Presentación
L a violencia de género, entendida como la exacerbación de las desigualdades entre mujeres y hombres, es el resultado de diferentes factores de carácter cultural, social, legal y familiar, que desde tiempos inmemoriales propiciaron que haya impactado en forma dispar el reconocimiento de los derechos de un sexo en perjuicio del otro. Históricamente, el sexo en desventaja ha sido el de las mujeres, lo que ha contribuido a que un alto número de situaciones violentas sea dirigido a ellas en todos los órdenes de la vida civil.
La violencia contra las mujeres no respeta condición económica, nacionalidad, etnia o edad, y ocurre tanto en los espacios públicos como en los privados. Ésta puede ser ejercida por hombres desconocidos, conocidos, familiares y, por supuesto, por las parejas erótico-afectivas. Desafortunadamente, las manifestaciones más frecuentes de violencia contra las mujeres siguen siendo las que ocurren en el contexto de las relaciones familiares y de pareja.
Ahora bien, esta situación no está determinada por la “naturaleza”, ni responde a características “esenciales” de las mujeres y de los hombres, sino a la construcción de subjetividades que se configuran como “femeninas” o como “masculinas”, y que han llevado a asociar lo femenino con la sumisión y lo masculino con el dominio. Por esto no es sorprendente que en la mayoría de los casos la violencia de pareja se inicie en la adolescencia y juventud, y precisamente en las relaciones de noviazgo, ya que el proceso de socialización y la adquisición de las identidades y roles de género se ven cristalizados en esas etapas de la vida. Es así que podemos reconocer la importancia que tienen las creencias tradicionales sobre lo que es “ser hombre” o “ser mujer” para entender lo que sucede en las relaciones de noviazgo entre jóvenes y la posibilidad de que ocurra violencia. Estas creencias están muy influidas por mensajes que recibimos desde la infancia, y que se convierten en mandatos (“debes de ser así”) que moldean muchos rasgos de personalidad y modos de comportamiento.
Estos mandatos se vuelven estereotipos y se utilizan para educar a las personas según el sexo al que pertenezcan. Los principales estereotipos sobre las mujeres es que son pasivas, tiernas, cariñosas, sentimentales, románticas, comprensivas, fieles, maternales, irracionales, exageradas, vanidosas, inseguras, temerosas, débiles y víctimas fáciles de la violencia. Los estereotipos que se aplican a los hombres incluyen el ser activos, fuertes, independientes, decididos, inteligentes, exitosos, conquistadores, con mayor apetito sexual, dominantes, insensibles, agresivos, violentos, rebeldes, descuidados y desordenados.
Los estereotipos que se aplican a mujeres y hombres se denominan “de género”, porque tienen que ver con lo que se espera que cumplan unas u otros simplemente por haber nacido de uno u otro sexo. Lo que resulta perjudicial es que estas características son imposibles de cumplir, y además no toman en cuenta las necesidades, limitaciones y deseos particulares de cada persona en su calidad de ser humano. Se vuelven entonces una especie de “camisas de fuerza” en la medida en que, si no las cumplimos, se nos puede juzgar severamente por “salirnos de la norma” (por ejemplo, una chava que ha tenido relaciones sexuales con varios hombres porque le parece divertido hacerlo, puede ser calificada de “loca”, “zorra” o “puta”), y si se cumplen, también pueden ponernos en riesgo y afectarnos emocionalmente porque nos exigen demasiado (por ejemplo, para ser un “verdadero hombre”, algunos jóvenes tienen que salir con muchas mujeres, no demostrar su sentimientos y ser violentos).
En la relación de noviazgo existen influencias, negativas en unos casos y positivas en otros, que pueden contribuir a la integración o el deterioro de las relaciones afectivas. Lo que es destacable es que los datos y las estadísticas disponibles muestran índices elevados de parejas jóvenes en los que la violencia se convierte en una constante en sus relaciones, siendo en muchos casos ocultada. Cuando existen relaciones de desigualdad y creencias que nos hacen pensar que somos superiores a otra persona, siempre existe el riesgo de que utilicemos nuestros recursos (la fuerza física, el atractivo, la posición social, el dinero) para influir, controlar o dominar a otros. De esta manera, se puede someter y dañar a personas cercanas con actitudes o comentarios, o llegar a sentirse con el derecho de golpear a alguien más.
Las 19 historias que se incluyen en el libro Amar a madrazos reflejan una cotidianidad real y palpable en nuestro país, y tienen como denominador común la violencia de género entre jóvenes. Como ya habíamos mencionado, es durante la juventud cuando se empiezan a visualizar las causas estructurales de la violencia que se encuentran imbricadas en la posición histórica de inferioridad de las mujeres. A la vez, las historias que conforman este libro nos permiten comprender la violencia como elemento que perpetúa los estereotipos de género y los patrones culturales que operan como un mecanismo para el mantenimiento del papel dominador del varón y del rol sumiso de las mujeres.
Relatos como los de Diego y Vanessa, Raúl y Nancy o Fernanda y Daniel, entre otros, evidencian que si bien el origen de la violencia en la pareja se encuentra en el sexismo que impera desde tiempos inmemoriales, son múltiples los desencadenantes que la pueden ocasionar. Así, la violencia física, emocional, psicológica, sexual o económica, por citar algunas, que se comete en la adolescencia y la juventud, encuentra sus primeros brotes en actos que pueden poseer diferentes manifestaciones: unas que pueden calificarse de visibles, como los golpes, amenazas graves, agresiones sexuales, y otras menos evidentes, pero que no por ello lastiman menos, como los constantes enojos (y, con frecuencia, posteriormente, arrepentimiento), coacciones, presión para mantener relaciones sexuales no consentidas por la otra parte, chantajes emocionales, celos, humillaciones o ridiculizaciones, entre otras expresiones. Todas ellas, eso sí, manifestaciones del ejercicio de la violencia machista, de la violencia patriarcal.
Pero en el libro no sólo se recogen historias de violencia directa, sino también otras que se extienden a la influencia de la familia nuclear, como es el caso entre Julio y Paola. O situaciones en las que quien ejerce la violencia no es únicamente un integrante de la pareja, sino los padres, madres o ambos, como ocurre con Sonia y su incidencia en la relación con Víctor.
Asimismo la celotipia, en cualquiera de sus manifestaciones, es una forma de generar violencia, y para ello es de suma importancia tomar conciencia de qué “señales de alarma” se están produciendo en la relación para poder detectar tempranamente la existencia de los celos. Esta situación se expone en la historia de la relación entre Luis Enrique y Melisa.
En este sentido, cabe resaltar que —desafortunadamente— existen ciertas creencias sobre el amor romántico que en ocasiones no permiten ver los aspectos desagradables y amenazantes de la pareja. Esto sucede sobre todo durante la etapa del enamoramiento. Por ejemplo, los celos y la posesividad suelen considerarse “normales” en una relación de noviazgo porque se distorsiona su carácter violento y se visualizan como manifestaciones extremas del amor.
Como evidencian algunas historias, la violencia generalmente —no siempre— es cíclica, es decir, se repite, y ambos miembros de la pareja se encuentran “atrapados” en esa situación. En este ciclo se pueden presentar las diferentes formas de violencia, es decir, la física, emocional o sexual, ya sea una atrás de otra, o varias al mismo tiempo. Este ciclo tiene principalmente tres momentos: el de inicio, en el que la tensión por los conflictos no resueltos se va acumulando; el de la explosión de la violencia, y el de la “luna de miel”, que resulta de gran atracción para quien recibió la violencia, ya que la actitud asumida por el agresor es de arrepentimiento, amabilidad, promesas de cambio y demostraciones de afecto. Cuando viene la reconciliación después de una pelea muy fuerte, se dice que estamos en la fase de la “luna de miel”, que es donde una persona se puede volver a “enganchar” porque mira al agresor como si fuera débil y vulnerable. A la larga, esto se convierte en una situación muy difícil de detener.