Javier Negrete - Roma invicta
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- Libro:Roma invicta
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2013
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Roma invicta: resumen, descripción y anotación
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An me deleto non animum advertebatis habere legiones populum Romanum,
quae non solum vobis obsistere sed etiam caelum diruere possent?
[«Pero ¿no os dabais cuenta de que, aunque me hubierais destruido
a mí, el pueblo romano tiene tales legiones que no solo podrían
venceros a vosotros, sino incluso derribar el cielo?»].
Palabras pronunciadas por J ULIO C ÉSAR
ante los hispalenses en De bello Hispanico, 42
Título original: Roma Invicta
Javier Negrete Medina, 2013
Mapas de interior: Juan Miguel Aguilera
Editor digital: libra (r1.1)
ePub base r1.0
Esta historia comienza el año 146 a.C. cuando los romanos, tras añadir Grecia a sus numerosas provincias, emprendieron su tercera guerra contra Cartago. Los cartagineses se defendieron con uñas y acero pero nada pudieron hacer ante el poder imbatible de las legiones comandadas por Escipión Emiliano.
Tras Cartago cayó Numancia; Mario venció a Yugurta y después se enfrentó a la amenaza de los misteriosos pueblos del norte; Pompeyo arrasó las riquezas de Oriente y César conquistó las Galias. Sin embargo, pese a su poderío allende sus fronteras, los romanos estaban sumidos en sangrientas luchas internas que sus enemigos no fueron capaces de aprovechar. Tras cada guerra civil, la República se levantó una y otra vez, siempre aumentando su autoridad, siempre ampliando sus territorios. La última de estas luchas fue un auténtico duelo entre dos titanes, Julio César y Pompeyo el Grande, que sacudió todo el Mediterráneo. Cuando las últimas llamas de aquel conflicto se apagaron, los romanos descubrieron que la República se había convertido en otra cosa: un Imperio. Esta es la amena crónica de los acontecimientos que provocaron la metamorfosis.
Javier Negrete
ePUB r1.1
libra11.06.13
A mis amigos de la asociación Hispania Romana
por su afán en difundir y popularizar la civilización de Roma.
También a mis vecinos emeritenses, los bravos soldados de la Legio V Alaudae.
Y especialmente a mis conmilitones de la Legio VIIII Hispana,
con los que me he embutido en la cota de malla, he embrazado el escudo,
lanzado el pilum y empuñado la espada,
y sobre todo he disfrutado de momentos inolvidables en su compañía.
Valete omnes!
En julio del año 168 a.C., un poderoso ejército viajaba hacia Alejandría siguiendo la orilla del Nilo. Lo formaban más de cuarenta mil soldados: jinetes gálatas con pesados blindajes, arqueros árabes a lomos de dromedarios, caballería ligera, arqueros, honderos y otros escaramuceros de infantería ligera. Había también elefantes y carros de guerra armados con afiladas hoces en las ruedas. Pero, como ocurría con todos los ejércitos helenísticos, la espina dorsal la constituían hoplitas protegidos con corazas de lino y armados con picas de madera de cornejo que medían más de seis metros, las temibles sarisas macedonias.
Aquel ejército lo mandaba el rey Antíoco, cuarto de ese nombre y conocido como Epifanes, «el Ilustre». Antíoco gobernaba el imperio seléucida, el más poderoso y extenso de los reinos que habían nacido tras la fragmentación de los dominios del gran Alejandro.
Era la segunda vez que Antíoco invadía Egipto. La primera había sido el año anterior, pero en lugar de anexionarse el reino permitió que siguiera gobernando su pariente Ptolomeo VI, que tenía tan solo dieciséis años. Siempre que actuara como su marioneta, a Antíoco no le parecía mal.
Los ciudadanos de Alejandría, que tenían un carácter muy levantisco, se habían rebelado contra esta situación nombrando rey a un hermano más joven de Ptolomeo, llamado también Ptolomeo. En los libros aparece como el octavo de ese nombre, aunque es más conocido por el apodo que se ganó con el tiempo por su extrema obesidad: Fiscón o «el Panzudo». (Hubo un Ptolomeo VII, pero en realidad no llegó a reinar y no interviene en esta parte de la historia).
Ptolomeo VI decidió hacer la paz y reinar junto a su hermano. O, por ser más precisos, junto a su camarilla, pues Ptolomeo VIII, que con el tiempo demostraría un innegable talento para la intriga y el asesinato, no tenía entonces más que trece años.
A Antíoco, sin embargo, no le gustó aquel arreglo fraterno. Por eso decidió invadir Egipto por segunda vez y poner las cosas en su sitio. Como ya tenía una guarnición plantada en la ciudad de Pelusio, cruzar la frontera le resultó muy fácil. Desde allí su ejército remontó la boca Pelúsica del Nilo hasta llegar a la antigua ciudad de Menfis, la capital religiosa del reino. Cuando los menfitas aceptaron someterse a Antíoco, este se dirigió hacia el norte para seguir el curso de la boca Canópica que lo conduciría a las inmediaciones de Alejandría.
A unos veinte kilómetros de Alejandría, el ejército seléucida giró hacia el este. No había pérdida: de la boca Canópica salía un gran canal que desviaba las aguas del Nilo para llenar las cisternas de la enorme ciudad fundada por Alejandro. Avanzando entre bosques de papiros, las tropas de Antíoco no tardaron en llegar al suburbio de Eleusis. Alejandría estaba ya a la vista, a menos de una hora de marcha. A seis kilómetros, la silueta blanca del gran Faro se recortaba contra el cielo y el sol arrancaba destellos de la estatua de bronce de Zeus que vigilaba el puerto desde más de ciento veinte metros de altura.
Y entonces los hombres de Antíoco vieron algo que les hizo detenerse en seco.
No se trataba de un ejército enemigo. En el camino solo había tres hombres acompañados por una pequeña escolta que permanecía unos pasos atrás. No llevaban armas, ni las necesitaban.
Eran romanos.
Cuando Antíoco se adelantó a saludar, uno de aquellos tres hombres hizo lo propio. El rey seléucida lo conocía: se llamaba Cayo Popilio Lenas y había sido cónsul de Roma cuatro años antes. Aquel manto con franjas púrpura que llevaba en pleno verano era la toga, una prenda de la que los ciudadanos romanos se enorgullecían tanto como si fuera la égida del mismísimo Zeus.
A Antíoco le irritó sobremanera toparse con aquel hombre, pero sonrió tratando de ser diplomático y se acercó a él con la mano tendida para estrechársela. Para su sorpresa, el romano sacó de los pliegues de su toga un haz de tablillas y se lo puso en la palma abierta.
—Es un decreto del senado —dijo Popilio—. Quiero que lo leas y me des una respuesta.
Cualquier otro que hubiera osado dirigirse así a un rey seléucida habría muerto al instante, alanceado por sus escoltas. Pero los guardias de Antíoco se habían retrasado unos pasos por orden expresa de su rey.
Antíoco abrió las tablillas y leyó el decreto, que estaba traducido al griego. El senado de Roma le ordenaba renunciar a la guerra, evacuar Egipto antes del 30 de julio y no inmiscuirse en los asuntos de aquel país.
El rey cerró las tablillas y dijo:
—Tengo que consultar con mis consejeros antes de responder.
El romano se acercó a él y, con la punta de un sarmiento que llevaba en la mano, dibujó un círculo alrededor de los pies de Antíoco.
—Antes de salir de aquí debes darme una respuesta para que se la lleve al senado —dijo Popilio.
Asombrado ante aquella orden tan perentoria, Antíoco dudó unos instantes y tragó saliva. Después respondió:
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