Un ciervo herido salta más alto.
—Emily Dickinson
Hija de inmigrantes mexicanos y criada en Chicago en la década de los noventa, Erika L. Sánchez se ha descrito a sí misma como paria, inadaptada y un chasco: agitadora melancólica y malhablada que se pintaba las uñas de negro, pero también disfrutaba la comedia y tenía el sueño improbable de ser poeta. Veinticinco años más tarde se ha convertido en una galardonada novelista, poeta y ensayista, pero no ha perdido la risa incontrolable, su áspero ingenio y sus singulares poderes para percibir el mundo a su alrededor.
En estos ensayos, que tratan de todo —desde la sexualidad hasta el feminismo blanco, pasando por la depresión debilitante y las búsquedas redentoras de la espiritualidad, el arte y los viajes—, Sánchez revela una vida interior rica en ideas, autoconciencia y percepción: la de una mujer que trazó un camino enteramente de su propia factura. Atrevido, perspicaz, incorregible y brutalmente honesto, Llorando en el baño es Sánchez en su máxima expresión: un libro que te hará sentir ese subidón que resulta de revelaciones íntimas y horas de plática con tu mejor amiga.
ERIKA L. SÁNCHEZ es una poeta, novelista y ensayista mexicoamericana. Su primera colección de poemas, Lessons on Expulsion, fue finalista del PEN Open Book Award. Su primera novela para jóvenes lectores, Yo no soy tu perfecta hija mexicana, se convirtió en bestseller del New York Times y fue finalista del National Book Award. También ha sido adaptada para el cine. Sánchez recibió el Princeton Arts Fellowship 2017-2019, el 21st Century Award de la Chicago Public Library Foundation en 2018, y el National Endowment for the Arts Fellowship en 2019. Ocupó la posición de Sor Juana Inés de la Cruz Chair de la Universidad DePaul de Chicago del 2019 al 2020.
Título original: Crying in the Bathroom
Primera edición: septiembre de 2022
Copyright © 2022, Erika L. Sánchez
Copyright por la traducción © 2022, Laura Lecuona
Copyright por la edición © 2022, Penguin Random House Grupo Editorial USA, LLC
8950 SW 74th Court, Suite 2010
Miami, FL 33156
Publicado por Vintage Español,
una división de Penguin Random House Grupo Editorial USA, LLC.
Todos los derechos reservados.
Diseño de cubierta: Adaptación del diseño original de Nayon Cho por PRHGE
Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores.
Queda prohibido bajo las sanciones establecidas por las leyes escanear, reproducir total o parcialmente esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público sin previa autorización.
ISBN 978-0-593-31474-6
Conversión a formato digital: Libresque
EL AÑO EN QUE SE ME ROMPIÓ LA VAGINA
U n frío y despejado día de otoño en mi último año de universidad llamé a una clínica feminista local en estado de pánico y describí con gran detalle lo que estaba pasándole a mi vagina. Estaba de pie, afuera de una de mis clases, esperando que nadie me oyera describir las tribulaciones de mis partes pudendas. Semanas antes había empezado a tener comezón y sensación de ardor, y enseguida concluí que tenía una enfermedad de transmisión sexual. La mujer al otro lado de la línea me tranquilizaba explicándome pacientemente que tal vez era una infección “de jardín”, que es una manera en inglés de decir “común y corriente”. Esto no me convenció, pues sonaba a que lo que pasaba entre mis piernas era hermoso y fecundo, y definitivamente no era sí.
—¿Está segura? —pregunté; iba caminando y las hojas secas de otoño crujían bajo mis pies—. ¿Y si es una enfermedad de transmisión sexual?
La sola idea me llenaba de asco y vergüenza. No importaba que en los últimos meses hubiera tenido relaciones sexuales con condón, y nada más con una persona, que además era virgen. Yo estaba convencida de ser una enferma degenerada. A pesar de considerarme feminista, de que era 2005 y de que yo sabía que las relaciones sexuales, incluso las ocasionales, no eran intrínsecamente malas ni inmorales, creía que Dios o el universo, o quizá mis beatas ancestras en el más allá, estaban castigándome por andar dando las nalgas. “Cochina”, dije para mis adentros.
Los primeros tres años de universidad iba y venía en tren de casa de mis padres al campus. No era lo que quería, pero no podía darme el lujo de vivir en una residencia estudiantil o de rentar un departamento, ni siquiera un cuchitril frío y húmedo. Tramé toda clase de planes y argucias para obtener la independencia, pero mis exiguos salarios por un trabajo de medio tiempo en la secretaría de admisiones de la universidad no impedían que estuviera quebrada, así que no tenía más remedio que vivir con mis padres. Ellos, obreros en una fábrica, no estaban precisamente forrados, así que no había modo de que les pidiera dinero para mudarme de su casa, que por lo demás no tenía nada de malo. Esa sí que era una bobería de gente blanca.
Acababa de pasar las vacaciones de verano estudiando (gracias a un cuantioso préstamo estudiantil) en el extranjero, en la ciudad de Oaxaca, así que vivir en la casa familiar durante mi último año universitario empezaba a resultar absurdo. Había vagabundeado por México yo sola, cuidando de mi corazón roto después de que mi novio de dos años me dijera que ya no me amaba, y me reemplazara ipso facto por una chica blanca y hogareña. Por unas semanas me fui de fiesta con las amistades mexicanas adineradas que había conocido sollozando una tarde en la playa. Bebí tanto mezcal que agarré una pancreatitis y tuvieron que hospitalizarme. Había vivido. ¿Y ahora de repente tenía que informarles a mis padres de mi paradero? ¿A los veintiún años? De ninguna manera.
Así que a principios de año empaqué mis cosas y me mudé con una amiga que vivía en un departamento enfrente de nuestra vieja preparatoria, como a kilómetro y medio. Mis padres estaban lívidos. Mexicanos de la vieja escuela, consideraban que al irme de casa, solo porque se me daba la gana, estaba incumpliendo mi papel de hija. A sus ojos yo era una malagradecida, además de irrespetuosa, y algo tenía esto de cierto, pero no porque estuviese mudándome. Irme de casa a esa edad, y sin estar casada, era algo que ninguna mujer de mi familia había hecho jamás. Era una afrenta contundente e inaudita. Pero eso no me detuvo.
Pagaba doscientos dólares al mes por la renta del cuarto de visitas de mi amiga, que equivalía a la mitad de la renta. Su padre era dueño del edificio; imagino que por eso la renta era tan increíblemente barata. Eso y el hecho de que, desafortunadamente, era un cuchitril, con paredes amarillas y pisos de linóleo desvaído en la cocina.