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Eduardo Anguita - La voluntad 4. La patria peronista

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Eduardo Anguita La voluntad 4. La patria peronista

La voluntad 4. La patria peronista: resumen, descripción y anotación

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«La Voluntad IV», va desde la muerte de Juan D. Perón en julio de 1974 hasta el 23 de marzo de 1976, en las horas finales del gobierno de Isabel. Para entonces, las organizaciones armadas están en su apogeo y luego, mientras creen que se consolidaban sus posiciones, ingresan en un camino sin retorno que las lleva al ocaso; José López Rega pasa de las sombras al poder de fuego, funda las bases del terrorismo de Estado y termina acorralado huyendo antes del golpe; intelectuales, militantes y artistas marchan al exilio; las fuerzas armadas lentamente vuelven a ocupar el centro de la política; la violencia es una espiral incontrolable que se apresta a desembocar en una tragedia que modificará para siempre el curso de la Nación. «La Voluntad» saca a la luz la trama profunda y descarnada de un período que, por temor u omisión, todavía no ha sido pensado en toda su magnitud.

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Biografía

Eduardo Anguita nació en Buenos Aires en 1953. Por su militancia en el ERP, estuvo preso entre 1973 y 1984. Licenciado en Comunicación Social, es docente universitario y periodista en medios gráficos, radiales y televisivos. La Voluntad es su primer libro.

Martín Caparrós nació en Buenos Aires en 1957. Empezó a trabajar en el diario Noticias en 1973. Entre 1976 y 1983 se exilió en París (donde se licenció en Historia) y Madrid. Ha hecho periodismo deportivo, cultural, taurino, gastronómico, político y policial en prensa gráfica, radio y televisión. Fue docente universitario, dirigió varias revistas, y sus artículos aparecen en diversos medios de América y Europa. Publicó novelas, libros de viajes y ensayos.

Cinco

Sin el local de la avenida San Juan, sin los diputados de la JP ni el diario Noticias, todo era distinto. Desde que habían perdido los lugares de funcionamiento, Emiliano Costa andaba con un radiomensaje que le habían dado para poder llamarlo en cualquier momento. Le servía para que le avisaran cuando había algún conflicto donde participaban las agrupaciones de la JTP de Capital: así podía presentarse enseguida, pero ahora sólo tenía para ofrecer el respaldo político-militar de Montoneros y algún abogado laboralista. Ya no estaba ese juego de poder interno del sindicalismo, ni los espacios de gobierno de unos meses antes. Emiliano recuperó la mística que lo había alimentado al principio: la clandestinidad, el fortalecimiento de la ideología, la entrega de los compañeros.

La situación se endurecía por momentos. Emiliano se preguntó más de una vez si era por eso que extrañaba tanto a Vicki: se contestaba que la respuesta no importaba. Ella era el tesón, la fuerza y, además, últimamente, también se pintaba los ojos y se ponía pantalones más ajustados. Vicki se había ido de La Opinión después de una huelga conflictiva y vivía, como él, de la asignación mensual de la organización.

—Mirá, flaca, vos sabés que yo siempre te quise, ahora te puedo decir que estoy enamorado, que mi sueño es estar con vos, que me encantaría que tengamos un hijo… No llores, tonta, que te lo digo en serio.

—Ay, amor, yo también estoy enamorada… Yo siento una inminencia, no sé cómo expresarla para no ponerme en negativa, pero ahora que la muerte se la ve más cerca, tengo tantas ganas de que tengamos un hijo. Sospecho que cuando ves rondando la muerte es cuando más apreciás el valor de la vida.

Se abrazaron, lloraron, se rieron y decidieron no perder más tiempo: Vicki le hizo un lugar en su cuarto del departamento de San Cristóbal. Ahí, además, vivían su padre y su hermana con sus parejas. Todos militantes: demasiados para el momento que atravesaban los Montoneros, así que a menudo Emiliano y Vicki se iban en el auto de ella, un fiat 1500 que le había regalado Elvira, su madre. Algunas noches terminaban en un departamento que les prestaba Carlos Aznárez, otras en lo de Silvia Rudni, la amiga del alma de Vicki.

Esa noche, Emiliano y Vicki tenían una cena de despedida. Quito Burgos, que había sido jefe de redacción de El Cronista hasta poco antes, había sacado pasaje a Madrid para empalmar de allí hacia Cuba. Quito, que era un par de años mayor que Emiliano, había sido militante de la resistencia peronista y había pasado dos años preso por sus vinculaciones con la guerrilla de Ricardo Massetti. Hacía calor, y se encontraron en el Hermann de Santa Fe, frente al Botánico. Quito estaba triste y acompañaba las salchichas con chucrut con naranja crush.

—Mirá, Emiliano, para mí el pase a la clandestinidad de Montoneros para lo único que sirve es para agudizar las contradicciones, para forzar el enfrentamiento…

—Pero Quito, nosotros no lo buscamos. Hay que dar una respuesta firme, y si no pasábamos a la clandestinidad quedábamos completamente expuestos…

—No, eso es aislarse, es repetir ideas foquistas.

—Quito, estamos disputando el poder: si aceptamos el desafío de armar un proyecto propio no nos podemos quedar en los vaivenes del poder formal. Y si no construimos la organización, ¿cómo vamos a acumular poder?

—¿Y los que no estamos en el aparato? Se está cayendo en una confrontación de aparatos. Mirá a los del ERP, que están matando oficiales del Ejército a troche y moche; ustedes se lo cargaron a Villar, y las Tres A enganchan a los tipos que no estamos en ninguna organización. ¡Eso es enfrentamiento de aparatos, nada más!

A Emiliano la comparación con los del ERP no le gustó ni un poco:

—Eh, pará, cómo vas a comparar la boleta de Villar, que era el jefe militar de la contrarrevolución, con la estupidez que están haciendo los del ERP… ¡Pará, Quito, no compares!

Vicki compartía los argumentos de Emiliano pero no había hablado y, a esa altura, trató de apaciguar los ánimos.

—Che, paren, quién sabe por cuánto tiempo no nos vamos a ver…

—Miren, lo último que quiero es discutir, y menos hoy. Lo que quiero es que nos despidamos tranquilos… Ustedes se van a quedar a enfrentar la situación más incierta que vivió la Argentina.

Quito se había puesto nostálgico y las diferencias políticas empezaron a empañarse. Había dejado la crush y se sumó a la cerveza. A los postres les contó que tenía ganas de estudiar periodismo en la universidad de La Habana, que todo lo que sabía de la profesión lo había aprendido de oficio, pero que los cubanos tenían una carrera sólida.

Se despidieron con abrazos muy serios. Al rato, ya en la cama, Emiliano le decía a Vicki que la etapa que se abría era para los que estaban más templados, para los más fuertes. Pero que, a veces, él mismo no se sentía demasiado fuerte, que unos días atrás había sentido miedo, en la concentración previa a una acción. No quería darle detalles, pero había ido con un grupo a una clínica privada para llevarse el instrumental quirúrgico.

—Mirá, una cosa es la mística y otra son algunos rituales que me parecen francamente estúpidos. Antes de salir de la casa, el jefe nos hizo formar y nos hizo una arenga, apelando a la valentía. La verdad que me pareció una boludez.

—Bueno, pero la disciplina militar es así, y a veces para vencer el temor esas cosas sirven…

—La mejor manera de alimentar la decisión, en estos tiempos, es no equivocarse en la línea política. Yo con lo de Quito no estoy de acuerdo, pero me parece que algunos de sus argumentos son válidos. Yo creo que vamos a perder un espacio importante…

Vicki se agarró la frente y dijo que le faltaba el aire.

—¿Estás bien, amor?

Dijo Emiliano, y le apoyó muy suave la mano en la barriga.

—Sí, todos te dicen que un poco de náuseas es normal.

Como estaban desvelados, se calentaron el café que habían dejado Rodolfo y Lilia y se lo llevaron a la pieza.

—¡Ay no sabés, es rarísimo, sentís que crece todo el tiempo…!

Él apoyó la oreja y le dio un beso en el ombligo.

—Más abajo, tonto… ¿Sabés una cosa? Según mis cálculos va a nacer alrededor del 26 de junio. Si es mujer, a lo mejor le podríamos poner María Eva.


Jugaban pocos chicos: la tarde estaba gris y oscurecida cuando Manuel Gaggero se sentó en un banco de la plaza de Canning y Las Heras y trató de ordenar sus ideas. A partir de las muertes de Curuchet, Ortega Peña, Frondizi y otros militantes a manos de las Tres A había tenido que tomar algunas decisiones, pero tenía la sensación de que estaba haciendo las cosas a medias y que ésa no era la manera. Hacía unos días que había pasado a la clandestinidad con una cédula y un DNI a nombre de Esteban Utrillo. Los de documentación del PRT le habían dado la lección: sabía que era taurino, que de chico había vivido en Lanús y hasta se había estudiado un par de calles en la guía Peuser por si alguna vez la policía se ponía pesada. Pero también conservaba los documentos de Manuel Gaggero. Esa tarde, como de costumbre, tenía los dos juegos de documentos en la carterita que le colgaba del hombro. Sabía que era una manera de no definirse y una trampa para osos: a la primera requisa que le hiciera un policía de esquina iba preso.

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