Portada © 2014 Hachette Book Group, Inc.
Todos los derechos reservados. Salvo los permisos del U.S. Copyright Act de 1976, ninguna parte de esta publicación será reproducida, distribuida, o transmitida en cualquier forma o por cualquier manera, ni será almacenada en cualquier sistema de recuperación de datos, sin el permiso escrito de la casa editorial. Si desea usar algún material de este libro (aparte de ser revisado), deberá previamente obtener el permiso de la editorial, escribiendo a: permissions@hbgusa.com. Agradecemos su apoyo a los derechos de autor.
Little, Brown and Company es una división de Hachette Book Group, Inc. El nombre y logotipo de Little, Brown es una marca registrada de Hachette Book Group, Inc.
La editorial no es responsable de los sitios web (o su contenido) que no sean propiedad de la editorial.
A menos que se indique lo contrario, todas las fotografías son cortesía de la familia Rivera.
Es un hermoso día soleado de otoño en el Bronx , Nueva York, con temperatura de casi setenta grados (F). Tenemos de visitantes a los Gigantes de San Francisco, quienes ya han sido eliminados de la postemporada, mientras que nosotros seguimos luchando por clasificar, a tres partidos del líder para la clasificación del comodín, con tres equipos al frente de nosotros en el tablero de posiciones.
Es el día 22 de septiembre de 2013.
Increíblemente, también es el “Día de Mariano Rivera”.
He jugado para los Yankees de Nueva York durante diecinueve años, pero este será mi último. Es una realidad agridulce.
Los Yankees han planificado algún tipo de celebración de mi carrera, pero no tengo idea respecto a los detalles. Lo único que sé es que Clara, mi esposa, estará allí, al igual que mis tres hijos. Me visto temprano para la celebración antes del partido, y entonces espero en uno de los túneles detrás del jardín en espera de mi señal para entrar al estadio.
Una de las cosas por las cuales se me conoce es por mi aspecto tranquilo. Mi calma exterior no es algo fingido. Nunca he sido propenso a ponerme nervioso en momentos de apuro.
En este momento, estoy nervioso.
He escrito algunas palabras inadecuadas de agradecimiento en un pedazo de papel, a mis padres, a mi familia, a mis compañeros de equipo, al personal de los Yankees, y sobre todo, a los fanáticos de los Yankees. No quiero quedarme sin palabras en este momento.
Finalmente me dicen: “Te toca ahora, Mo”.
Hay un aglomerado de personas en el Monument Park, el museo detrás del muro del jardín central donde los Yankees exhiben los números retirados de sus mejores jugadores, así como el número 42, el cual vistió Jackie Robinson, el primer afroamericano que jugó en el béisbol de las Grandes Ligas.
Debido a su aportación extraordinaria, el béisbol retiró el número de Robinson en el 1997. Pero al momento, habíamos trece jugadores que aún vestíamos el 42. Se nos permitió seguir vistiendo ese número hasta el final de nuestras carreras.
Soy el último jugador activo que aún viste el 42.
Atesoro el poder haber honrado al Sr. Robinson de esta manera.
Ahora, en el Día de Mariano Rivera, el número 42 del Sr. Robinson, pintado en el azul brillante del equipo para el cual jugó, los Dodgers, ha sido reemplazado con una placa de bronce y se le ha dado un lugar prominente de honor en el Monument Park.
En el lugar donde ha estado colgando su placa, al final de una hilera de números ya retirados por los Yankees—el 4 de Lou Gehrig, el 3 de Babe Ruth, el 5 de Joe DiMaggio—hay un nuevo 42, pintado en el azul Yankee contra un fondo de rayas.
Es mi número 42 el que los Yankees están retirando en el Día de Mariano Rivera. Debajo del número hay una placa que dice:
MARIANO RIVERA
A “Mo” se le considera el mejor cerrador en la historia del béisbol. Vistió las rayas durante toda su carrera, desde el 1995 al 2013, y se convirtió en el líder de partidos lanzados de la franquicia. Brillando bajo presión, acumuló la mayor cantidad de juegos salvados en la postemporada. Nombrado en trece ocasiones al Juego de Estrellas, se retiró siendo el líder de todos los tiempos en partidos salvados.
Siento que el corazón se me va a salir del pecho. “Guau”, digo en voz alta. Me siento tan honrado.
¿Qué hago aquí?, digo para mis adentros. ¿Cómo podría estarle sucediendo esto a un muchacho flaco de una pobre aldea pesquera al sur de Panamá, un muchacho que ni siquiera tenía guante cuando hizo su prueba para los Yankees?
Sigo asombrado.
En el jardín, la banda de rock Metallica está tocando su canción “Enter Sandman” [Entra Sandman]. Es la música de entrada que los Yankees tocan siempre que entro a cerrar un partido. Alzo mi puño hacia la banda. No soy fanático de la música heavy metal, pero la banda y yo siempre estaremos entrelazados por esta canción.
Camino desde el campo exterior hasta el montículo, donde hay más personas que quieren decir adiós, y más tributos.
Estas despedidas formales se han estado llevando a cabo a lo largo de toda la temporada: la Gira de Despedida de Mariano Rivera. Sin duda, hay equipos, como los Mellizos de Minnesota, contra quienes siempre lancé bien, que se alegrarán al ver que me voy. Los Dodgers de Los Ángeles me dan una caña de pescar. Los Rangers de Texas me dan un sombrero de vaquero y unas botas. Los Yankees también me tienen un regalo especial: es una mecedora.
Por fin me entregan un micrófono. ¿Qué podré decirle yo a este público de cincuenta mil personas que exprese lo que ellos, lo que mi carrera, y lo que el ser un Yankee de Nueva York han significado para mí? Se me olvida por completo la nota que llevaba en el bolsillo de atrás, pero me acuerdo de darle las gracias a mi familia, mis compañeros de equipo, y sobre todo a los fanáticos. Me empiezo a quedar corto de palabras, así que digo las dos palabras más cercanas al corazón de cualquier jugador o fanático del béisbol: “¡Play ball!”.
Derek Jeter, quien ha sido mi compañero durante dos décadas, desde que jugábamos Doble A en Greensboro, Carolina del Norte, me da un abrazo y un espaldarazo. “Te mantuviste bastante bien”, me dice. “Creí que ibas a llorar”.