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Angelika Schrobsdorff - Tú no eres como otras madres

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Angelika Schrobsdorff Tú no eres como otras madres
  • Libro:
    Tú no eres como otras madres
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1992
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Tú no eres como otras madres: resumen, descripción y anotación

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Luz

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Capitulo 1

Hoy, 30 de junio, día de su cumpleaños, he sacado de mi baúl del pasado el librito largo y estrecho. Es de pasta dura con ornamentación marginal en negro y oro e inscripción en letra dorada.

VIDA

de nuestra hija

ELSE

Las esquinas están un poco descantilladas, por lo demás el libro parece nuevo. Tiene noventa y ocho años. También los primeros ricitos de la niña Else, adheridos a sus hojas, tienen noventa y ocho años, y se diría que han sido cortados anteayer. Son de color marrón, luego de rubio miel y finalmente, en 1897, cobrizos. ¿El pelo es imperecedero? ¿No se convierte en polvo? Resulta sedoso al tacto de mis yemas. Cuando conocí a Else, mi madre, tenía el cabello bronceado y recio como la crin de un caballo. Siempre parecía despeinada, aun cuando venía de la peluquería. Sus rizos cortos y tupidos eran indomables. No eran lo único que no se podía domar en ella.

Me hubiera gustado heredar su cabello y su vitalidad. Pero en estos dos puntos —y algunos más— he salido a mi padre.

¡Ay, Dios, esos pensamientos incoherentes que me asaltan al mirar el pequeño libro rojo, esos recuerdos, esa añoranza! Añoranza del pasado que viví, añoranza de un pasado no vivido. El Berlín del cambio de siglo. ¿Cómo me lo figuro? Probablemente, como un mundo intacto por pasado: tranvías y autobuses de dos pisos tirados por caballos; calles adoquinadas y farolas de gas; mansiones sólidas color café con leche y villas «señoriales» en anchurosos jardines; puestos de flores y frutas, organilleros, vendedores de periódicos y salchichas; los primeros grandes almacenes, unos verdaderos palacios; salones de baile, cafés con violinistas, restaurantes exquisitos con camareros de frac, teatros y varietés; parques donde los verdores se superponen unos a otros, edificios tan suntuosos como sombríos, monumentos de bronce; las avenidas Kurfürstendamm y Unter den Linden, por las que deambulan caballeros con traje Stresemann y damas con manguitos, sombreros cubiertos de flores y pechos erguidos por el corsé; y, rodeando la ciudad, los lagos, el río Spree, los bosques de pícea, adonde acudía la gente en carruajes para hacer un pícnic, deslizarse por el agua en una barca de remos o beber cerveza de trigo y comer albóndigas al son de briosas bandas militares.

El mundo de la infancia de mi madre. ¿Era así? ¿Estaba intacto? Todo lo indica.

«Fui la niñita querida de unos padres cariñosos, padres judíos, es sabido que son los más cariñosos que existen. Mi hermano Friedel, tres años menor, y yo fuimos niños felices a los que no les faltó nada», escribió.

Las anotaciones biográficas hechas por su madre, Minna, resultan escasas, y puedo imaginar la razón. Minna tenía un gusto literario exquisito, y el libro, regalo probablemente de uno de sus numerosísimos parientes, estaba trufado de poemas penosos, como este, por ejemplo:

La naturaleza está en flor exuberante

todo es fragancia y refulgencia

sobre la cuna balanceante

los ángeles bailan en celestial cadencia.

De «pasadas de rosca» tildaba ella esas cosas. Hacía prolijo uso de la expresión. Lo mismo podía decir de un sombrero, una persona, un postre, e incluso de un concepto. Las ideas que algunas personas, sobre todo los jóvenes, se hacían del amor, por ejemplo, estaban completamente pasadas de rosca. El amor entre el hombre y la mujer no era más que pura fantasía. El único gran amor y la única felicidad verdadera de una mujer eran los hijos, y con tal fin se contraía matrimonio, un matrimonio razonable, meditado y planificado por los padres. Qué importaba el mundo si uno tenía una familia en la que se sentía abrigado, que lo necesitaba, por la que uno debía y quería estar desde el primero hasta el último día.

Esa era la actitud de Minna y la premisa bajo la cual se casó con Daniel Kirschner, hombre jovial y cálido, con barriguita, ojos como gotas de agua y un negocio al por mayor de vestidos, blusas y batas. A los dos años nació Else.

La participación de nacimiento, publicada sin duda en un periódico judío y pegada después en la primera página del librito rojo, es modesta:

DANIEL KIRSCHNER y su esposa MINNA, de soltera COHN,

se complacen en anunciar

el feliz nacimiento de una vivaracha hijita.

Berlín, 30 de junio de 1893.

¿Qué aspecto tendría entonces la menuda y delicada Minna, a la que nunca conocí de otra forma que vestida con atuendos negros de los que asomaban las manos y la cara, un rostro ensombrecido por el escepticismo y la melancolía que se iluminaba y encandilaba en cuanto tenía a sus nietos alrededor? Mi madre me explicó que seguía de luto por su hijo, cuya muerte no conseguía superar. Siegfried, por fortuna apodado Friedel, había fallecido en 1918 víctima de la gripe española. Nunca he visto una foto suya ni oído decir a mis abuelos una palabra alusiva a él, pues la mera mención de su nombre habría tenido efectos nefastos para el estado de ánimo de Minna.

Por tanto, no logro figurarme cuál sería su aspecto de joven, con vestidos claros y una risa exaltada en la cara. No, nunca debió de ser exaltada, pero sí alegre, sin duda, pues su vida, ajena a pretensiones pasadas de rosca, se había cumplido en un matrimonio razonable con un hombre bueno y dulce y el nacimiento de una criatura sana. Tal vez incluso fuera de talante risueño, o al menos más jovial de lo que yo la conocí, pero siempre debió de tener predisposición a la melancolía.

Sus antepasados provenían de España, y la sangre sefardita había marcado su fisonomía: el claro tono aceitunado de su piel, los ojos almendrados y casi negros, la exuberancia de su tupido y ondulado cabello que, en mis tiempos, sujetaba en un grueso moño gris metálico. La letra gótica con que anotaba en el libro rojo los progresos más relevantes de su hija es tan fina y ordenada como lo era ella misma. Hace constar el aumento del peso, las vacunaciones, el primer diente, los primeros pasos, las primeras palabras de la criatura. En las páginas tituladas «Diario» me entero de que ya a los dos meses y medio Elschen lleva su primer vestidito; que con nueve meses se pone por primera vez cabezota; que al año se le toma una foto (es un retrato bien hecho); que con un año y medio entona las canciones infantiles «Annemarie, adonde vas de viaje», «Zorro, robaste el ganso» y «Despertad que la alondra ya canta»; que con dos años y tres meses sabe recitar de memoria el Pedro Melenas completo; que con cuatro y medio entra en el jardín de infancia y realiza su primera labor, acertada y graciosa.

Estas notas ya permiten distinguir claramente la trayectoria preestablecida para la pequeña Else. Desde la más temprana edad se la instruye y moldea para un matrimonio bien acomodado en el que no deberá ni podrá ser otra cosa que hembra y madre.

Es, no cabe duda, Minna quien lleva la batuta en el hogar, y Daniel lo acepta sin protestar. Ama y estima a su mujer, que nunca le da el calor y el cariño que él hubiera preferido al cumplimiento impecable de sus obligaciones conyugales. La reconoce como la más sabia y culta de ambos, pues procede de una familia mucho más elevada que él. Sigmund, el padre de Minna, era médico en Prusia Occidental; Aaron, el suyo, panadero en la frontera con Polonia. Ella tenía cinco hermanos y una buena educación; él tenía nueve y a los catorce años tuvo que abandonar la escuela. Ella había leído libros y tocado el piano; él, con sus ocho hermanos, había repartido panes y cantado en el coro de la sinagoga. Su madre había muerto prematuramente, en el undécimo parto, y su padre bregaba de día en la panadería y leía, por las noches, la Torá o estudiaba el Talmud. Tras dejar la escuela antes de tiempo, los nueve hijos fueron enviados al mundo para aprender, donde fuese y como fuera, un oficio. Todos recalaron en el promisorio Berlín y se montaron una existencia sólidamente burguesa. En la vejez, el piadoso padre también se trasladó a la capital para vivir con sus hijos. Constató con horror que sus vástagos, educados en el rigor de la ortodoxia, incumplían de la forma más escandalosa los preceptos del Señor dejándose seducir por los impíos tiempos que corrían.

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