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Steven Connor - Parafernalia

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Steven Connor Parafernalia
  • Libro:
    Parafernalia
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2011
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Parafernalia: resumen, descripción y anotación

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Alfileres

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LOS ALFILERES PERTENECEN AL vasto y diverso universo de los prendedores, al diccionario de artilugios que los seres humanos usamos para sujetar, sostener y mantener las cosas unidas, y a esos prendedores unidos a ellas. Éstos ejemplifican y encarnan la capacidad y la necesidad de formar uniones, asociaciones, adyacencias. Permiten reorganizaciones anagramáticas de las cosas del mundo: coger dobladillos, fijar insignias y emblemas a la ropa. Ligan el mundo —del latín ligere, término que significa atar o unir, y que está emparentado etimológicamente con palabras como «religión», «ligamento», «alianza», «obligación»—. El alfiler imperdible —o, simplemente, el imperdible—, en concreto, «atadura de la infancia, aparato de curación de emergencia, base y puntal de nuestra civilización», cerrándose sobre sí mismo al tiempo que mantiene las cosas muy juntas entre sí, puede ser visto como el metaalfiler, o el alfiler rey de la sujeción.

Pero entre la diversidad de prendedores, y por más que todos sugieran siempre la idea de seguridad y sorpresa, los alfileres son los más ambivalentes por ser los menos permanentes. Los alfileres tienen siempre algo de adaptado, de temporal, de improvisado. Una falda o la pernera de un pantalón que se sujetan mediante alfileres, se encuentran en un estado de preparación para un cosido más permanente. Una canción de 1908 dedicada, extrañamente, al tema de los alfileres y las horquillas, observa que, a pesar de ser útiles para muchas otras cosas (para comer caracoles, para forzar cerraduras), las horquillas de pelo van, de hecho, muy mal para la función para la que en principio han sido diseñadas.

Por ello, a pesar de estar estrechamente asociados, los alfileres y las agujas, las agujas y los alfileres, también son, de hecho, casi opuestos. Allí donde la aguja proporciona una unión mágica o entretejido de dos sustancias, un alfiler los junta sin unirlos; las sustancias reunidas o colaterales se mantienen la una junto a la otra, cara a cara, pegadas y a la vez separadas, y resulta muy fácil volver a separarlas. Existe siempre cierta laxitud, cierto juego de posibilidad, en el hecho de sujetar algo con alfileres. Lo que está «cogido con alfileres» es siempre algo contingente más que permanente. Además, las cosas así sujetas parecen contravenir la ley de la gravedad. Por ello, la emoción de un peinado recogido con horquillas es, precisamente, esa sensación aparente de que la extracción de una sola de ellas podría causar el descenso en cascada de todo el cabello, en una catástrofe dulce y voluptuosa.

Los alfileres son cosas menudas, menores, de poca consideración, lo que las convierte en figuras adecuadas para expresar lo prescindible en sí mismo. Pedir «para alfileres», por ejemplo, equivale a pedir una cantidad muy modesta de dinero. Es raro que existan monedas de denominación tan baja que permitan comprar un solo alfiler, aunque éstos, lo mismo que los botones, pueden, ellos mismos, formar una especie de conjunto de monedas en miniatura. Es a causa de esa pequeñez que los alfileres son también algo escurridizo, que se cae con facilidad, se pierde, se olvida, no se sabe dónde se ha dejado. En un número de la revista satírica Punch de 1842, alguien comentaba que, si los 20 millones de alfileres que se fabricaban al día y que desaparecían misteriosamente pudieran encontrarse, darían para construir un inmenso «Alfiler de Victoria» de hierro capaz de rivalizar con la alejandrina Aguja de Cleopatra.

Con todo, los alfileres no han sido siempre tan insignificantes. Aunque los fabricados con madera o hueso se usaron durante miles de años para unir tejidos y mantener el pelo recogido, la manufactura de los metálicos resultaba mucho más difícil y, en consecuencia, se valoraron como un lujo hasta el siglo XVII. Aun así, existía gran demanda de ellos, sobre todo durante el siglo XIV, cuando la sofisticación de los tocados —que incorporaban cofias, velos y tocas— hacía imprescindible el uso de gran cantidad de alfileres y horquillas. Los alfileres se usaron con profusión para los vestidos de las mujeres hasta bien entrado el siglo XVII, cuando las prendas masculinas ya habían empezado a mantenerse sujetas mediante botones y hebillas. Durante el siglo XIV, en Inglaterra, los alfileres eran escasos y caros —quinientos alfileres costaban lo que una oveja— hasta el punto de que sólo podían ponerse a la venta libre dos días al año, el 1 y el 2 de enero. Hacia el siglo XVII, los alfileres se habían popularizado lo bastante como para que se convirtieran en la medida de lo prácticamente insignificante. Una balada popular del 1660 incluye la estrofa:

En nada pienso, de nada escribo,

Nada codicio, pero nada desdeño

Y me importa un alfiler, si no me dan nada por él.

William Cowper creó esta adivinanza en verso en torno al enigma de un alfiler:

La aguja más pequeña que imaginarse pueda

En volumen y en uso me supera

Comprarme a mí no sale nada caro

Por muy poco, casi casi por nada

Pueden comprarse

Tantos como días tiene un año.

Los alfileres son objetos incidentales pero, por eso mismo, también pueden asociarse a la precisión y a la agudeza. Innumerables e insignificantes como unidades, pueden, sin embargo, usarse para contar o medir. Un refrán inglés asegura que «un alfiler al día es una moneda de plata al cabo del año». El poder sumatorio de los alfileres, que les permite ir de lo pequeño a lo grande, se pone de manifiesto en el célebre uso de la fabricación de alfileres que el economista Adam Smith presenta al inicio de La riqueza de las naciones para ilustrar las ventajas de la división del trabajo en tareas especializadas, en el que calcula que una fábrica que emplee a diez hombres de ese modo puede esperar producir 48 000 alfileres al día:

Cada persona, por tanto, que fabrique una décima parte de cuarenta y ocho mil alfileres, puede considerarse que fabricará cuatro mil ochocientos alfileres al día. Pero si hubieran trabajado separada e independientemente, y si ninguno de ellos hubiera sido educado en esta empresa concreta, sin duda ninguno de ellos habría podido fabricar veinte, tal vez ni siquiera un alfiler. Y ésa no es, sin duda, ni una parte entre doscientos cuarenta, y tal vez ni siquiera una parte entre cuatro mil ochocientos, de lo que en realidad son capaces de producir como consecuencia de una división y una combinación adecuadas de sus distintas operaciones.

Google Maps nos asegura que ofrece la localización precisa que buscamos mediante el icono de un gran alfiler de cabeza redonda, que marca el lugar. El alfiler se identifica con la exactitud abstracta, absoluta, del punto aislado, razón por la cual un alfiler se aproxima, en la imaginación, a una idea de algo así como un átomo o una partícula elemental del espacio. De ahí la expresión «contar los ángeles que caben en una cabeza de alfiler», usada para ridiculizar especulaciones sin importancia, de matices indistinguibles. Se trata de una frase que bien podría tener su origen en la objeción de Tomás de Aquino a quienes «crediderunt quod angelus non posset esse nisi in loco punctali» («creen que un ángel no es capaz de existir salvo en una posición puntual.

De poca consideración, insignificante, apenas nada, el alfiler suele ser, con todo, «la mismísima cosa», «la cosa misma», a la vez prescindible y necesaria.

Los alfileres también entrañan peligro: el muñeco de vudú o la imagen de cera de la brujería atravesada de alfileres es a la vez una imagen de crueldad y la demostración de que eso precisamente, una imagen, es lo único que hace falta para poner en funcionamiento esa crueldad. En Europa, los alfileres están fuertemente asociados a los métodos de las brujas. En un panfleto del siglo XVII se cuenta la historia de una anciana que pidió a una doncella de servicio llamada Elizabeth Burgiss un alfiler para sujetarse el pañuelo al cuello. Varios días después, la doncella empezó a quejarse de agudos pinchazos. Al pasarse la mano por la espalda del vestido descubrió «un pedazo grande de arcilla lleno a rebosar de alfileres clavados». Lo arrojó al fuego, pero los dolores no cesaron. Esta vez, la investigación dio como resultado «un pedazo de arcilla tan cuajado de espinas como el otro de alfileres.

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