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Francisco José Pérez Rubio - Nunca te daré la espalda

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Nunca te daré la espalda: resumen, descripción y anotación

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La tranquila y feliz vida de Luis en el barrio de Carabanchel se desmorona en un segundo. Inmerso en una crisis interna, decide alejarse de Madrid y buscar una nueva vida en La Coruña.Comienza así un viaje apasionante por diversos lugares donde vivirá grandes experiencias. Conocerá la soledad, el mundo de la prostitución, el de los mendigos, la sordidez de las drogas y también el amor salvador.Nunca te daré la espalda es una obra ágil, sensible y positiva, de superación frente a experiencias difíciles; pero, sobre todo, es una novela de amor en su más amplio concepto, que sumerge al lector con facilidad entre sus páginas y le atrapa hasta el final.

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Nunca te daré la espalda — leer online gratis el libro completo

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A mi esposa Soledad y a mis hijos Diego Javier e Irene A mis amigos Caty - photo 1
A mi esposa Soledad y a mis hijos Diego Javier e Irene A mis amigos Caty - photo 2

A mi esposa Soledad y a mis hijos Diego, Javier e Irene.

A mis amigos Caty, Conchi y Pedro por animarme a escribir esta novela y en especial a Angel por sus sabias orientaciones.

Capítulo I

El sol se asomó tímidamente por encima de los bloques de viviendas que daban al pequeño parque. Sus rayos luminosos traspasaron alegres los cristales del cuarto de baño y se esparcieron al azar reflejados por los objetos de cristal. Los pájaros formaban enorme algarabía en el álamo que crecía frente a su terraza, saltando frenéticos de rama en rama, persiguiéndose en alocados vuelos, y su estrepitoso coro se colaba inadvertidamente dentro despertando el optimismo. A su nariz llegó el olor a pan recién tostado y café mientras la radio desgranaba las tristes noticias de cada día y su monótono sonido, de muertes, de corrupción política, de atascos en hora punta, le recordaba al sonsonete de los niños cantando la lotería de navidad.

Luis se miró al espejo y le costó reconocerse. Sin afeitar, sin peinar, con quince años más que cuando conoció a Gema. El cruel espejo se olvidaba de la magia de cuentos infantiles para mostrarle la realidad de sus enormes entradas, de una calvicie incipiente y de unos ojos más hundidos, más tristes.

—¡A ver si sales, que tenemos que entrar los demás!

Gema le devolvió a la realidad, al momento tiránico de vida que no deja tiempo para recuerdos ni comparaciones —odiosas—. Se afeitó rápidamente con la máquina de afeitar que años atrás le regaló Gema en el día del padre. Tiraba pellizcos y por enésima vez se dijo que debía cambiar las cuchillas. Así llevaba casi un año, pero siempre terminaba convenciéndose de que las cambiaría «mañana».

Mientras desayunaba, Luis miró a su hijo Pablo. Diez años, ya todo un hombrecito, poseído por la actividad frenética de los niños y por una ingenuidad a prueba de bombas. Reconoció que a su edad él era bastante más pícaro y se regodeó fugazmente en alguna de las muchas gamberradas que había hecho y, que por fortuna, no llegaron a oídos de su padre; pues era un hombre severo y el asunto se hubiera zanjado con unas cuantas tortas.

—¡Papá que se te cae la mermelada a la mesa y lo estás poniendo todo perdido!.

Miró el reloj. Las ocho y cuarto. Debía darse prisa si quería dejar a Pablo a tiempo en el colegio e ir a la nave donde trabajaba como representante para recoger muestras y dejar los pedidos que los clientes le habían encargado el día anterior.

—No se te olvide recoger mi vestido en la tintorería.

—No te preocupes. Tengo memoria de elefante.

—Pues por eso lo digo, porque te conozco.

Luis le dio un pequeño azote en el culo.

—Gracias por el cumplido — y se dirigieron a la puerta.

—¿No se te olvida algo?— dijo Gema.

Revisó la cocina: la mesa recogida, los cacharros en el lavavajillas, la mochila de Pablo en su espalda, … hasta la luz apagada.

Gema se acercó insinuante y puso sus morritos cerca de él.

—¡Vaya, lo más importante!—dijo Luis besando con cariño aquellos labios que sabían a miel y erizaban la piel y los sentidos.

—Ya estáis. ¡Qué guarros!— dijo Pablo.

Cuando salieron a la calle, Madrid rebosaba de actividad. Los coches circulaban calle abajo y frenaban bruscamente ante el avergonzado semáforo. La gente andaba de prisa, esquivándose continuamente; los autobuses apretujados de gente con olor a las cremas del afeitado o sudor, gente cargada con bolsos chinos de imitación que aún despedían el olor del plástico, con mochilas que transportaban taper y cubiertos de plástico, cargando historias de amor y odio, de amores secretos, de rebeldía de adolescentes y libros de texto.

Junto al paso de peatones, en medio de la acera sobrevivía Eduardo, el kioskero, como náufrago en medio de la navegación por las webs de la era digital, rodeado de periódicos y revistas en papel couché que mostraban sonrisas forzadas.

—¡Hasta luego Eduardo!— le saludó Pablo.

Eduardo le enseñó en la distancia, dos sobres de cromos del Atlético de Madrid y Pablo le correspondió con su pulgar hacia arriba.

Después el atasco diario de la M30. Las mismas caras de malhumor, los mismos kamikazes adelantando uno o dos coches en rápidos zig-zags, los mismos jugadores de ruleta rusa disparando mensajes con el móvil mientras conducían … y así hasta llegar a la nave donde se procesaban miles de kilos de carne hasta transformarla en atractivos y deliciosos embutidos, aunque después de ver cómo se elaboraban tenía dudas y solía evitar su ingesta. «Estoy empachado» solía decir a modo de excusa. Una nave tan despersonalizada, como las muchas que componían el paisaje de polígonos industriales que habían crecido como setas por doquier, adosada a otras naves tan faltas de personalidad como la suya. Al bajarse del coche notó en el aire un fuerte olor a ajo que provenía de una cercana empresa fabricante de sabores artificiales para añadir a cualquier alimento: patatas fritas, sopas, conservas de pescado, ….Apretó el mando a distancia y el flamante automóvil que le proporcionaba la empresa le lanzó un guiño desde los ojos que sobresalían del azul intenso de la carrocería.

Mientras caminaba hasta la entrada, le volvió a la mente el recuerdo de sus años escolares. De mal estudiante, de novillos, de tardes fumando tiempo y tabaco de cajetillas compartidas, de compartidos sueños con amigos que las primeras lluvias de la vida se encargaron de borrar. ¿Qué habría sido de ellos?. A algunos les había perdido la pista, se diluyeron como siluetas en la niebla y se acordó de Juanjosé que cerró el libro de su vida sin apenas haberlo abierto. Su noviazgo macabro con las drogas, desde sus primeros escarceos con los porros y los flirteos con las chicas hasta que definitivamente extravió el camino y se encontró flotando en un mar de colores que atraían con seducción imposible de frenar, arrastrándole a una tierra abierta ansiosa por engullirlo.

A él no le fue tan mal. Llevaba tantas papeletas como los demás pero por alguna extraña circunstancia, la suerte, la casualidad, o lo que fuera, le salvó de un destino negro y le ofreció una oportunidad. El aún se preguntaba por qué. Si el tiempo volviese atrás y le diese una segunda oportunidad, todo sería distinto: estudiaría, iría a la universidad y le daría a su padre la alegría que le negó en vida. Esta idea le visitaba a veces en las noches de insomnio y le machacaba el cerebro. Una asignatura pendiente que ya nunca podría aprobar.

—Eres el mejor. ¿Cómo lo haces?.

—Me ligo a la carnicera —añadió en tono burlón—.

Siempre conseguía más pedidos que ningún otro comercial y eso le generaba unas comisiones más altas y alguna que otra envidia que medio en broma medio en serio, se deslizaba como una losa entre Iván y él.

—Seguro que te llevas al jefe de compras al club donde están las rusas.

—No sé de qué me hablas. Mi mujer es muy celosa.

En el amor y en la guerra todo valía. También en los negocios. Sus compañeros utilizaban descuentos, otras veces atractivos regalos que tendían trampas a la avaricia, y en alguna ocasión explotaban las humanas debilidades de los clientes con tal de conseguir el pedido. Para alguno de ellos la situación era injusta pues su zona era la mejor, sus clientes más normales, su nivel adquisitivo mayor. Todo menos reconocer que él era mejor vendedor. Quizá inspiraba confianza, quizá no se escondía cuando había problemas, quizá entregaba en la fecha acordada aunque le costase llevarlo él mismo a deshoras…

—¿Cuándo hace tu hijo la primera comunión? — le preguntó Inma que trabajaba en administración.

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