Qué lindo sería ser cinco segundos él, para ver qué sensación.
A veces me pregunto si Messi es humano.
El mejor jugador del mundo es Messi. El segundo mejor jugador del mundo es Messi lesionado.
Sir Isaac Newton nos mira desde allí arriba y dice: «Yo estaba equivocado y Messi tiene razón. Él desafía la gravedad.»
El éxito del Barça siempre dependió de la felicidad de Messi.
PREÁMBULO
Hay muchas formas de saber cuál es tu jugador preferido. El cromo que has ido guardando desde pequeño, escondido en alguna cajita como un rey en el exilio, al que solo visitas de vez en cuando, en pleno ataque de nostalgia. Aquella camiseta desteñida con su nombre en la espalda, la misma que has utilizado mil veces y que, por alguna razón misteriosa, siempre te trae buena suerte en las finales. Los vídeos de sus goles y jugadas en Youtube, que algún loco como tú –pero con más tiempo libreha recopilado para que los pudieras ver en bucle, sin parar. Durante una época, cuando Romario era mi jugador preferido de todos los tiempos, guardaba una cinta de vídeo con los 30 goles que prometió (y marcó) en una temporada. Más de una vez, si el Barça perdía o pasaba una mala racha, me ponía ese vídeo como quien se toma un analgésico. Y funcionaba. Hablo de la temporada 1993-94, cuando Romario ganó el Pichichi. Ahora esa cifra nos parecería casi normal, porque Leo Messi nos ha malcriado en exceso, pero entonces era un fenómeno sobrenatural. Muchos de esos goles parecían inventados –como si nadie los hubiera podido hacer antes que él–: la cola de vaca a Alkorta, las vaselinas y los esprints de dos metros, el toque suave y preciso o el eslalon en velocidad, la posición de escorzo con que seguía las jugadas, como un depredador al acecho... Puede que a alguien le parezca una blasfemia, pero cuando repaso ese repertorio de jugadas y goles, me parece estar en la antesala de lo que hemos visto durante la última década. Como si el Dream Team hubiera sido el telonero del espectáculo conseguido por los Xavi, Iniesta, Puyol, Busquets, Messi y compañía, especialmente durante los años en que los entrenaban Pep Guardiola y Tito Vilanova.
Aunque el calendario nos predispone a vivir el fútbol como un fenómeno lineal, que avanza en el tiempo y se renueva en cada partido, con la intriga de los resultados y los campeones que caducan al inicio de una nueva temporada, a mí me gusta verlo como un territorio en el que el pasado y el presente se confunden, y a veces –como en esos versos famosos de T. S. Eliot– incluso influyen en el futuro. Inevitablemente, en este libro saldrán ejemplos prácticos de estas manías mías. El fútbol es también el territorio de la memoria, y si nos apasiona es porque nos permite ir atrás en el tiempo, revivir a los grandes jugadores, olvidar las finales perdidas, sentirnos en el lugar de nuestros héroes, mezclar memoria y deseo. Recuerdo ciertos goles que en realidad no entraron, que fueron al palo o salieron fuera por centímetros, y solo unos años más tarde otro jugador en otro partido los acabó en mi memoria. Él marcaba un gol, pero de hecho estaba marcando dos: uno en el presente, que era el que celebraba, y otro en el pasado, que solo celebraba yo. Quiero decir con esto que el fútbol es mucho más entretenido cuando es visto como un mundo paralelo. Una religión, si se desea, o un sistema filosófico, o una lucha contra el azar. Cada uno ve un partido diferente, todos somos entrenadores, y es en esencia imposible que un jugador de ajedrez profesional y un poeta vean el mismo partido.
Vuelvo al principio. En mi caso, entre las múltiples razones para decidir que Leo Messi es mi jugador favorito de todos los tiempos, está el hecho de que a veces sueño con él. Que yo recuerde, en el pasado solo había soñado con alguna jugada de Ronaldinho, o con algún partido de juego colectivo, sin distinguir a los jugadores en la bruma del sueño, generalmente la víspera de un Barça-Madrid (y ganábamos nosotros, claro). Con Messi, en cambio, he soñado varias veces. He soñado con él como si yo fuera su padre y le sirviera el desayuno en la barra de una cantina. He soñado con él a través de una conexión sanguínea, como un hermano mayor que le hacía compañía en un autobús vacío y aparcado en el exterior de un campo de fútbol desierto. He soñado con él haciendo goles extraordinarios, regates que desafiaban las leyes de la física y jugadas que se desplegaban ante mí con la maravilla de una aurora boreal. A menudo en estos sueños Messi estaba solo, y supongo que con este detalle un psiquiatra freudiano podría contarme más cosas de mí mismo que del propio jugador argentino, pero yo lo entiendo –me gusta entenderlo– como una conexión más allá del presente, una relación que tiene lugar en el mundo etéreo del inconsciente. Él no lo sabe, pero con su juego me ha hecho feliz muchas veces, en la realidad del presente y en la ficción de los sueños.
La idea de este libro nació hace tiempo como un intento privado de prolongar esa felicidad, más que tratar de descifrarla y comprenderla. Italo Calvino definió cuáles serían las características de la literatura del siglo XXI y resulta que a su manera Messi también es un artista y las cumple todas: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad (esto es algo que contaré más adelante). Este tipo de asociaciones resultan muy tentadoras.
Cuando yo coleccionaba cromos de fútbol, las estampas solían combinar dos imágenes: una del futbolista quieto, posando para la foto, y otra en plena jugada, disparando o controlando un balón (o parándolo si era un portero). Messi ejemplifica como nadie estos dos estados: la quietud en mitad del campo, los pasos lentos, y a la vez la velocidad controlada. Quizá se podrían definir estas páginas como un cromo en movimiento, uno de esos vídeos cortos que hay ahora por internet y que resumen en diez segundos toda una jugada. Solo que el movimiento se lo daré yo con mis palabras: inspirándome vagamente en el patrón del escritor Raymond Queneau y su célebre libro, intentaré trazar unos ejercicios de estilo a partir de la figura de Leo Messi. Deconstructing Messi. Reescribir a Messi. Él será el protagonista de cada texto, las mil caras del estilo, y mi ejercicio consistirá en capturar en estas páginas la belleza, la voracidad, el genio, la modernidad, la obsesión y el instinto, entre muchas otras cosas, de un futbolista que es el mejor de la historia.
Es probable, pues, que Messi, gol y Barça sean las palabras que aparezcan más a menudo –bueno, y Argentina–, pero ya se trata de eso, ¿no?
DEBUT
No perdamos más tiempo. Leo Messi debutó en el primer equipo del Barça con una derrota intrascendente: 2-0 en un partido amistoso contra el Oporto, para celebrar la inauguración de su nueva cancha, o Estádio do Dragão. Era el 16 de noviembre de 2003, un domingo, y hoy en día a muchos portugueses les gustaría que Messi hubiera marcado el primer gol de la historia en ese campo, pero no fue así. Su debut transcurrió con la misma normalidad que rige la vida de todos los futbolistas jóvenes. Un día te convocan para un amistoso con el primer equipo, viajas con los mayores, los miras con timidez y admiración, y entonces el entrenador te hace salir veinte minutos al final del partido. Antes de jugar, esta oportunidad te parece un regalo de los dioses; después te mortificas recordando todo lo que podrías haber hecho y no te salió. En el caso de Messi fue exactamente así: la noche anterior no durmió por los nervios y al día siguiente se lamentaba de una buena ocasión perdida para marcar. Recientemente, sin embargo, volví a ver el partido y, con la perspectiva y la información de los años, es fácil darse cuenta de que aquel chico bajito y con la camiseta holgada animó ligeramente, sin estridencias, una noche de noviembre más bien aburrida en Portugal, que ya de por sí no es un país muy animado. Hasta el punto de que uno se pregunta qué habría pasado si hubiera jugado más tiempo, o incluso desde el primer minuto.