Messi
El chico que siempre llegaba tarde
[y hoy es el primero]
LEONARDO FACCIO
Edición actualizada
www.megustaleerebooks.com
A mi padre, Italo Faccio.
Y a Mònica Porta Domínguez.
Per obrir totes les portes.
PRIMERA PARTE
2009
1
Lionel Messi acaba de volver de unas vacaciones en Disneyworld y aparece arrastrando sus chancletas con esa falta de glamour propia de los deportistas en reposo. Podría haber continuado sus días de descanso en Argentina o en cualquier país del Caribe, pero ha preferido regresar a Barcelona antes de tiempo: Messi quiere entrenar. Las vacaciones a veces le aburren. Está sentado en una silla puesta en un campo de fútbol desierto de la Ciudad Deportiva, las dependencias del FC Barcelona que funcionan sobre un valle apartado de la zona residencial, un luminoso laboratorio de cemento y cristales donde los entrenadores convierten a futbolistas talentosos en auténticas máquinas de precisión. Messi es un jugador sin manual de instrucciones y la Ciudad Deportiva, su incubadora. Esta tarde ha aceptado conceder quince minutos de entrevista y se le ve contento. Tras una gira con su club por Estados Unidos, estuvo en Disney con sus padres, hermanos, tíos, primos, sobrinos y la novia. Mickey Mouse había visto en Messi al personaje perfecto para promocionar su mundo de ilusiones, y su familia completa tuvo acceso a todos los juegos a cambio de que él se dejara filmar en los jardines que rodean este imperio de dibujos animados. Hoy en YouTube vemos a Messi haciendo malabares con un balón delante de toda esa arquitectura de fantasía.
—Lo pasamos espectacular —me dice Messi, con más entusiasmo que intención publicitaria—. Por fin se dio.
—¿Qué es lo que más te gustó de Disney?
—Los juegos de agua, los parques, las atracciones. Todo. Más que nada fui por mis sobrinitos, mis primitos y mi hermana. Pero de chico yo siempre quise ir ahí.
—¿Era como un sueño?
—Sí, creo que sí, ¿no? Al menos para los chicos de quince años para abajo, sí. Pero si tenés un poquito más, también, ¿no?
En la Ciudad Deportiva, sentados solos y frente a frente, Messi muerde cada una de sus palabras antes de que salgan de su boca. Es como si de tanto en tanto necesitara confirmar que lo hemos entendido, como si pidiera permiso para hablar. De niño padecía una especie de enanismo, un trastorno en la hormona del crecimiento, y desde entonces su pequeñez hizo que siempre posáramos una lupa sobre su estatura futbolística. Visto de cerca, Messi tiene ese aspecto contradictorio de los niños gimnastas: unas piernas con músculos a punto de explotar debajo de unos ojos tímidos que no renuncian al fisgoneo. Es un guerrero con mirada infantil. Pero por momentos es inevitable sentir que uno ha venido a entrevistar a Superman y que te atiende uno de esos héroes distraídos y vulnerables de Disney.
—¿Cuál es tu personaje preferido de Disney?
—Ninguno en especial. Porque de chico yo no miraba mucho dibujos animados, la verdad. —Sonríe—. Y después ya me vine a jugar al fútbol para acá.
Cuando dice fútbol, a Messi se le borra la sonrisa de la cara y se pone tan serio como cuando va a chutar un penalti. Es esa mirada circunspecta que estamos acostumbrados a verle por televisión. Messi no suele sonreír cuando juega. El negocio del fútbol es demasiado serio: sólo veinticinco países del mundo producen un PIB mayor que la industria futbolística. Es el más popular de los deportes y Messi, el principal protagonista del show del balompié. En los meses siguientes de su visita a Disneyworld, llegaría más lejos que ningún otro futbolista de su edad. Ganaría seis títulos consecutivos con el FC Barcelona, sería el máximo goleador de la liga de Europa, lo elegirían el mejor futbolista del mundo, se consagraría como el jugador más joven en marcar cien goles en la historia de su club, y se convertiría en el crack mejor pagado con un contrato anual de diez millones y medio de euros, unas diez veces más de lo que ganaba Maradona cuando jugaba en el Barça. Mañana mismo Messi volará al Principado de Mónaco para recibir, con un traje italiano hecho a medida, el trofeo al mejor jugador de Europa. Pero esta tarde lleva el flequillo peinado al medio, una sonrisa chueca y la camiseta verde fluorescente del Barça por fuera de unos pantalones cortos de entrenamiento. Es uno de los principales animadores de la rueda de la fortuna del fútbol, pero hoy luce como un chico desaliñado que viene a mirar el show.
Después de dominar el balón en Disneyworld, a Messi le quedaban aún unas semanas de vacaciones y decidió volver a la ciudad donde nació. Rosario queda al norte de Buenos Aires, en la provincia de Santa Fe. Es la tercera ciudad de Argentina y la tierra del Che Guevara. El último genio del fútbol repartía sus horas entre encuentros con amigos de la infancia y su estancia en la casa de sus padres en el barrio de Las Heras. Pero una semana antes de que acabasen sus vacaciones hizo sus maletas y regresó a Barcelona, donde siempre lo recibe Facha, su perro bóxer. Vive solo con esta mascota, y por temporadas viajan a acompañarlo la madre, el padre, la hermana. La prensa se preguntó por qué un futbolista superestrella interrumpía sus días de descanso, siempre tan escasos. Messi dijo que volvía a entrenar para estar bien. Por esos días jugaba en la selección argentina las eliminatorias para el Mundial de Sudáfrica. Maradona era su entrenador y Messi sabía que podía ser su primer mundial como número 10 titular. Quería regresar a Barcelona para continuar con el show, pero a la vez porque sentía que se estaba aburriendo allí.
—Cuando voy a Rosario me encanta. Porque tengo mi casa, mi gente, todo. Pero me cansa porque no hago nada —dice como quien levanta los hombros—. Estaba todo el día al pedo y también aburre estar así.
—¿No mirás televisión?
—Empecé a ver Lost y Prison Break. Pero me terminó por cansar.
—¿Y por qué las dejaste?
—Porque siempre pasaba algo nuevo, una historia nueva y aparte siempre otro te la contaba.
Messi se aburre con Lost.
Messi es zurdo.
Pero a primera vista parece que su fetiche es su pierna derecha: la acaricia como si de vez en cuando tuviera que calmarla. Luego uno se da cuenta de que el objeto de sus caricias no es su pierna hiperactiva sino una BlackBerry que lleva en el bolsillo. Los futbolistas fuera de serie tienen hábitos que los acercan al resto de los mortales y eso parece normalizar su genialidad. De Johan Cruyff se decía que fumaba en el vestuario minutos antes de entrar al campo. Maradona entrenaba con los cordones de sus botas desatados y dijo que si fuese reglamentario jugar así lo habría hecho en los partidos oficiales. Romário salía a bailar por las noches y decía que la samba le ayudaba a ser el máximo goleador de la Liga. La mayoría de futbolistas exitosos compran todo el tiempo cosas que sirven más para ostentar los beneficios del presente que para asegurar el porvenir. Nuevos coches deportivos, ropa vistosa, relojes aparatosos. Mientras Ronaldinho alquilaba su casa en Castelldefels, Messi compraba la suya a tres calles de él: una edificación de dos plantas ubicada en la cima de una colina y con vista al Mediterráneo. A despecho de la caricatura de estrella con Rolex de oro, enormes gafas Gucci y modelo rubia del brazo, el genio que se aburre de las historias nuevas de la televisión aprecia los perfumes de moda. En su familia saben que una fragancia envuelta para regalo le arranca una sonrisa.
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