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Para mis padres y mis hermanos.
Para Mateo y Luca S.
En recuerdo de Heinz Opplinger, cuyo trabajo junto a Gabriela Krauer fue inspiración y consuelo
en tiempos difíciles.
«¿Qué país es este —se decían uno al otro—, desconocido para el resto del mundo y donde la naturaleza es tan distinta a la nuestra? Debe de ser el país donde todo es perfecto, porque es absolutamente necesario que exista uno así. Y, a pesar de lo que decía el maestro Pangloss, a menudo yo notaba que las cosas iban mal en Westfalia».
Voltaire, Cándido
N o me preguntes por qué, pero hay personas a las que les da por inventar historias. A menudo comienzan con una frase como «Había una vez» o «Hace muchos años en un país muy lejano», y luego sueltan todo el rollo. Cuentan historias como la de un tío que una mañana se despierta convertido en un horrible insecto, hablan sobre otro que busca por los mares a una ballena blanca —como si no existieran los acuarios para ver ballenas, y además delfines y salmones— o acerca de un señor que vive en una montaña y se llama Bàrnabo, que, si te digo la verdad, a mí me parece nombre de medicina.
Esta historia, sin embargo, no habla de nada por el estilo y, como habrás visto si leíste la primera línea —que es como se leen los libros, por si no lo sabes: de izquierda a derecha y de arriba abajo, sin saltarse nada—, no comienza con el clásico «Había una vez». Esto es, sencillamente, porque esta historia no me la he inventado. Es una historia que ha sucedido y tal como lo ha hecho, o como me han dicho que lo ha hecho, es como yo te la cuento. Es la historia de un viaje que, incluso en este mismo instante, muchos intentan repetir, así que ya puedes ir preparándote porque todo lo que cuento es real. Todo excepto el nombre de la ballena, que he cambiado para que no se enfade cierta ballena famosa...
L a historia que quiero contarte es la de un joven venado de las pampas llamado Nahuel.
Un venado de las pampas no es cualquier venado. Es de una clase de ellos que solo vive en las pampas argentinas, unas enormes extensiones de pastizales que, si te parases un día de viento y miraras a tu alrededor, te parecerían un enorme mar sin orillas. Estas pampas se encuentran en un país que se llama Argentina. (Solo por si no lo sabes, te diré dónde está Argentina. ¿Has visto alguna vez África? Bueno, Argentina no está en África. Ni siquiera está un poco cerca de allí, sino más bien al sur de América. Puedes tomar un mapa y mirar por ti mismo. Al sur de América está América del Sur —el que le ha puesto ese nombre se ha pasado de listo, ¿verdad?— y al sur de América del Sur está Argentina. En el centro de Argentina están las pampas, lo cual me recuerda un poema que los niños suelen recitar. El poema dice:
En el cielo las estrellas.
En el campo las espinas.
Y en el centro de mi pecho
la República Argentina.
No es muy ingenioso, pero ya me dirás tú si no has escuchado cosas más tontas en el colegio).
En las pampas, las tormentas siguen a largas sequías en las que la tierra parece estar a punto de arder en llamas. No hay mucha agua y son pocos los árboles que puedan dar sombra a sus escasos habitantes, así que en ellas la vida es difícil y muy dura.
Esto lo sabía Nahuel muy bien. Él era el último de los venados de las pampas. Aunque hubo un tiempo en que los de su especie eran los orgullosos dueños de esas tierras, rápidamente habían comenzado a desaparecer, acosados por los pumas —que son unos gatos pero a lo bestia: nada de ronronear o refregarse contra tu pierna; si te pillan, te hacen alimento para gatos en un minuto—, obligados por las cosechas que reducían su territorio a buscarse la vida en zonas cada vez más pequeñas y con menos pasto y cazados por los gauchos, que son unas personas que van a todas partes con un caballo. (Al caballo siempre lo llevan entre las piernas). Me dirás que esta es una historia triste y tendré que responderte que aún no has visto nada. De hecho, esta historia es más que triste: es —atención a mi palabra favorita, que leerás muchas veces en lo que sigue— tenebrosa.
El problema de Nahuel era el agua. No el hecho de bañarse, que solo es un problema si eres sucio. (Hay personas que son tan sucias que, si dan los buenos días, la gente se los devuelve porque no le gusta cómo huelen: espero que no sea tu caso. Si lo es, hazme el favor y date una ducha antes de seguir leyendo). El problema de Nahuel era, sencillamente, que no había agua. Las pampas argentinas soportaban una sequía terrible y el joven venado debía recorrer kilómetros y kilómetros para encontrar un charco del que beber. Al mirar su imagen reflejada en el agua sucia, Nahuel se preguntaba cada vez si encontraría más al día siguiente, si los empresarios que llenaban las pampas con sus molinos y sus vacas de caras largas y sus cosechas no acabarían por ocupar toda la tierra, forzándolo a vivir arriba de un árbol como los pájaros por no tocar un suelo que ya no iba a pertenecerle. Un par de veces intentó aprender a trepar a los árboles por si alguna vez tenía que vivir en uno de ellos, pero sus patas eran muy débiles y cayó al suelo, lastimándose. Nahuel observaba los pájaros y quería ser como ellos. Sin embargo, sabía que eso era imposible. Mientras miraba su imagen en un charco, se sabía el último de su especie y se sentía solo. Muy solo.
S i tuviera que decir cuándo comenzó su aventura, Nahuel diría sin dudarlo que fue cuando se encontró con las cigüeñas. Un día, mientras recorría el campo en busca de agua como te he contado, vio a tres de ellas subidas a un árbol. Eran increíblemente blancas y lo miraban con una expresión altiva que resaltaba sus largos y graciosos picos. Hablaban entre ellas a los gritos, lo cual quizá te parezca imposible si es que te han enseñado que los animales no hablan. Si tú te has creído eso, es seguramente porque nunca has escuchado hablar a las cigüeñas. No importa lo que te digan los del canal de los documentales: si alguna vez has visto los programas de concursos estoy seguro que sabrás que todos los animales hablan, incluso aunque muchos no sepan lo que dicen.
Mientras tú y yo discutíamos si los animales hablan o no —que sí, que hablan; si no fuese así, ¿cómo crees que podría estar yo contándote todo esto?—, Nahuel se acercó discretamente a las cigüeñas y les preguntó:
—Señoras, ¿podrían decirme dónde hay agua en los alrededores?
—Muy cerca —chilló la primera.
—Hay muchísima agua —agregó la segunda.
—En el mar —dijo la tercera, que parecía la más sensata de las tres.
A ella Nahuel le hizo la siguiente pregunta:
—¿En qué dirección se encuentra el mar?
—Este —afirmó la primera con voz carrasposa.
—Siempre hacia allí —dijo la segunda.
—Hacia el este —agregó la tercera.
—¿Qué clase de charca es ese mar del que ustedes hablan? —preguntó tímidamente Nahuel—. ¿Es grande o solo tendré suficiente para mojarme un poco los labios?
Las cigüeñas rieron al unísono durante largo rato. Al fin la tercera y más sensata de las tres le respondió:
—El mar es enorme.
—Enorme —dijo la primera cigüeña.
—Pero no se puede beber.
—El agua es salada —dijo la tercera.
—¡Puaj! —agregaron las otras dos sacudiendo sus largos picos de izquierda a derecha.
A pesar de ello, Nahuel insistió: