entre soldados, sirvientes y acompañantes se alojaban doscientas cincuenta mil personas. Leónidas dudaba mucho de que en todo el orbe de las tierras existiera una ciudad tan inmensa como aquel campamento, ni siquiera la afamada Babilonia.

—Un enemigo digno de Esparta —observó Diéneces a su lado, palmeándole el hombro.

Leónidas miró a su amigo y sonrió. El rey persa Jerjes, acostumbrado a súbditos que se prosternaban ante él, jamás habría tolerado semejante muestra de confianza en ninguno de sus subordinados. Pero los reyes espartanos no eran déspotas orientales exaltados sobre los demás hombres, sino primeros entre iguales, entre ciudadanos libres. Además, no existía persona en el mundo en la que Leónidas depositara más confianza que en Diéneces.