C omo este, hay un libro entre un millón. Por espacio de varios años he tenido ocasión de presenciar su génesis entre bambalinas y puedo asegurar que ha sido un proceso hermoso y exigente. Y es que un parto semejante exige atención y cercanía. La duda, la humildad, la convicción, la determinación, la fe y la seriedad son ingredientes naturales en la obra de un autor comprometido, y la peripecia vital que encontramos en estas páginas no podría ser más particular.
Charlotte Rørth nos invita a conocer sus experiencias y a acompañarla en su viaje a través de un período para ella repleto de acontecimientos, en parte inesperados, que ha sabido plasmar muy bien en el libro y que vuelven a cobrar vida gracias al encuentro entre la autora y el lector.
Es muy fácil rechazar lo diferente: lo místico, lo religioso o lo espiritual, la creencia o la experiencia de una visión no lineal del tiempo; rechazar la fe, en términos generales. Rechazar incluso la ciencia cuando nos ofrece hipótesis y resultados poco convencionales. La vida está llena de diversidad.
Este libro trata del espíritu, del alma y de la mente, de la vida y de la muerte, de Dios, del individuo y de la comunidad. Charlotte Rørth ha querido apartarse de clasificaciones y sistemas rígidos, de categorías marcadas por los prejuicios, e invitar al lector a seguirla en un viaje que abre las puertas a ideas y conceptos novedosos, a experiencias y acontecimientos diferentes, dejando al tiempo en su mano la reflexión y la decisión.
No quiero dejar de expresar mi alegría por haber podido asistir al nacimiento de un libro que después he leído con gran interés. Espero que otras muchas personas lo lean con la misma seriedad, compromiso e intensidad con los que está escrito.
Escúchame
T odo comienza la tarde del miércoles 28 de noviembre de 2008 en las fiestas de la ciudad de Baeza.
En la plazoleta en cuesta donde la calle del Rojo pasa a llamarse calle Doctor Ojeda, hermosas mujeres andaluzas pregonan sus almendras garrapiñadas y otras muchas delicias. Un pequeño tiovivo da vueltas y más vueltas. Los niños ríen en la oscuridad. Sus caritas van adquiriendo todos los colores a la luz de la feria. Rojo, verde, amarillo, azul. Los hombres, acodados en barricas, acompañan sus cervezas con aceitunas y hacen grandes aspavientos con los que arreglan el mundo. El aire está cuajado de banderolas y de notas del hilo musical, porque pasado mañana es el día de San Andrés, santo patrono de la ciudad, que también ha dado nombre a la iglesia en la que estamos entrando.
En el templo abarrotado, con sus blanquísimas bóvedas y un altar mayor donde resplandecen las esculturas doradas y María con Jesús en brazos, acaba de terminar la misa en honor del santo. Los fieles se levantan de los bancos de madera y la emprenden a saludos con vecinos, primos y hermanos. De repente, una mujer regordeta vestida de negro que lleva zapatos bajos y un pañuelo en una mano empieza a apartar a la gente hacia los lados hasta quedar frente a mí. Es tan baja –menos de un metro y medio– que tiene que levantar la vista para mirarme mientras respira afanosa y sonoramente.
–Eres una elegida –asegura sin aliento al tiempo que tira de mis manos hasta estrecharlas con fuerza contra su pecho.
Convencida de que me confunde con otra persona, intento soltarme educadamente, pero ella me agarra por las muñecas con fuerza y me mira con determinación, como si me reconociera. Asiente.
–¿Cómo te llamas?, ¿de dónde vienes, ¿qué haces?
Al oír la palabra periodista, dice «Bien, bien», y coloca sus manos alrededor de las mías.
–Por eso te han elegido, entonces. Vas a tener que contar la historia más importante de tu vida, así que escúchame – continúa; su pañuelo se calienta entre nuestras manos–. Va a llegar el fin del mundo y solo aquellos que crean se salvarán. Y tú tienes que contárselo a todos.
Respira.
Por espacio de unos segundos solo hay silencio entre ella y yo; yo, que he venido hasta aquí por trabajo. Invitada, como otras veces, por la Oficina Española de Turismo, que organiza viajes con conferencias y excursiones guiadas para periodistas y fotógrafos que, de ese modo, podemos publicar en nuestros países de origen artículos sobre lugares y monumentos españoles poco conocidos fuera de España. Este itinerario por Jaén, Úbeda y Baeza, entre sierras andaluzas, para acercarnos a su aceite de oliva y su cultura, ha tenido un arranque algo movido. A causa de una baja por enfermedad de última hora, buscaban a alguien que hablase español, un idioma en el que me defiendo por haberlo estudiado en el instituto y porque me siento indefiniblemente cómoda en este país que ya he recorrido varias veces desde mi primer Interrail por él en pantalones cortos. La Oficina de Turismo me llamó el lunes y el viaje comenzó el miércoles. Mi trabajo y mi familia dieron el sí y aquí estoy, con las manos de una desconocida alrededor de las mías y sin sospechar siquiera que estoy a punto de entrar en un período de mi vida que puede llevarme a perder la razón, el marido, el trabajo, los amigos y... a mí misma.
Este es el día del comienzo de lo que no termina, del asunto de este libro.
«No tenemos derecho a juzgar
lo que no somos capaces de entender.»
Jesús Leiros
Este es mi sitio
I gual me está dando una embolia, me digo un día después de la visita a la iglesia de Baeza. Estoy en una localidad vecina, Úbeda, paralizada cual estatua de sal en una sacristía junto a una capilla de cinco siglos de antigüedad, la Sacra Capilla de El Salvador.
Hace un cuarto de hora, el grupo de periodistas al completo ha entrado en El Salvador y ha estado bajo la cúpula escuchando la larga disertación de Andrea Pezzini, el guía, acerca de esta capilla, una de las más bellas del mundo, erigida por y para el caballero Francisco de los Cobos y Molina y su esposa. Ambos están enterrados en la cripta, justo bajo la cúpula, ante un descomunal altar casi obscenamente decorado con estatuas de madera talladas y doradas, coronas de flores con brillos y colores, pámpanos y ribetes, ángeles, columnas y cortinajes, una pomposa profusión de estilo barroco. Andrea ha gesticulado, nos ha explicado y después nos ha conducido hasta la sacristía de la izquierda, con su fría decoración clerical y su blancura casi resplandeciente. El sitio donde ahora estoy.
Una vez dentro, él ha seguido con las explicaciones. Y aún sigue, pero su voz me resulta cada vez más lejana, ¿o seré yo la que se aleja? Tengo algodón en los oídos, imanes en los pies, todo está vacío, no pienso en nada, no sé nada. ¿Es posible estar así?
Sí.
Es la segunda vez que me ocurre algo especial. Ayer me abordó una mujer que me llamó «elegida». Hoy me encuentro aquí plantada como un ser sin voluntad, físicamente clavada a este suelo sucio. Debería tener miedo, pero no lo tengo; aunque no puedo moverme.
Cuando me he despertado esta mañana, era una criatura normal, un ser pensante con su título de bachiller, su carrera de periodismo y una fe ciega, como la de tantos daneses, en el sentido común. Nacida en 1962, criada, educada y formada en un entorno ateo, aunque académicamente respetuoso. Era una periodista más, estaba bien y me encontraba de viaje; había borrado de mi mente la profecía de la víspera a propósito de eso de ser una elegida.