Alberto Martos Rubio - Breve historia de la carrera espacial
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- Libro:Breve historia de la carrera espacial
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2009
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Breve historia de la carrera espacial: resumen, descripción y anotación
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Idea del espacio en la Antigüedad
La idea de que existe un espacio que envuelve a la Tierra, en el que brillan imperturbables las estrellas fijas y por el que trazan sus complicados cursos los planetas o estrellas errantes, nació, junto con la Ciencia, en las escuelas filosóficas de la Grecia clásica. Aunque la ciencia helénica se benefició indudablemente de importaciones conceptuales procedentes de Babilonia (como la cosmología y el cálculo astronómico) y de Egipto (el calendario lunisolar y sus cinco días intercalares), la noción de cosmos (kosmos), como región supraterrena del universo en la que reina un orden admirable, antítesis del caos (jaos), surgió en la Hélade cuando los filósofos se ocuparon del mundo físico y trataron de explicarlo utilizando la razón (logos), en busca de una alternativa racional a la explicación quimérica (mythos) de los poetas didácticos como Hesíodo (s. VIII a. C.).
En realidad, en los mitos cosmológicos prehelénicos (mesopotámicos o egipcios) que conocemos, no existe idea de espacio vacío alrededor de la Tierra, sino que se plantea una dualidad orden-desorden (caos). En este escenario, la labor cosmogónica de los dioses antiguos consistió en crear orden dentro de una región limitada por el cielo, en el centro de la cual supusieron que estaba la Tierra. Es decir, que concebían la creación como un acto de ordenación de una materia que no necesita ser creada porque es eterna.
El mito de la cosmogonía mesopotámica está narrado en el Poema Babilónico de la Creación (Enuma Elish). En él, el dios benéfico Marduk derrota al dios maléfico Tiamat y utiliza su cadáver, cortado en dos mitades, para formar la Tierra plana y la bóveda celeste que la cubre y las coloca formando una burbuja de aire en el seno de un océano primordial de agua dulce, el Apsu, «que llena el abismo». Después pone orden en el cielo de modo que las estrellas señalen los meses y las estaciones del año y formen las vías de tránsito de los dioses del aire, del cielo y del mar.
En el caso del modelo cosmológico egipcio, descrito en el mito de Isis y Osiris que narran los Textos de las pirámides, el caos se identifica con las fuerzas del mal. En el relato de estos textos jeroglíficos, la bóveda celeste con sus estrellas está personificada por el cuerpo de la diosa Nut, madre de todos los astros, que se halla arqueada sobre el dios de la Tierra Geb, su esposo, para protegerle de las fuerzas del caos. El dios Sol (Ra) viaja en su barca todos los días a lo largo del cuerpo de Nut, que se halla separada de Geb por el dios del aire Shu. La diosa tiene los brazos orientados hacia el Oeste y las piernas hacia el Este, de modo que al atardecer engulle al Sol cuando se le acerca a la boca al final de su ciclo diario, para que viaje por el interior de su cuerpo durante toda la noche y renazca cada mañana.
Las ideas cosmológicas más antiguas que nos han llegado de los filósofos griegos no van más allá del siglo VII a. C., y, en general, brotan del modelo cosmológico babilónico, junto con la idea de que la creación del cosmos consistió en la ordenación del caos (jaos) inicial en que estaba sumida la materia (hyle), que es eterna. El origen de los elementos se explica mediante un monismo hilemorfista, es decir un fenómeno en virtud del cual todos los elementos aparentemente distintos que componen los seres y los objetos, no son más que meras figuraciones de dicha substancia protógena única, o primer principio (arje), capaz de transformarse en todos los demás, pero que no necesita de ellos para existir, puesto que es eterna.
Entre los filósofos milesios, para Tales esta substancia primordial era el agua (hydor), para Anaximandro, lo ilimitado (apeiron) y para Anaxímenes, el aire (aer). Para Heráclito y los efesios fue el fuego (pyr), principio del cambio incesante de la materia (formación y destrucción), ya que en la naturaleza «todo fluye» (panta rhei). Para Pitágoras y sus discípulos fueron los números (aritmoi), expresión de la armonía del Universo por cuanto rigen las cualidades de las esferas celestes que lo componen, de acuerdo con las escalas musicales. Ocho de estas esferas arrastran cada una a un astro errante, incluidos la Tierra (Jthon) y el Sol, alrededor de un fuego central. Una novena esfera gira con las estrellas fijas. Como este número de esferas (nueve) es imperfecto, para satisfacer el criterio de armonía con un número perfecto de esferas, la decena (dekas), el modelo cosmológico de los pitagóricos tuvo que añadir un planeta invisible, la Antitierra (Antij thon), oculto por dicho fuego central.
A finales del siglo V a. C. Empédocles convierte el monismo hilemorfista en pluralismo, al asimilar en su doctrina cosmogónica los tres elementos protógenos anteriores, a los que añade la tierra. Así, para este filósofo la materia está compuesta por cuatro raíces (rizomata) fundamentales, el fuego (pyr), el aire (aer), el agua (hydor) y la tierra (ge), que se combinan o separan bajo la influencia de dos causas antagonistas, amistad (philia), que las une y odio (phobia), que las separa. En consecuencia, en la materia no existe nacimiento ni muerte, sino unión y separación de raíces.
A principios del siglo IV, Leucipo de Mileto llegó a la conclusión de que es absurdo pensar que un trozo de materia se pueda dividir indefinidamente en dos fragmentos menores. Tenía que existir un límite, más allá del cual fuera imposible continuar dividiéndolo. Él y su discípulo Demócrito, llamaron átomos (atomoi) a estas partes más pequeñas en que se puede dividir la materia y les atribuyeron la calidad de imperecederos, ya que no eran susceptibles de descomposición. Los filósofos atomistas postularon que los átomos están en agitación constante, juntándose y separándose para formar los distintos aspectos que presenta la materia. Conforme a este criterio, en la materia viva o inerte no existe formación (nacimiento) ni destrucción (muerte), sino combinación y dispersión de los átomos.
Platón (427-347 a. C.), que se sintió más atraído por el mundo de las ideas que por el mundo físico, exponía en el Mito de la Caverna que los sentidos corporales solo muestran al hombre la sombra de las realidades. La Verdad Absoluta solo es accesible al intelecto y la única vía de conocimiento es la dialéctica, no la observación. El Kósmos, que es perfecto como obra de un ordenador divino, solo es descriptible mediante las matemáticas abstractas. En la doctrina ético-matemática de las Formas Perfectas de Platón, el mundo supraterreno, formado por las Ideas Verdaderas, se rige por tres principios fundamentales: los movimientos perfectos (circulares) de los orbes y el geocentrismo y el geoestatismo de la Tierra.
En su diálogo La República (Ta Politeia) Platón modificó el esquema cósmico de los pitagóricos de acuerdo con estos tres principios, colocando la Tierra inmóvil en lugar del fuego central, que eliminó, y reduciendo el número de esferas planetarias a ocho, al prescindir también de la Antitierra. El movimiento de rotación a velocidad constante de las esferas, u orbes, alrededor de la Tierra no requería motor, ya que el Kosmos era un ser vivo. Y el orden de estas venía determinado por la armonía de los tamaños (brillos) planetarios: la Luna, el Sol, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter, Saturno y la esfera que contiene las estrellas fijas.
La materia con que estaba constituido el Kosmos constaba de los cuatro elementos de Empédocles, distribuidos de manera que los elementos pesados, la tierra y el agua, estaban en el centro formando la Tierra esférica cubierta en parte por el agua, y los ligeros, el aire en la atmósfera y el fuego en el exterior del orbe lunar. Más allá, en la región supraceleste (
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