Un hijo americano
UN HIJO AMERICANO
MARCO RUBIO
Sentinel
SENTINEL
Publicado por Penguin Group
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Publicado por vez primera en 2012 por Sentinel, miembro de Penguin Group (USA) Inc.
Copyright © Marco Rubio, 2012
Copyright de la traducción © Penguin Group (USA) Inc., 2012
Todos los derechos reservados
Fotografías por cortesía del autor, salvo que se indique lo contrario.
ISBN 978-1-101-59553-4
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A la memoria de mi padre y de mi abuelo. Desearía que estuvieran aquí y pudieran leer este libro
Índice
CAPÍTULO 1
2 de noviembre de 2010
—U STED GANÓ LA ELECCIÓN.
Exactamente a las ocho de la noche hora del este de los Estados Unidos, Brendan Farrington, reportero de la Associated Press (Prensa Asociada), me miró y pronunció esas palabras.
Segundos más tarde, el informe de la AP apareció simultáneamente en varias pantallas de televisión. Fox News también anunció el resultado, confirmando el consenso general de que yo sería el nuevo senador por la Florida. Después de tantos años de presenciar elecciones, me pareció casi un sueño ver mi nombre con las palabras projected winner (probable ganador) bajo mi retrato. Pero ahí estaban, justo frente a mí: Projected Winner: Marco Rubio.
Los minutos siguientes fueron como un torbellino: estreché algunas manos, besé a mi esposa Jeanette y rápidamente me llevaron a otra sala para atender llamadas telefónicas. La conclusión de ese día —de los dos años de mi vida anteriores a esa noche— fue una avalancha de felicitaciones, apretones de mano y abrazos. En medio del jolgorio, sentí que me halaban la chaqueta; era Daniella, mi hija de ocho años.
—¿Ganaste, papi? —me preguntó.
—Sí, gané —le respondí.
—Nadie me lo dijo —se lamentó ella cuando me incliné para tomarla en mis brazos.
Después de que pasó todo, mi familia me dijo que esa noche yo parecía otro. El hombre que subió dando grandes pasos hasta la tarima, el que saludó sonriente desde el podio, lucía alerta y locuaz. Pero ese hombre, el extrovertido hombre público, no era el mismo que ellos veían en su casa todos los días: no vivía en esa casa.
A lo largo de los dos últimos años, el esposo, padre y hermano que ellos conocían se había vuelto una figura lejana en sus vidas, un candidato cansado y distraído que solo venía a casa para aliviar un poco las presiones de una campaña agotadora. Aquellos perfectos desconocidos cuyos votos aspiraba a ganar, los que me estrechaban la mano y me contaban sus vidas, me habían absorbido por completo. Mi familia aceptaba lo que yo dejaba, que no era mucho. En la intimidad de la vida familiar, permanecía en silencio, encerrado en mí mismo, y evadía todo intento de hablar sobre la campaña, aunque mi mente rara vez estuviera concentrada en algo diferente.
Durante toda la campaña, en los días buenos y en los malos, muchas veces me había imaginado esta noche de la elección. Lo veía todo: la gente, el lugar, los sonidos, la mezcla de sentimientos de orgullo, alivio y euforia. Incluso las veces en que no creía que ganaría —como en el largo camino de vuelta a casa después de un evento en el cual habíamos recaudado unos cuantos cientos de dólares o cuando otra encuesta me dejaba treinta puntos por debajo del gobernador actual, que era de mi propio partido y también aspiraba al mismo cargo—, para darme ánimos, yo imaginaba esa noche. Inmerso en el placer de escuchar hip hop, con los audífonos del iPod puestos, cerraba los ojos y podía verla. Y ahora, finalmente, esa noche era tan vívida en la realidad como lo había sido en mi imaginación.
Estábamos en Coral Gables, en el Hotel Biltmore. Yo me crié a menos de dos millas de este edificio histórico de estilo mediterráneo que, enclavado en medio de enormes árboles banianos y ondulantes campos de golf, también ahora me queda cerca de casa.
Hubo un tiempo en que la piscina del Biltmore fue la más grande del mundo. A lo largo de su pintoresca y prolongada historia, este hotel construido en 1926, que en esa época fue la estructura más grande de toda la Florida, ha contado entre sus huéspedes a miembros de la realeza y estrellas de cine, a políticos y también a mafiosos. Allí fue asesinado un famoso gánster.
Con mis amigos de la escuela secundaria, algunas noches llegamos riendo a las glorietas de los campos de golf, escondite perfecto para tomar cerveza cuando éramos todavía menores de edad. Ya siendo abogado, me reunía en la cafetería del primer piso con mis clientes para desayunar y almorzar. Como comisionado municipal y legislador del estado, había asistido a docenas de eventos para recaudar fondos y otras reuniones políticas en sus suites y salones de baile. Y en noviembre de 2006, como speaker o presidente entrante de la Cámara de la Florida, fue allí donde esperé los resultados de esa elección. Jeanette y yo nos casamos a dos cuadras del Biltmore y pasamos nuestra noche de bodas en una habitación del séptimo piso de ese hotel. No existe en el mundo otro lugar en el que habría preferido vivir la que esperaba sería la celebración de mi victoria.
Tenía motivos para sentirme seguro. Las encuestas públicas más recientes confirmaban que llevaba la delantera y nuestras propias encuestas eran igualmente alentadoras o incluso mejores. La votación por correo y la votación anticipada de los electores republicanos me habían proporcionado una buena ventaja inicial. Pero a medida que el día avanzaba, no había conseguido desechar la inquietante sensación de que esta contienda podía ser más reñida de lo que esperaba y de que podría acabar en el lado equivocado de una histórica derrota.
En el patio del ala oeste del hotel, los trabajadores instalaron una tarima alta con un podio en el centro y una hilera de banderas americanas y del Estado de la Florida al frente de la misma. Durante toda la tarde y la noche, familiares y amigos, partidarios y espectadores, se habían ido congregando en el patio. Detrás de ellos había otra tarima más estrecha para las cámaras de televisión y la gente de los medios de comunicación del país y del mundo, con vista libre al podio desde el cual pronunciaría mi discurso.