Steven Eriksson - Los jardines de la Luna
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Los jardines de la Luna: resumen, descripción y anotación
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Las viejas piedras de este camino
el hierro han sentido,
también la negra herradura, el tambor.
Lo vi marchar venido
del mar, entre colinas, bañado en sangre.
Al anochecer se vino, un niño entre ecos,
hijos y hermanos, todos en las filas
de guerreros fantasma. Se vino a donde
yo reposaba el cansancio al final de la jornada;
Su zancada hablaba por sí sola, y fue ésta la que me reveló
todo cuanto debía saber sobre él.
Camina el muchacho;
otro soldado, otro,
enardecido su corazón
que aguarda aún a ser forjado en frío.
Lamento de madre
Anónimo
Año 1161 del Sueño de Ascua
Año 103 del Imperio de Malaz
Año 7 del reinado de la emperatriz Laseen
—Un cachete y un empujón —decía la anciana—, así es como actúa la emperatriz, igualito que los dioses. —Se inclinó a un lado y lanzó un escupitajo, para limpiarse después los labios con un trapo sucio—. Tres esposos y dos hijos se me han ido a la guerra.
La mirada de la pescadora brilló al observar la columna de soldados a caballo que pasó al galope, de modo que apenas prestó atención a la vieja que se encontraba de pie a su lado. El aliento de la muchacha se había acompasado al paso de aquellos magníficos caballos. Sintió arder las mejillas, un rubor que nada tenía que ver con el calor. El día tocaba a su fin; el tono rojizo del sol ensangrentaba las copas de los árboles que se alzaban a su derecha, mientras que el suspiro del mar se había enfriado en su rostro.
—Eso fue en tiempos del emperador —continuó la vieja—. Espero que el Embozado haya puesto al fuego el alma de ese cabrón. Mira, moza, Laseen se las apaña bien a la hora de esparcir los huesos de los mejores. Je, je, después de todo empezó por los de su propio marido, ¿o no?
La pescadora asintió con aire ausente. Tal como correspondía a los humildes, aguardaban junto al camino. La anciana atribulada con un tosco saco lleno de nabos, y la joven con un cesto enorme que apoyaba en la cabeza. Cada poco, la anciana cambiaba el saco de un hombro huesudo a otro. Puesto que los jinetes atestaban el camino, y que la zanja a su espalda formaba una pronunciada caída sobre un lecho de roca, no había espacio para dejar el saco.
—Esparcir los huesos, eso he dicho. Los huesos de los maridos, los huesos de los hijos, los de las esposas y también los de las hijas. A ella le da lo mismo. Al Imperio tanto le da. —La anciana escupió de nuevo—. Tres maridos y dos hijos, diez monedas por cabeza al año. Cinco por diez. Cincuenta monedas suponen una magra compañía, moza. Hace frío en invierno, y frío está el lecho.
La pescadora se limpió el polvo de la frente. Su mirada radiante revoloteó entre los soldados que pasaron ante ella. Los jóvenes subidos a las sillas de elevado respaldo lucían severa la mirada, vuelta al frente. Las pocas mujeres que cabalgaban entre ellos se mantenían erguidas y, de algún modo, su mirada era aún más fiera que la de sus compañeros. El sol arrancaba destellos de color carmesí a los yelmos, tales destellos que a la muchacha le dolían los ojos y su visión se empañaba.
—Eres la hija del pescador —dijo entonces la anciana—. Te he visto alguna vez en el camino, y en la orilla también. Os he visto a tu padre y a ti en el mercado. Es el manco, ¿verdad? Más huesos para la colección, ¿me equivoco? —Hizo con la mano ademán de cortar algo, y después asintió—. Mi casa es la primera del sendero. Utilizo las monedas para comprar velas. Cinco velas prendo cada noche, cinco velas que hagan compañía a la vieja Rigga. En mi casa reina el desánimo, y también rebosan cosas desanimadas; yo soy una de esas cosas, moza. ¿Qué llevas en esa cesta?
Lentamente la muchacha comprendió que aquella pregunta le había sido formulada a ella. Apartó su atención de los soldados y sonrió a la anciana.
—Lo siento —dijo—. Los caballos hacen tanto ruido.
—Te preguntaba qué llevas en esa cesta, moza —levantó la voz la anciana.
—Bramante. Lo necesario para tres redes. Mañana debemos tener una de ellas lista para la faena. Papá perdió la última, porque hubo algo en las aguas profundas que se la llevó, y a la pesca también, Ilgrand Lender quiere recuperar el dinero que nos prestó y necesitamos pescar mañana. Necesitamos una buena captura. —Sonrió de nuevo y volvió a observar a los soldados—. ¿No es precioso? —preguntó con un suspiro.
Rigga extendió la mano, aferró la densa mata de cabello negro de la muchacha y tiró con fuerza.
La pescadora lanzó un grito. La cesta que apoyaba en la cabeza se balanceó para después deslizarse hasta un hombro. Tiró con fuerza de un asa, pero era demasiado peso y cayó al suelo.
—¡Ay! —protestó la muchacha, que intentó arrodillarse. Rigga, sin embargo, tiró con más fuerza de su pelo, hasta obligarla a volver la cabeza.
—¡Presta atención, moza! —El agrio aliento de la anciana hirió el rostro de la joven—. El Imperio lleva cien años moliendo esta tierra. Tú naciste dentro de él, yo no. Cuando tenía tu edad, Itko Kan era una nación. Enarbolábamos nuestra propia bandera y nos pertenecía. Éramos libres, moza.
La muchacha sintió ganas de vomitar ante el aliento de Rigga y cerró los ojos con fuerza.
—Recuerda mis palabras, niña, o el Sayo de las Mentiras te cegará para siempre. —La voz de Rigga se convirtió en un canturreo, y de pronto la muchacha dio un respingo. Rigga, Riggalai la vidente, la bruja de la cera que atrapaba almas en velas que después quemaba. Almas que se convertían en pasto de las llamas. Las palabras de Rigga adoptaban el escalofriante tono propio de las profecías—. Recuerda mis palabras. Soy la última que te hablará. Eres la última en escucharme. De esta forma estamos unidas, tú y yo, más allá de todo lo demás. —Rigga tiró con más fuerza del cabello de la muchacha—. Allende el océano de la emperatriz ha hundido el cuchillo en tierras vírgenes. La sangre corona el oleaje y te cubrirá toda, niña, si no te andas con cuidado. Te pondrán una espada en la mano, te darán un bonito caballo y te enviarán al otro lado del mar. Pero una sombra cubrirá tu alma. ¡Escucha! ¡Entiérralo en lo más hondo! Rigga te protegerá porque ahora estamos unidas, tú y yo. Pero es lo único que puedo hacer, ¿comprendes? Mira al Señor desovado en la Oscuridad; suya es la mano que liberará, aunque él no lo sepa…
—¿Qué sucede? —voceó alguien.
Rigga volvió la mirada al camino. Un jinete había detenido la montura. La vidente soltó el cabello de la muchacha.
Esta trastabilló, tropezó con una roca del borde del camino y cayó. Al levantar la mirada, el jinete había pasado de largo. Otro cabalgaba en su estela.
—Deja en paz a esa preciosidad, vieja desdentada —gruñó éste, que al pasar junto a ellas se inclinó en la silla y abofeteó a la anciana con la mano abierta, enfundada en un guantelete. El guantelete de escamas metálicas alcanzó a Rigga en la cabeza y, debido al golpe, la anciana giró sobre sí hasta caer al suelo.
La pescadora lanzó un grito al desplomarse Rigga con fuerza en sus muslos. Un esputo de sangre salpicó su rostro. Gimoteando se arrastró por la grava y empleó los pies para apartar el cuerpo de Rigga. Finalmente se puso de rodillas.
Hubo algo en la profecía de Rigga que parecía haber anclado en la mente de la joven. Pesaba como una losa, y permanecía oculto a la luz. Descubrió que era incapaz de recordar una sola palabra de lo que había dicho la vidente. Extendió el brazo para tomar el rebozo de lana de Rigga. Luego, con sumo cuidado, cubrió con él a la mujer. La sangre, que manaba de la oreja, cubría la mitad de su rostro. Tenía más sangre en la barbilla, y más en la boca. Los ojos miraban, pero no veían.
La pescadora se apartó, incapaz de recuperar el aliento. Miró a su alrededor, desesperada. La columna de soldados había pasado de largo, sin dejar a su paso más que la polvareda y el rumor lejano de los cascos de los caballos. El saco de Rigga lleno de nabos había esparcido su contenido en el camino. Entre la verdura había cinco velas de sebo. La joven logró llenar por fin de aire polvoriento sus pulmones. Se limpió la nariz y observó su propia cesta.
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