Ricardo de la Cierva - Yo, Felipe II
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- Libro:Yo, Felipe II
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1989
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Este libro es a la vez una historia rigurosa y una obra de creación con técnica autobiográfica. A lo largo de la dramática confesión de Felipe II a su predicador, en vísperas de su agonía en El Escorial, y mediante un hilvanado, profundamente humano, de hechos y documentos auténticos, el Rey Prudente nos revela todos los controvertidos misterios de su vida, de su familia, de su ideal. El lector tendrá la oportunidad de conocer a un Felipe II plenamente histórico y humano, y absolutamente diferente de las interpretaciones rutinarias.
Ricardo de la Cierva
Las confesiones del Rey al doctor Francisco Terrones
ePub r1.0
jandepora 05.11.14
Ricardo de la Cierva, 1989
Editor digital: jandepora
ePub base r1.2
Para Mercedes XXX
RICARDO DE LA CIERVA Y HOCES. (Madrid, España; 9 de noviembre de 1926) es un Licenciado y Doctor en Física, historiador y político español, agregado de Historia Contemporánea de España e Iberoamérica, catedrático de Historia Moderna y Contemporánea por la Universidad de Alcalá de Henares (hasta 1997) y ministro de Cultura en 1980.
Nieto de Juan de la Cierva y Peñafiel, ministro de varias carteras con Alfonso XIII. Su tío fue Juan de la Cierva, inventor del autogiro. Su padre, el abogado y miembro de Acción Popular, el partido de Gil Robles, Ricardo de la Cierva y Codorníu, fue asesinado en Paracuellos de Jarama tras haber sido capturado en Barajas por la delación de un colaborador, cuando trataba de huir a Francia para reunirse con su mujer y sus seis hijos pequeños. Asimismo es hermano del primer español premiado con un premio de la Academia del Cine Americano (1969), Juan de la Cierva y Hoces (Oscar por su labor investigadora).
Ricardo de la Cierva se doctoró en Ciencias Químicas y Filosofía y Letras en la Universidad Central. Fue catedrático de Historia Contemporánea Universal y de España en la Universidad de Alcalá de Henares y de Historia Contemporánea de España e Iberoamérica en la Universidad Complutense.
Posteriormente fue jefe del Gabinete de Estudios sobre Historia en el Ministerio de Información y Turismo durante el régimen franquista. En 1973 pasaría a ser director general de Cultura Popular y presidente del Instituto Nacional del Libro Español. Ya en la Transición, pasaría a ser senador por Murcia en 1977, siendo nombrado en 1978 consejero del Presidente del Gobierno para asuntos culturales. En las elecciones generales de 1979 sería elegido diputado a Cortes por Murcia, siendo nombrado en 1980 ministro de Cultura con la Unión de Centro Democrático. Tras la disolución de este partido político, fue nombrado coordinador cultural de Alianza Popular en 1984. Su intensa labor política le fue muy útil como experiencia para sus libros de Historia.
En otoño de 1993 Ricardo de la Cierva creó la Editorial Fénix. El renombrado autor, que había publicado sus obras en las más importantes editoriales españolas (y dos extranjeras) durante los casi treinta años anteriores, decidió emprender esta nueva editorial por razones vocacionales y personales. Al margen de ello, sus escritos comenzaban a verse censurados parcialmente, con gran disgusto para el autor. Por otra parte, su experiencia al frente de la Editora Nacional a principios de los años setenta, le sirvió perfectamente en este apartado.
De La Cierva ha publicado numerosos libros de temática histórica, principalmente relacionados con la Segunda República Española, la Guerra Civil Española, el franquismo, la masonería y la penetración de la teología de la liberación en la Iglesia Católica. Su ingente labor ha sido premiada con los premios periodísticos Víctor de la Serna concedido por la Asociación de la Prensa de Madrid y el premio Mariano de Cavia concedido por el diario ABC.
Ideológicamente, Ricardo de la Cierva se define a sí mismo como «un claro anticomunista, antimarxista y antimasónico, y desde luego porque soy católico, español y tradicional en el sentido correcto del término». Afirma que «siempre he defendido al General Franco, y su régimen y los principios del 18 de julio, pero también era capaz de ver los errores que había dentro y de decírselos al propio Franco».
Desde la antevíspera de Santiago, en este año de 1598, su majestad el Rey don Felipe, que santa gloria haya, no salió de sus aposentos en el monasterio. Después de su lenta jornada desde Madrid pareció reanimado unas semanas por el aire y el tempero de la sierra que él había domeñado en estos muros. Hasta que le reventaron a la vez la hidropesía y la gota, toda la piel se le afloró de llagas purulentas que dañaban mucho más a su espíritu, por ser él tan exageradamente limpio y aseado de cuerpo, que su olfato, del que siempre había carecido aunque éste fuera el mayor de sus secretos que sólo reveló a su adorada esposa Isabel de Francia y a mí, ya casi en la agonía. Pero aunque los médicos le habían prohibido toda ocupación y despacho, de que ya se encargaban el Príncipe y sus consejeros, con los del Rey, no se avenía a dejar en silencio las horas de la tarde que durante toda su vida había dedicado a gobernar el mundo. Desde el primero de septiembre me llamó a media tarde sin faltar una sola vez. Retirado el habitual sopor de las mañanas, y tras beber algunos concentrados que le preparaban los médicos, quiso recordarme, punto por punto, su vida terrible y altísima, desde las puertas de la muerte. «Algunas veces me habéis reprochado, maestro Terrones, que sumido en un océano de papeles durante más de medio siglo, no he seguido el ejemplo de mi padre el César, que jalonó con su pluma los momentos más importantes de su vida; y que por eso habré de contentarme con que, al no haber permitido tampoco las crónicas de Corte, sean mis enemigos —Pérez, Orange— quienes desde su traición expliquen al mundo mi historia».
Me paró con un gesto cuando apunté una excusa. «No, si tenéis razón. Durante muchos años he pensado que mis hechos, fielmente ordenados en mis papeles abrumadores, serían irrebatibles. Pero estos días he logrado repasar los cuadernos más íntimos y reservados que he ido formando con los papeles más importantes, y compruebo que no basta. En esos papeles están los hechos y las fechas y las firmas; pero casi siempre les falta la vida, el alma. Están escritos en cada momento dado, y presuponen una información y una actitud común en quien los escribe y los recibe.
»Por eso he decidido llamaros, Terrones, después de haberos oído tantas veces desde esta habitación cuando predicáis. Me ayudaré de los papeles para presentaros los capítulos, secretos y públicos, de mi vida, con la serenidad de quien ha cumplido con su deber principal, con la nostalgia por los momentos felices y los triunfos en pos de mi ideal, el recuerdo lacerante de tantos dolores familiares, tantas equivocaciones con los hombres y conmigo mismo, tanto sufrimiento de los demás que en todo o en parte a mí se debe. No hace mucho quise resumir ante el Príncipe mi hijo, que no se mostraba muy dispuesto a comprenderme, las principales lecciones de mi vida. Se las comuniqué en presencia de quienes sospecho y temo serán sus consejeros principales, para que al menos aprovechen a ellos. Pero a vos no quiero dar lecciones sino ofrecer ordenadamente mis recuerdos,
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