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Felipe Santa-Cruz - La celada de Moriarty

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Felipe Santa-Cruz La celada de Moriarty

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Mi querido Guasón 2

La celada de Moriarty

Felipe Santa-Cruz


Título de la serie: Mi querido Guasón

Título: La celada de Moriarty

© 2014, Felipe Santa-Cruz

©De los textos: Felipe Santa-Cruz Martínez-Alcalá

Ilustración y diseño de portada: Cristina Martín

Revisión de estilo: Julia L. Peña Mora

1ª edición

Todos los derechos reservados

A toda esa gente que tiene la delicadeza y la suerte de no existir, y a Julia, cuya existencia conforma mi suerte y mi delicadeza

Índice

Capítulo I: En el que aprendemos el arte de despertar cada día siendo otra persona

Flufi despertó bastante tarde para alguien de su edad, con la disculpa de haber sido Joaquín Sabina durante toda la jornada anterior, lo que le obligó a irse a la cama a las tantas, empujado por la imperiosa necesidad de otra copa y otra copa, y este adiós no maquilla un hasta luego , y de proponer el acto sexual hasta en cuatro ocasiones —con un éxito del cuarenta y cinco coma tres por ciento—.

La cabeza le dolía lo suficiente para reconocer que le dolía. Como el autómata que acostumbraba a ser durante los primeros minutos de su existencia consciente diaria, hizo la cama, se lavó los dientes y luego hizo lo mismo, aunque sin cepillo ni pasta dental, con el resto de su anatomía.

Ya limpio y seco, sin pensar mucho en nada, se dirigió al abultado ropero de su dormitorio y vistió su higiene con un esmoquin negro, grueso, unos guantes blancos, un sombrero de copa y unos preciosos y hurtados zapatos ingleses de color negro. Por si acaso, y ya que estaba allí, tomó unas gafas antiguas, de montura dorada, siguiendo el razonamiento de que, estadísticamente, los profesores suelen llevar gafas, y en la época posvictoriana, más.

Las montó a horcajadas en su nariz. Al comprobar que su visión desmejoraba considerablemente con la añadidura, las deslizó todo lo posible hacia la punta, allá donde mora el ridículo. Mirando por encima de las lentes, acertó a dar con un reloj de bolsillo que, antes de ir a parar al ídem, le avisó desde una maquinaria decimonónica de que, aunque sólo por media hora, ya había pasado el mediodía.

Apurado, aunque sin perder por ello la natural seguridad de su personaje, Flufi empuñó su bastón y encaminó sus criminales pasos hacia El Traqueteo en decidida búsqueda de su mortal enemigo.

Capítulo II: En el que nos acercamos, con sumo cuidado para no ser percibidos, a casa de nuestros héroes para conocer qué tal pasan las penurias y calores del verano

Con más dedicación que maña, y no poca ayuda de su dentadura, Pedro Guasón logró al fin anudar el compresor alrededor de su brazo izquierdo. Luego de lo cual, imitando más a algún viejo compañero de acera que a la tradición cinematográfica, hipertrofió las venas de su obstruido antebrazo abriendo y cerrando el puño. Cuando ya todo estuvo a su gusto, dirigió ilusionado su mirada hacia la aguja hipodérmica que reposaba sobre el cristal de la camilla, justo a tiempo para presenciar el binomio formado por un muy impresionado sacerdote y una taza de café recorriendo, silenciosa, su vertical trayectoria hacia el verdugo suelo.

―¡Pero se ha vuelto usted loco? —tronó don Germán, alcanzando la aguja antes que nuestro querido Guasón—. ¿Qué hay en la jeringuilla? —preguntó, a continuación, con inquisitoriales maneras.

―Cocaína en disolución del siete por ciento —replicó Guasón con normalidad—. Y no sea usted ansioso. Hay suficiente para los dos —apostilló, señalando en dirección a un frasco de cristal sobre la misma mesa.

―¿Qué ocurrencia es ésta? ¿Se puede saber qué hace usted inyectándose...?

Don Germán tomó el mentado frasco entre sus manos y, tras un breve vistazo a la etiqueta, enunció:

―Sepa usted que esto no es cocaína, es ketamina.

―¿Qué sabrá usted?

―Lo sé —replicó el sacerdote—, porque lo dice la etiqueta.

―No sea usted simple, Watson, las etiquetas de las drogas son tan mentirosas como los propios drogadictos.

―Lo que usted diga. ¿De dónde ha sacado esto?

―De mi laboratorio, Watson. ¡Qué pregunta! ¿Acaso ha olvidado usted mi destreza como químico?

―Usted no tiene ningún laboratorio —lo acusó el sacerdote.

―Sí que lo tengo —repuso Guasón con su imperturbable flema—. Si recorre el pasillo hasta su final, tendrá ocasión de ponerse al tanto de mis experimentos.

―Al fondo del pasillo está el baño de mi hermana...

―Reconvertido en laboratorio. Ya he instalado todos mis artilugios.

―¿Se refiere a su caja de JUEGA CON LA QUÍMICA?

―Precisamente. Y ahora sea usted tan amable de devolverme mi aguja o, si lo prefiere, consígame un caso con el que entretener mi mente. Necesito trabajo; de otro modo, mi cerebro se estanca. La cocaína me ayuda a mantener la cabeza activa.

―Está usted loco —declaró don Germán—. Voy a guardar todo esto. Venía a decirle que Paco quiere que lo acompañemos a tomar algo a El Traqueteo. Debe de estar al caer. No quiero ni imaginar que llegue y encuentre droga en mi casa. Al fin y al cabo, un policía tiene sus deberes. Y no sería yo quien lo defendiese si Paco decide detenerlo.

―Por mí no se apure. He socorrido no pocas veces a Scotland Yard; ya se cuidarán de ignorar algunas de mis faltas. Voy a vestirme. Puede ser que Lestrade tenga, como motivo encubierto de su visita, el reclamarme para algún caso, y por muy cómodo que resulte el pijama para andar recorriendo la ciudad, nuestro siglo es más formal que funcional.

Y, diciendo esto, se levantó del sillón, resbaló en el charquito de café recién liberado de su cárcel de loza y se adentró en las estrecheces de su habitación y en las profundidades de su locura.

Capítulo III: Saludando a Paco

Indumentado con una cubana made in China y unos chinos de procedencia irrastreable, Guasón trasladó su persona de vuelta a la salita. Don Germán acababa de apartar los restos inanimados de lo que una vez fue taza, y se afanaba con la fregona, cuyo mocho absorbía deleitado el café de la mañana.

Esquivando la peligrosa humedad y al atareado sacerdote, Guasón buscó cuartel en su acostumbrado sillón, sentándose tan hacia el fondo que apenas sobresalían sus tobillos del límite del asiento.

―¿Por qué se entretiene usted con eso, Watson? —le inquirió Guasón, mientras sacaba de su bolsillo izquierdo un plumier cebado de útiles destinados al mal remunerado oficio del fumar—. ¿No está la señorita Hudson en casa?

―No, no está. Ha salido a hacer la compra. Y le repito por enésima vez que no es nuestra casera, sino mi hermana, y que no la puede tratar de criada.

―No sabe usted ocupar su lugar. Esas familiaridades que se permite con el servicio son tan inadecuadas como molestas.

―No sé para qué discuto —murmuró don Germán, aún malhumorado por la reciente escena de drogadicción—. Como usted quiera —le concedió—, pero, al menos, dígame de una vez de dónde ha sacado la ketamina.

―Si se refiere usted a la cocaína, ya le he explicado que de mi laboratorio —replicó Guasón con tozudez—. Y, por cierto, la quiero de vuelta. ¡El timbre! ¡Ya está ahí el inspector Lestrade! Vaya usted a abrir; yo estoy terminando de cebar mi pipa.

―Se está convirtiendo usted en un pequeño tirano —se descargó don Germán, alzando el cubo con la fregona y desapareciendo tras la puerta de la salita.

Guasón siguió con el oído los pasos sacerdotiles. Escuchó cómo respondía al telefonillo, ubicado en la cocina, y cómo abría la puerta de la entrada y permanecía en ella esperando al inspector de policía, mientras tamborileaba pacientemente sobre la madera de la consola del recibidor.

―Mi querido inspector Lestrade —se pronunció Guasón cuando Paco se acercó a saludarlo—, siento que una lesión le haya impedido terminar sus ejercicios. Máxime cuando se ha tomado la molestia de conducir hasta el club Pineda para hacer unos largos que han quedado reducidos a un infructuoso remojón.

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