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Ramiro Pinilla - Aquella Edad Inolvidable

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Ramiro Pinilla Aquella Edad Inolvidable
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    Aquella Edad Inolvidable
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Sinopsis


Souto Menaya, «Botas», es un futbolista que ha tocado la gloria y ahora conoce el infierno. Tras un gol histórico en la final de la Copa del Rey de 1943, su carrera se ha visto truncada por una lesión que le ha dejado cojo y medio inválido. Desde que cambió su suerte, Souto sabe que ha dejado atrás los mejores años de su vida, que tiene que renunciar a su noviazgo con Irune y al anhelado retiro de sus padres, y ni siquiera le consuela aquella edad inolvidable en que de la mano de su padre «lloraba y reía como un mocoso ante el Athletic»… Entonces un periodista llama a su puerta y le insiste con una tentadora propuesta.

AQUELLA EDAD INOLVIDABLE


Autor: Pinilla, Ramiro ©2012, Tusquets Editores Colección: Colección Andanzas, 780

ISBN: 9788483834022

Generado con: QualityEbook v0.52


Aunque el autor pide perdón por algunas licencias, este relato parte de una inmarchitable realidad.


Los brumosos dedos de Souto Menaya tampoco acertaban a desplegar sobre su mesa el abanico de sobrecitos para engomarlos. Le venía ocurriendo en los últimos cuatro meses, desde que la editorial de cromos le entregó el nuevo paquete en septiembre y Souto creyó advertir en el empleado un aire volandero.

—Qué pasa —le preguntó.

—Nada.

El hombre añadió: —Tráelos pronto, deben estar en la calle a una con la Liga.

—¿Qué tiene que ver la Liga con Blancanieves? Al abrir en casa la caja de cartón Souto se quedó de piedra. Rematando una de las pilas de cromos estaba él mismo con la camiseta del Athletic: «Souto Menaya "Botas". Nacido en San Baskardo, Getxo, el 13 de octubre de 1921. Jugó en el Getxo y el Arenas. Pasó al Athletic de Bilbao en 1942. Metió el gol del triunfo en la Final de Copa contra el Madrid de 1943». Con el cromo en la mano y afrontándolo con los ojos Souto pensó entonces que a su naufragio le añadían de propina una mueca de negro humor. «Es como tener delante la cara de un tonto. En su día pondrán el monigote en mi tumba.»

Había sido en una mañana de septiembre fría y lluviosa que no ayudaba a soportar el presente. Cuatro meses antes, en mayo, se inició en su nuevo trabajo de ensobrar cromitos inocentes contando la historia de Blancanieves. Su época dorada en el Athletic había sido segada por un defensa criminal que hizo puré su rodilla. Cojo y con muleta, hubo de olvidarse de su anterior oficio de albañil y buscar un trabajo sentado a su medida. Casi a punto de casarse, rompió abruptamente con su novia para salvarla de un destino doloroso. Por entonces lo visitó un joven periodista del periódico deportivo Marca de Madrid ofreciéndole un pacto: le facilitarían la hipoteca para un piso en Getxo y un sueldo mensual de 400 pesetas en la CAMPSA con la función de vigilar, sentado, un único manómetro, a cambio de confesar públicamente que su gol en la final lo metió con la mano; el periodista insistió en lo de sentado. Una oferta que podría recomponer su vida. La verdad es que para Souto siempre fue muy confuso cómo metió ese gol, si con la mano o con la cabeza. O nunca se atrevió a pensarlo.

Había nacido en una pequeña casa de planta y sótano junto al paso a nivel del ferrocarril. El pueblo la llamaba «la casa de las barreras». A Souto Menaya no le inquietaría tanto su situación si no fuera por sus padres, a los que no podía arrojar de su infortunio como había decidido hacer con Irune, su novia, una chica de caserío. La anterior generación por parte de madre alquiló la casa en 1812, y en ella seguía la familia ciento treinta y siete años después. Cuando Souto miraba a su madre se olvidaba de su propio azote. Era una mujer reconstruida hacia dentro después de ver, en 1927, los trozos de su hijo pequeño a lo largo de uno de los carriles. Josín tenía tres años y en los últimos meses no había dejado de llorar por un trenecito de cuerda. Souto tenía entonces seis y aprendió a tener una madre diferente. En el primer aniversario de la tragedia, a la misma hora, la sorprendieron sentada en el mismo punto del carril con una inmensa paz en el rostro. La rescataron a tiempo.

—Hace todo como antes, pero callada —explicó Cecilio al médico.

—No dejen de hablarle y algún día contestará.

Padre e hijo se aburrieron de incitarla a coloquiar.

—No se morirá mientras nos tenga que hacer el café con leche —sentenció finalmente Cecilio.

El primero en Getxo en atribuir a «la casa de las barreras» poderes infernales fue Souto Menaya cuando su vida se torció. «Vinimos a vivir demasiado cerca de las vías.» Unos metros más de separación habrían acortado el correteó de su hermano persiguiendo la pelota. Rescató otra calamidad del pasado: a finales del XIX el trazado del ferrocarril Bilbao-Plentzia pasó por encima de la huerta de los Menaya y la redujo a un cuadrito de juguete. No fueron, pues, los Menaya quienes se acercaron a las vías, sino estas las que corrieron a su encuentro. No bastó para indultar a la casa. El posterior eclipse del ídolo futbolístico se tuvo por un golpe más del mal de ojo. Dos meses después, cuando los médicos cerraron la rodilla en falso y Souto aún no había deletreado su nueva situación, el Athletic Club le montó una despedida. El presidente se levantó a brindar por «El gran Souto, "Botas", el del golazo en la final contra el Madrid de 1943». Pronunció «contra el Madrid» en un tono guerrero muy del gusto general. En el largo discurso que concluyó con «el Athletic nunca te podrá pagar la gloria que le has entregado», a Souto le pareció que faltaba algo, sin acertar a precisar qué.

Al término de los abrazos y palmadas en la espalda del adiós, Souto cogió el tren que le dejaría en Getxo y allí recibió el aldabonazo. No había un asiento libre. Una anciana se levantó del suyo y le tocó el brazo.

—Siéntate, coitao.

Souto quedó confuso.

—No me ha visto bien, tengo medio siglo menos que usted.

Algunos viajeros le reconocieron, se sumaron a la anciana y hubo de sentarse. Cuando su confusión fue ahogada por el agradecimiento de su rodilla, a Souto se le escapó un vagido iluminado: «¡La hostia!».

—El Athletic es la hostia, ¿verdad? —exclamó uno y repicaron las risas en el vagón.

El padre abrió una ventana del piso al verle cruzar las vías con andares perplejos de cojo nuevo.

—¿Qué apaño te ha hecho el presidente? —le preguntó.

Solo al abrir la puerta de casa descubrió Souto el vacío que traía. No levantó la cabeza hacia su padre. Subió las escaleras interiores de madera apoyándose en la barandilla y la muleta, y aunque Cecilio ya le esperaba arriba con la puerta abierta, pasó ante él y se metió en su cuarto.

—Pues a ver qué comemos hasta nuestro entierro —gruñó el padre con desaliento.

A sus casi setenta años aún medía uno noventa. Souto había heredado de él el fuego del fútbol. Militó en el Getxo no menos de quince años, hasta que lo echaron por viejo. En su caso no se resintió su economía. Había jugado por afición sin cobrar un céntimo, sustentándose de la taberna familiar. Cuando el local fue destruido por un incendio Cecilio abrazó su otra pasión, la pesca. Adquirió un viejo bote por cuatro perras y todas las madrugadas se le veía zarpar del Puerto Viejo de Algorta y regresar a media mañana con julias, cabrachos, mojarras, sarrones y jibiones, que vendía en la playa a las pescateras. Cuando el reúma y la ciática lo paralizaron, en 1937, la carga familiar pasó a los dieciséis años de su hijo, reciente albañil. Souto tardaría en interiorizar las amplias responsabilidades del cemento.

Tras el homenaje de despedida Souto se puso a la difícil tarea de encontrar trabajo para un cojo. Respondía a los anuncios, le veían y allí acababa todo.

—El presidente, vete a ver al presidente —insistía Cecilio.

—¿No recuerdas lo que me dijo?

—Qué te dijo.

—Que el club nunca me podrá pagar. Así de claro. Cecilio se desesperaba.

—Lo dijo en el otro sentido, en el bueno. ¡Lo dijo en el bueno!

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