Vicente Huidobro
Sátiro
o El poder de las palabras
863. Ch Huidobro, Vicente
H. Sátiro o El poder de las palabras
Santiago de Chile: Editorial MAGO, 2012
130 pp.; 20 cms.
ISBN: 978-956-317-150-1
1. Narrativa
1.2 Narrativa chilena
© Copyright 2012, by Vicente Huidobro
© Copyright 2012, by Fundación Vicente Huidobro
Segunda edición: noviembre 2012
Colección: Grandes Escritores
Director: Máximo González Sáez
Edita y distribuye: Editorial MAGO
Merced Nº 22 Of. 403, Santiago de Chile
Tel.: (56-2) 638 6605 - 664 5523
www.magoeditores.cl
Registro de Propiedad Intelectual Nº 230.219
ISBN: 978-956-317-150-1
Diseño y diagramación: Freddy Cáceres O.
Lectura y revisión: María Jesús Blanche S.
Impreso en Chile por Dimacofi Servicios S.A.
Derechos Reservados
Colección Grandes Escritores
Sátiro
o El poder de las palabras
Vicente Huidobro
I
Bernardo Saguen estaba contento. Por la ventana de su pieza miraba formarse el día. Las nubes en el cielo iban ocupando su sitio, lentamente, obedeciendo la orden de un capitán invisible. Ellas eran los grandes barcos que vuelven al puerto en un día sin viento.
¿Cuánto rato estuvo contemplando el cielo? Ni él mismo podría decirlo, pues, a veces, mirar el cielo es como salirse del tiempo.
Había pasado largas horas de la noche haciendo un pequeño catálogo de sus cuadros y de sus libros. Esto, en razón de que el propietario de la casa había anunciado que subiría los precios de los departamentos, en cuyo caso se mudaría del suyo en quince días más. En las mudanzas se pierden tantas cosas, y lo que a él más le interesaba eran sus libros y sus cuadros. Sentía abandonar aquel departamento en donde vivía desde hacía siete años. Un departamento pequeño, pero cómodo y bien situado. ¿Qué más podía desear para él solo? Un gran dormitorio, con su cuarto de baño al lado, un buen escritorio, un comedor, una pequeña entrada y una sala del tamaño exacto para recibir a sus pocos amigos.
Bernardo tenía treinta y cinco años. No era rico ni pobre; había heredado de su padre una renta suficiente para vivir holgadamente y sin preocupaciones por la lucha cotidiana. Además, no era un hombre gastador, y todo lo que podía economizar lo empleaba en comprar buenos libros y cuadros de sus pintores favoritos. Indiscutiblemente, tenía un alma fina, sensible, acaso demasiado sensible. No era un bonitillo, pero tenía un rostro agradable y una excelente figura, sobre todo por su porte, y ademanes de animal racé. Según su carné de identidad, medía un metro setenta y seis. Según las muchachas de su barrio, medía mucho más; especialmente Susana, su amor de seis meses durante el último año, le encontraba muy alto. «Un hombre tan alto como tú, tiene siempre razón» –le decía Susana.
Aquella mañana estaba optimista, acaso porque en la noche había realizado un trabajo que le fastidiaba y que iba postergando desde varios días.
A las nueve y media de la mañana una nube grande y de fuerte tonelaje pasó a la deriva frente a su ventana.
A las diez se echó al baño.
A las once la portera le subió una carta del propietario, en la cual éste le decía que su departamento sería el único que no subiría de precio, en vista de ser el más antiguo arrendatario de la casa.
«Haberlo dicho antes –pensó Bernardo Saguen–, y me habría evitado el trabajo de anoche, aunque en el fondo es mejor tener un pequeño catálogo de todas las cosas que nos interesan».
Esta noticia le puso más optimista, y empezó a silbar recorriendo las piezas de su departamento y, contemplando con ojos cariñosos sus muebles y sus objetos, como diciéndoles al oído: «Ya nadie os molestará, amigos míos».
A las once y media salió a la calle. Iba contento, se reía solo, reía con los árboles, con el aire, con el sol. Se sentía tan liviano, que de repente movía los hombros como para acomodarse las alas.
Había mucha primavera en la calle. Primavera por todas partes, en el suelo, en las ventanas, en los tejados. Pensó en las flores que en ese instante empezaban a saludar a sus respectivos países en todo un hemisferio de la tierra. ¡Cómo estarían las flores en Pekín recibiendo elogios en chino! Y las rosas hablando entusiasmadas a los novios de América y a los poetas de Europa.
Bernardo no podía precisar si su presencia producía la primavera o si la primavera producía su presencia. Un hecho era indiscutible: la primavera se sentía tan contenta de ser la primavera que su alegría se comunicaba a todo el universo.
II
Era el día de su buena suerte, uno de esos días de buena suerte de que gozan todos los mortales y que son tan pocos en la suma total de nuestros días, en este mundo absurdo construido sobre el dolor y la miseria de la mayoría de los hombres y para goce de unos cuantos escogidos.
En la tienda de un pequeño vendedor de cuadros compró una naturaleza muerta de Pablo Picasso por seiscientos francos. En una librería de viejo compró una primera edición de Rimbaud en perfecto estado y por sólo ciento cincuenta francos.
El cielo sonreía, la calle sonreía; adentro de sus pasos saltaban conejitos alegres. Y no tendría que cambiarse de casa.
¿Por qué estaba tan optimista? Su optimismo atraía la suerte. Más tarde debía preguntarse muchas veces por qué estaba tan optimista aquella mañana.
Pensó un instante tomar un tranvía para llegar pronto a su casa. Luego cambió de idea y prefirió seguir a pie. La mañana estaba tan hermosa, la primavera se hacía presente por todos los poros del cielo y de la tierra. En un tranvía no hay primavera, la primavera desaparece porque detesta el encajonamiento, detesta los ataudes, aunque tengan ruedas.
Apresuró el paso. Advirtió que andando rápido no se puede pensar en nada, ni siquiera saborear la propia alegría, esa alegría interna que de pronto se nos sube a las narices y nos dilata las fosas nasales como el viento del mar. Entonces empezó a andar más despacio.
La primavera se hacía consciente, se salía de madre, rebasaba de la copa de los árboles y caía a chorros sobre el mundo. Salía de la piedras en rayos azules, salía de las mujeres en grandes senos perfectos y en miradas de un sabor especial.
Bernardo marchaba alegre, abriéndose camino en medio de tanta primavera.
Torció una esquina. Torció otra esquina. Las mujeres que pasaban a su lado eran todas hermosas. ¿Cuándo había visto mujeres más hermosas y más graciosas y más sueltas adentro de sus ropas delgadas? Y no tendría que cambiar de casa.
En una calle estrecha y pobre, pobre de estrecha y estrecha de pobre, vio una mujer con un niño en los brazos, llorando con pequeños sollozos entrecortados. Iba a detenerse, iba a acercarse a ella, pero no se atrevió. A los pocos pasos pensó retroceder, volvió la cabeza, la mujer no le miraba ni miraba a nadie. Bernardo Saguen dominó su impulso y siguió andando.
Un poco más allá, en la misma calle, vio a una chica de unos diez años, parada frente a la vitrina de una dulcería, contemplando con ojos ansiosos las bandejas de dulces y los frascos de caramelos.
La chiquitina miraba con tales ansias, que Bernardo no pudo seguir de largo. Se detuvo un instante junto a ella. La niña levantó la cabeza, y él pudo ver al fondo de sus ojos tristes, todos los caramelos del mundo.
—¿Qué es lo que más te gusta? –le preguntó Bernardo sonriendo.