Derechos de Autor edición en español © 2018 por Little, Brown and Company
Publicado en inglés por Little, Brown and Company bajo el título An Unlikely Journey, Derechos de Autor © 2018 por Julián Castro
Diseño de portada por Mario J. Pulice
Fotografía del autor por Beowulf Sheehan
Derechos de Autor de portada © 2018 Hachette Book Group, Inc.
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Primera ebook edition: octubre 2018
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Traducción y edición en español por LM Editorial Services | lydia@lmeditorial.com, con la colaboración de Carmen Caraballo.
ISBN 978-0-316-25212-6
E3-20191116-JV-PC-DPU
Este libro está dedicado a cada familia que ha hecho
su propio viaje improbable.
A Mamá,
a Joaquín,
a Érica, Carina, y Cristián,
y muy en especial a Mamo.
¡Gracias!
N o era todavía el mediodía del Día de los Padres del 2018, pero ya el calor había ascendido a los ochenta. A lo largo de la ruta US 281 del sur de Texas, hay áreas de maleza que se extienden hasta muy lejos, y con la ventana hacia abajo y el sol en el ángulo correcto, usted juraría que se extiende al infinito. Apagué el aire acondicionado y dejé que el aire caliente me golpeara mientras me dirigía al sur hacia el Valle del Río Grande de Texas, en frontera con México. Estaba a la mitad del recorrido de casi cuatro horas, y pasé el tiempo imaginando lo diferente que habría sido mi vida si las circunstancias para los inmigrantes de casi un siglo atrás hubiesen sido más parecidas a las actuales.
Estaba en camino para encontrarme con un grupo de activistas preocupados en el centro de procesamiento y detención Ursula, cerca de una milla de la frontera. Estaban haciendo el viaje para protestar contra la política administrativa de Trump de separar a los niños de padres que fueron detenidos en la frontera. Uno de los activistas traía cajas de juguetes de peluche y cartas de apoyo escritas por niños estadounidenses, pero no había ninguna ilusión de que estos artículos hicieran más que proporcionar un alivio temporal. Aun así, dada la experiencia traumática que atravesaban esos niños, era lo mínimo que podíamos hacer.
Como me iba bien temprano esa mañana, mi esposa, hijo e hija me llevaron a cenar la noche anterior para celebrar el Día de los Padres. Carina tenía nueve años y Cristián tres, y ambos estaban felices de pasar tiempo con papá. Al sentirme tan amado estando con ellos, había sido casi imposible no pensar en los miles de niños de su edad, a solo unos cientos de millas de distancia, quienes fueron arrancados de sus padres. Según los informes, a los bebés y niños pequeños se les trasladaba a refugios de “edad tierna”, y los demás niños carecían de medicamentos y pasaban semanas sin bañarse.
Mientras me acercaba a Ursula, mis pensamientos volvían a mi abuela, Mamo. Los psicólogos advierten sobre el trauma sufrido por los niños que son separados de sus familias, y yo había crecido presenciando un ejemplo del daño a largo plazo. Incluso a los setenta años, Mamo todavía lloraba desconsoladamente al recordar haber sido sacada del lado su madre moribunda y haberle dicho que viviría con otra familia en los Estados Unidos. Al momento en que Mamo cruzó la frontera en 1922, dejaba atrás a dos padres muertos y una vida de disturbios provocada por la Revolución Mexicana que duró una década. Las circunstancias de ese cruce de frontera, aunque ciertamente diferente a la experiencia de los niños que esperaba visitar, habían dejado un impacto duradero en su vida.
Su viaje improbable fue la pieza central de mi discurso en la Convención Nacional Demócrata de 2012, donde describí el sueño americano como un relevo en el que los sacrificios de una persona, en mi caso los de Mamo, fueron vitales para el éxito de las generaciones posteriores. Debido a la difícil jornada de vida que tuvo Mamo, para mi madre, y luego mi hermano Joaquín y yo, fue posible que tuviéramos unas oportunidades que ella nunca tuvo.
La política de inmigración del gobierno del presidente Donald Trump parecía diseñada para infligir crueldad a niños inocentes, dejando una impresión muy diferente de la tierra de oportunidades. Independientemente de la afiliación política, había una sensación generalizada de que un ideal estadounidense había sido profanado. Esto fue una llamada de atención para la nación.
Cuando los ciudadanos acudieron en ayuda de los no ciudadanos, vi pocos ejemplos de grandilocuencia política. El país puede estar profundamente dividido entre sus líneas partidistas, pero la respuesta aparentemente instintiva que presencié en mi visita fue que nosotros, como estadounidenses, somos más parecidos que diferentes. Si el más alto oficial titular en la tierra iba a implementar una política tan flagrantemente antiamericana, entonces los estadounidenses iban a diferir.
Muchos comenzaron a llamar la ley un abuso de niños patrocinado por el estado, y esta caracterización, como me di cuenta rápidamente, no era una hipérbole. La indignación se extendió como un reguero de pólvora cuando los presentadores de noticias rompieron a llorar y las aerolíneas se negaron abiertamente a alejar a los niños de sus padres.
Cuando llegué a Ursula, ya estaba sudado bajo el calor de noventa y siete grados. Caminé desde mi automóvil hasta el grupo que se había reunido afuera del edificio de un piso donde las familias estaban siendo separadas físicamente. Los manifestantes portaban carteles, coreaban y concedían entrevistas a los medios de comunicación, ejerciendo los derechos por los que generaciones de estadounidenses lucharon y murieron, y lo hicieron de manera noble. Eso estaba funcionando. La gente publicó fotos de niños transportados en las redes sociales; se hicieron protestas en todo el país; y la administración comenzó a retroceder en su política de cero tolerancia.
Conocí a Lea, de doce años, de Miami, quien tiene un padre indocumentado. Ella vino a la demostración con su hermana mayor y las dos hablaron elocuentemente sobre el temor de reunirse con su padre y que se lo quitaran. Lea y yo caminamos hacia Ursula, llevando la caja de juguetes de peluche y las tarjetas para los niños. Las puertas de cristal estaban oscurecidas y aseguradas, así que presioné el timbre en el intercomunicador. Un oficial de la Patrulla Fronteriza respondió. Me presenté y dije: “Quiero dejar algunas cartas para los niños que están aquí, junto con algunos juguetes de peluche”.