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Eduardo Anguita - La voluntad 1. El valor del cambio

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Eduardo Anguita La voluntad 1. El valor del cambio

La voluntad 1. El valor del cambio: resumen, descripción y anotación

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Desde 1966, con el golpe de Onganía, hasta 1969, con el Cordobazo, la obra de Eduardo Anguita y Martín Caparrós es un mosaico inigualable de la militancia revolucionaria de fines de los sesenta. Fiel imagen de una generación y de su tiempo, construida a partir de los relatos de muchos de sus protagonistas principales y de una exhaustiva investigación de los materiales del período, «La Voluntad» es un retrato de las organizaciones revolucionarias que allí surgieron, articulada a cada paso por una mirada inédita y completa sobre las vidas de quienes las conformaron. Relato ejemplar, se lee con la tensión y la emoción de las mejores ficciones, y con ese sobresalto conmovedor y a menudo doloroso que sólo puede producir la narración de hechos decisivos de la Argentina reciente.

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Biografía

Eduardo Anguita nació en Buenos Aires en 1953. Por su militancia en el ERP, estuvo preso entre 1973 y 1984. Licenciado en Comunicación Social, es docente universitario y periodista en medios gráficos, radiales y televisivos. La Voluntad es su primer libro.

Martín Caparrós nació en Buenos Aires en 1957. Empezó a trabajar en el diario Noticias en 1973. Entre 1976 y 1983 se exilió en París (donde se licenció en Historia) y Madrid. Ha hecho periodismo deportivo, cultural, taurino, gastronómico, político y policial en prensa gráfica, radio y televisión. Fue docente universitario, dirigió varias revistas, y sus artículos aparecen en diversos medios de América y Europa. Publicó novelas, libros de viajes y ensayos.

Cinco

—Otro plan de lucha como éste y terminamos todos en Siberia, Gringo. Estos burócratas yo no sé si son peores cuando colaboran o cuando se ponen duros, la verdad.

Dijo Felipe Alberti, y Agustín Tosco le contestó que tenía razón:

—Sí, ahora se nos va a hacer muy cuesta arriba para remontar esta situación. Pero bueno, Felipe, no hay que perder el entusiasmo.

En realidad, los dos sindicalistas de Luz y Fuerza de Córdoba tenían razones de sobra para el pesimismo. El fracaso del segundo paro general convocado por la CGT significaba el final de su Plan de Acción y el principio de una etapa complicada para los sindicalistas combativos. El proceso había empezado un par de meses antes, con la asunción de Adalbert Krieger Vasena y su anuncio de un plan estrictamente liberal para todo menos para los salarios, que quedarían congelados por veinte meses. Era evidente que el sacrificio lo harían los trabajadores y la CGT tenía que reaccionar de alguna manera: Augusto Vandor, que ya estaba descubriendo que el nacionalismo de Onganía era declamatorio y que su gobierno no tenía la intención de reconocerle los servicios prestados como él quería, trató de retomar su táctica habitual: presionar para después negociar. Además, pronto tendría elecciones en su propio gremio, y le convenía recuperar una imagen más opositora. El 4 de febrero, en la reunión del Confederal de la CGT, los vandoristas impulsaron el Plan de Acción contra los sectores participacionistas, que querían negociar sin más trámites, y ganaron. El Plan preveía una serie de jornadas de agitación que culminarían en un paro de veinticuatro horas el 1.º de marzo y otro de cuarenta y ocho el 21. Vandor estaba lanzado: «Sabemos que la huelga va a ser difícil, pero mejor que decir es hacer, y entonces haremos. Los metalúrgicos estamos dispuestos a tomar las fábricas si fuera necesario».

El gobierno contraatacó con fuerza. El 10 de febrero, la policía declaró que había descubierto un complot terrorista que acompañaría al plan de lucha de la CGT; el complot era más bien imaginario, pero el gobierno informó que había decidido interrumpir el diálogo con los sindicalistas, prohibir toda manifestación e intervenir varios sindicatos. La CGT vacilaba, y el gobierno profundizó su ataque; el paro del 1.º fue un relativo fracaso, el gobierno suspendió la personería gremial de varias uniones importantes y hubo una escalada de despidos en las empresas del Estado. La CGT no sabía cómo reaccionar: su Comisión Directiva renunció y los participacionistas de Taccone, Alonso y Coria ocuparon el espacio perdido por los vandoristas. Los sindicalistas más combativos, como el gráfico Ongaro, el sanitario Olmos, el telefónico Guillán, el farmacéutico Di Pasquale, el azucarero Santillán, el naval De Luca y el lucifuercista Tosco, quedaban, por el momento, sin muchas posibilidades de acción.


Cuando nació Felipe, el segundo hijo varón de los Alberti, su padre, José Luis, ya llevaba cuarenta días de bronca por la prepotencia de los milicos. Era octubre de 1930 y el ejército acababa de voltear a Yrigoyen: José Luis Alberti era del Partido Demócrata, una variante conservadora en Córdoba, y no estaba con los radicales, pero los militares en la calle le caían mucho peor. Felipe creció en Dalmacio Vélez, un pueblito de la pampa gringa, y era un clásico producto de esas tierras: un rubio de ojos claros que a los cinco años ya ordeñaba, montaba en pelo, distinguía la alfalfa del mijo y se divertía pescando en el arroyito que cruzaba la chacra. A los seis heredó el guardapolvo de su hermano Uber y se quedó aterrado cuando fue a la escuela y vio lo grandote que era el cura Nicasio.

—No quiero volver, papá, me pegó unos guascazos bárbaros.

Felipe no aprendía mucho, porque además de pegarles, Nicasio tenía que enseñarles todas las materias y todos los grados, de primero a sexto. Cuando los varones terminaron la primaria, José Luis resolvió mandarlos a la ciudad, con la abuela, que vivía en el barrio General Paz, porque las cosas iban muy mal y las 160 hectáreas no daban ni para comer. Tras un par de años en la ciudad de Córdoba, Felipe volvió al campo. Esta vez a Hernando, una zona sembrada de maní, porque la abuela le había conseguido una beca en un internado de curas. La vida de los claustros no mejoró la situación: aprendía poco y nada y la comida le resultaba espantosa.

A los dieciséis, un cura lo sacó de la clase para decirle que su padre había sufrido un ataque de peritonitis y que, por esa cosa de las distancias del campo, nunca había llegado al hospital. Felipe decidió cambiar de vida: agarró las pocas cosas que tenía y se tomó un micro a Córdoba. Salió a buscar trabajo y a los pocos días estaba despachando comida en un almacén. Después probó suerte como vendedor, primero de balanzas y después de equipos eléctricos. Yiraba. Conoció Rosario y el norte de la provincia de Buenos Aires. Hasta que a los veinte lo sortearon para la colimba. Como era alto, flaco, rubio, de ojos claros y buen jinete, era el perfecto granadero. Se pasó el año clavado en la Capital, haciendo guardias en Balcarce 50, firme cuando pasaba Juan Domingo Perón, por quien no tenía simpatías. Fue el año del levantamiento del general Menéndez. Alberti había nacido en un pueblo conservador de una provincia antiperonista pero no sintió la más mínima pena porque ese general fracasara. A Felipe le interesaba la política, pero le disgustaban los estancieros, los curas y los milicos.

Cuando le dieron la baja probó suerte en Mar del Plata, donde le habían ofrecido ser apoderado del Partido Demócrata. Pero con eso no pudo conseguir ni un trabajo para parar la olla. En cambio, conoció a Clelia y se casó rápidamente; al cabo de unos meses la convenció de que en Dalmacio Vélez podrían tentar suerte con la alfalfa, el mijo y unas vacas lecheras. Pero el campo estaba más que áspero y al poco tiempo los Alberti se fueron a la ciudad, donde Felipe manejó un taxi. Entre sus idas y vueltas ya habían tenido dos varones y una nena, los tres seguidos. Cuando empezó el año 59, Felipe ya tenía veintinueve años y algunas tardes, la sensación de que la vida se le escapaba haciendo changas. Le importaba asegurar la vida de su familia y decidió buscar algo más firme.

—Querida, hablé con el Negro Mercado, el tipo me prometió una mano.

Mercado era un abogado del Partido Demócrata que había llegado a senador provincial. A Felipe le caía bien porque no la iba con los curas y los milicos y estaba de acuerdo con las leyes obreras que había dejado de herencia Amadeo Sabattini.

—El tipo me va a hacer un enganche con la Empresa de Energía.

A fin de mes presentó la carta de Mercado dirigida a la dirección. Acostumbrado a trajinar, fue sin muchas expectativas.

—Bueno, Alberti, preséntese en la sección Medidor y Conexiones, el 26 a las siete.

Tres días después tenía el uniforme de trabajo y un puesto estable. Sentía que muchos lo miraban con recelo: al fin y al cabo había entrado por la patronal, y más de uno podía suponer que ese rubio alto y flaco fuera medio buchón. Su ingreso como acomodado coincidió con el fin de los acomodos. Los del sindicato, encabezados por Agustín Tosco, que venía de Buenos Aires porque estaba en la Federación, habían ido a ver al gobernador Arturo Zanichelli.

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