Gonçalo M. Tavares - Una niña está perdida en el siglo XX
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- Libro:Una niña está perdida en el siglo XX
- Autor:
- Editor:Grupo Planeta
- Genre:
- Año:2016
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Una niña está perdida en el siglo XX: resumen, descripción y anotación
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Referencias: «És feliz? – Uma abordagem ao estudo da felicidade de jovens com Trissomia 21» [¿Eres feliz? Un abordaje al estudio de la felicidad de los jóvenes con trisomía 21], Pedro Morato & Lígia Gonçalves, Revista de Educação Especial e Reabilitação (2001); «A Educação de Pessoas com Deficiência Mental» [La educación de personas con discapacidad intelectual], varios autores, Fundación Calouste Gulbenkian (1996).
Agradezco a Pedro Morato, FMH/Reabilitação Psicomotora, la lectura atenta del libro.
Envío un abrazo al grupo Dançando com a Diferença.
Uno al lado del otro, los dos sentados en el vagón —Marius y Hanna. En el tren, miradas a veces como intentando descifrar la cara de Hanna —¿qué le pasa? La ignorancia de unos permite que piensen sólo en algo momentáneo —una discapacidad intelectual que pasará; una expresión de quien no entiende, expresión que en breve se eliminará; todos tenemos momentos en que miramos al lado equivocado y aquello que es significativo sucede precisamente a nuestra espalda.
Marius controla su irritación. Intenta contarse una fábula a sí mismo, para entretenerse, para no dejarse absorber por aquella enorme distancia que establecen las miradas de los otros. Como un enigma, Hanna está alejada de los hombres y de las mujeres normales; hay un chiquillo que ya ha pasado de un lado a otro tres veces para mirar a Hanna; cada vez que pasa, el chiquillo la observa atentamente; un enigma, pensará: aquello, aquella cara. No hay ningún gesto de burla, pero la miran como si no encontrasen la solución de algo; y por eso sienten la necesidad de mirarla de nuevo, y de nuevo, aunque sea disimuladamente.
Marius podría insultarlos uno a uno, pero no lo hace. Se controla. Mira por la ventana.
Cuenta a Hanna la historia de Hansel y Gretel, los dos niños que, para no perderse, dejan tras de sí migas de pan.
A Hanna le gusta la historia y Marius, ahora callado, vuelve a hojear las fichas de las etapas de aprendizaje de los niños con discapacidad intelectual. ¿Quién dejaría aquello en manos de Hanna? Hanna busca a su padre; probablemente alguien la esté buscando.
Marius retoma una de las fichas. Se puntúan los progresos físicos y mentales. Es un curso como cualquier otro, como un curso donde se aprende una lengua que no se domina. Marius lee los pasos de un objetivo que hay que alcanzar: «Quitarse la camiseta».
1.er paso: «quitarse la camiseta por la cabeza»; 2.º paso: «sacar el brazo por una manga» —pasos a los que se asocia la puntuación +2.
3.er paso: «sacar el brazo por la otra manga» (puntuación +1, sumada al +2 anterior). 4.º paso: «levantarse la camiseta hasta el pecho» (puntuación +2). Si el discapacitado intelectual completa estos cuatro pasos, el profesor, el educador, anotará en una ficha la clasificación 5 (+2+1+2). Después, el hecho o no de tener ayuda concreta o solamente ejemplificación gestual hace que los progresos sean más o menos valorados. Se busca, como es evidente, la autonomía.
Marius se levanta de su sitio. El traqueteo del tren se ha convertido desde hace rato en un lenguaje paralelo, una especie de oración mecánica que no cesa, un murmullo, una letanía que en otro contexto podría parecer un ruego religioso y colectivo. La ventana próxima a sus asientos está ligeramente abierta, pero Marius, con un movimiento, la abre aún más. Piensa en la historia que le acaba de contar a Hanna, la de los niños Hansel y Gretel.
Al principio, en él no se había hecho evidente la necesidad de ir dejando pistas del camino de Hanna. Y cuando, asomado a la ventana del tren, tiró la primera ficha, no lo hizo debido a una decisión, sino forzado por un gesto que tiene que hacerse y que no necesita un gran significado. Sin embargo, enseguida le pareció que si tiraba las fichas del curso de aprendizaje de Hanna a lo largo de las vías, el gesto ayudaría en caso de que alguien estuviera intentando encontrarla. No obstante, Marius sentía al mismo tiempo que ya hacía mucho que nadie quería encontrarla; que había sido abandonada deliberadamente; que sólo era ella la que buscaba, que nadie la buscaba a ella. Así pues, le pareció que aquel gesto —el de tirar, a un ritmo más o menos constante, una ficha del archivo de Hanna— era algo que sólo tenía que ver con ellos dos —Marius y Hanna; no era un mensaje para nadie, se trataba simplemente de marcar el camino, de dejar, como los niños Hansel y Gretel, huellas tras de sí, no para que los demás los encontrasen sino para que ellos mismos pudiesen salir de allí y volver atrás. Había en Marius una sensación evidente de estar perdido, y aquel viaje intensificaba esa sensación. Las miradas que rodeaban a Hanna eran miradas dirigidas a ella exclusivamente. Él, que estaba a centímetros de Hanna, escapaba a esas miradas al mismo tiempo de compasión e incomprensión. Él, Marius, estaba simplemente al margen —no estaba afectado; no era un enigma para los demás.
Se sentía totalmente sin saber qué hacer —ahora él, también perdido, como Hanna. En aquel asiento del tren había, entonces, una niña con trisomía 21, perdida, que decía que buscaba a su padre, y a su lado, pensaba Marius, había un hombre adulto, normal, pero también perdido. Y más aún que Hanna, porque Hanna aparentemente buscaba algo, a alguien, mientras que él no. No tenía ningún objetivo suyo, individual. Él simplemente la acompañaba. No buscaba a nadie, acompañaba, casi instintivamente, a quien buscaba. Había llegado hasta allí sin reflexionar, como casi siempre llegaba a los sitios. Trataba de avanzar, de no dudar; pues de eso sí, siempre había tenido miedo: la duda lo aterrorizaba. El azar, lo que le sucedía, definía su camino: como si su destino no estuviese en él, sino en cada persona con la que se cruzaba. A donde me lleven, voy.
Sintiendo el aire frío en la cara, Marius, de espaldas a Hanna, que permanecía sentada, de vez en cuando lanzaba una de las fichas fuera del tren. En algún lugar, ahí fuera —pensó— en un camino paralelo a las vías, está surgiendo un nuevo itinerario que una ficha detrás de otra define. Marius miró la ficha que tenía en ese momento en la mano: « ADQUIRIR NOCIONES: TAMAÑO, FORMA, COLOR, ETC .»; «1 – Emparejar objetos del mismo tamaño, 2 – Emparejar objetos de la misma forma» —cogió esa ficha y la lanzó afuera. Después otra ficha: «Realizar trabajos con materias metálicas, 1 – Apretar y aflojar tuercas y tornillos manualmente» —la lanzó también. Después, más adelante, tiró por la ventana del tren la ficha con el título «Ocupar el tiempo libre de manera adecuada»; después, más adelante aún, «Desplazarse por espacios conocidos», más adelante aún, la ficha «Realizar trabajos de carácter doméstico». La caja con las fichas de aprendizaje iba quedándose vacía, pero aun así, pensó de nuevo Marius, absurdamente, si quisiéramos volver atrás, por el mismo camino, ya tenemos pistas suficientes. «Reaccionar a las instrucciones gestuales y verbales» —otra ficha, y después las últimas, a las que Marius nunca había prestado atención, fichas de observación, fichas de los profesores, que pretendían anotar los progresos de los niños con discapacidad intelectual. Lanzó afuera la primera de esas fichas, pasados unos minutos otra, pasados unos minutos otra más —intentó, desde el principio, mantener más o menos fijo el intervalo entre cada ficha que lanzaba fuera del tren; y finalmente la caja está vacía y unos segundos después es la caja misma la que Marius tira por la ventana, es el punto final, el fin de la vía, el curso ha acabado, piensa Marius; si un discapacitado siguiera el itinerario definido por las fichas, al final habría progresado significativamente, piensa. Y si yo mismo quisiese volver atrás, piensa además, sólo tengo que seguir las fichas en sentido contrario.
Tras unos segundos aún con parte de la cabeza fuera del tren, Marius se aparta, cierra un poco la ventana y se sienta al lado de Hanna, que lo ha visto todo, que no ha dicho nada, que no ha entendido bien qué era aquello, pero que estaba al lado de aquel hombre que se llamaba Marius y del que sabía que era su amigo y que la estaba ayudando a buscar a su padre, y eso le bastaba. Ella sabía, estaba segura de que aquel hombre era su amigo y nunca —estaba Hanna segura— nunca le arrancaría los ojos o la lengua, a lo que ella tanto miedo tenía.
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