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Angelika Schrobsdorff - Hombres

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Angelika Schrobsdorff Hombres

Hombres: resumen, descripción y anotación

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Con una extraordinaria precisión en el estudio de los personajes, y un estilo directo y sin rodeos, Angelika Schrobsdorff narra en «Hombres» —otra de sus grandes novelas autobiográficas, a la altura de «Tú no eres como otras madres»— la educación sentimental de una hermosa joven que alcanza su madurez entregada a la furia de vivir, sobrevivir y revivir. Eveline Clausen, la turbadora protagonista de esta novela, es hija de padre alemán y madre judía, y su infancia se desarrolla en pleno ascenso del nazismo. No es solo un personaje «construido» con partes de la vida de la propia Schrobsdorff y de otras mujeres a las que conoció en su juventud, sino toda una figura de carne y hueso. Una verdadera mujer que pierde su candidez, su inocencia, y se lanza a vivir ávida e intensamente, sin ninguna preocupación moral, para ahuyentar todos esos miedos que la acechan desde muy niña. Los hombres, los distintos hombres que pasan por su vida (este libro es un perfecto estudio de muchos tipos de ellos), son tan solo el medio para evadirse de la dura realidad, de la persecución y del hambre. Estos hombres, que siempre ocupan una posición de poder (y lo ejercen), van convirtiéndose, gradualmente, en el único universo de Eveline; les pide amor, pasión y la posibilidad de huir (de su madre, de sus propios deseos, tristezas y necesidades), aunque casi todos ellos, víctimas también del egocentrismo de la joven, le resultan decepcionantes. Experimentamos un desasosegante apego por el personaje de Eveline, alter ego de Angelika, porque en todo momento la sentimos viva, angustiada, desgarrada; una víctima «culpable» de la Alemania derrotada, una joven perdida tanto en las calles arrasadas por los bombardeos como en los salones de baile y las villas de lujo. En muchas novelas de aprendizaje, la protagonista es una joven apocada, discreta y estudiosa; pero Eveline es muy distinta… aunque también muy autocrítica. La frescura y la crudeza de su voz nos arrastran sin remedio hasta los conmovedores capítulos finales.

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HOMBRES
EL CAPITÁN DE CORBETA ALEMÁN

Cuando yo tenía catorce años, mi madre solía asegurar que era muy inmadura para mi edad. Y no solo físicamente.

Esta afirmación me ofendía muchísimo, sobre todo cuando la exteriorizaba ante terceros. Pero mi madre parecía alegrarse, e incluso estar orgullosa de ello. Solo mucho más tarde comprendí sus razones. Temía lo que podría ocurrir cuando fuese mayor.

Yo no podía más de impaciencia por llegar a desarrollarme. Mis piernas y brazos, largos y delgados; mis estrechas caderas y mi delgadísimo cuello me hacían desgraciada. Llena de amargura, me ponía ante el espejo y me comparaba con mis compañeras de colegio, todas parecían ya encantadoras jovencitas.

Me indignaban mis rígidos vestidos, que me llegaban hasta las huesudas rodillas y ocultaban el poco pecho que empezaba a tener. Me indignaba, pero no me atrevía a llevar chalecos de lana ajustados. Temía las sonrisas de las personas mayores y los murmullos de las de mi edad. Por esta razón cuidaba de mi pecho como de un tesoro oculto.

Asistía a un severo colegio católico femenino. Llevaba un uniforme negro muy poco favorecedor y medias negras y largas. Mi pelo, que rizaba todas las noches con gran esmero, debía llevarlo recogido durante las horas de clase.

Una vez se me desprendió un ricito y me cayó sobre la frente; por su culpa tuve que escuchar un sermón sobre los peligros de la vanidad. Lo escuché en silencio, deseando en mi fuero interno llegar a conocer aquellos peligros lo antes posible.

Mis compañeras cuchicheaban alguna vez en mi presencia sobre el periodo. Yo no tenía ni idea de qué era aquello y me rompía la cabeza tratando de averiguarlo. Ante las otras chicas fingía, por supuesto, estar al corriente. De ahí que muchas veces me viese en grandes apuros, pues me hacían preguntas que en mi desconocimiento no podía contestar. Al final me decidí y le pregunté a mi madre qué significaba la misteriosa palabra. Se vio obligada a darme una explicación. Lo que dijo fue tan poco claro que únicamente entendí que todavía no era una mujer, sino solo una niña. Esto volvió a entristecerme mucho y aguardé con desesperación la llegada del gran acontecimiento que habría de convertirme en una mujer completa.

Por entonces vivíamos en Sofía. Mi madre era judía, y en 1939 había emigrado de Alemania a Bulgaria con mi hermanastra Bettina y conmigo. Bettina se había casado con un búlgaro. Yo vivía con mi madre en un pequeño y poco simpático apartamento que no me gustaba nada. Llevábamos una vida muy retirada, con pocas amistades y ninguna vida social. Desde que las tropas alemanas habían ocupado el país debíamos extremar las precauciones y no llamar la atención por causa alguna. Mi madre me lo repetía insistentemente.

Por esta razón, yo casi no tenía trato con jóvenes de mi edad.

Tampoco lo echaba mucho de menos. Con las chicas no me llevaba muy bien y los chicos no me interesaban. Me parecían ridículos con sus movimientos desgarbados y la pelusilla de sus incipientes bigotes.

Me interesaban mucho más los soldados alemanes. No porque fuesen hombres, sino porque venían de mi patria. Sentía añoranza. Mi más ferviente deseo era conocer a uno de aquellos alemanes y hablar con él en mi propia lengua.

Seguro que entre ellos habría alguno que, como yo, fuese de Berlín y conociese Grunewald, el Avus, Wannsee, el Zoológico…

Pero mi deseo parecía imposible de cumplir. Mi madre no quería saber nada de esto. Decía que en nuestra situación era demasiado peligroso. Yo quería a mi madre y no pretendía aumentar sus preocupaciones. Acallé mis deseos y admiré a los alemanes desde lejos.

Por aquella época, mi madre conoció a una joven berlinesa que se había trasladado a Sofía con su marido. Renate Schröder se convirtió enseguida para mí en el prototipo de la mujer ideal. Tenía casi treinta años, era esbelta, rubia, de largas piernas y ojos azules. Yo la adoraba y me sentía dichosa de que cada vez fuese más y más amiga de mi madre. Nos invitaba con frecuencia a su casa. Aquellos momentos mitigaban un poco mis añoranzas por la patria.

La casa en la que vivía era espaciosa y alegre. Tenía más y mejores muebles que la nuestra, y todas las habitaciones estaban decoradas con alfombras multicolores. No había nada gris, nada triste. Y siempre había cosas agradables para comer o beber. Además, tenían un gramófono con muchos discos.

Yo no necesitaba nada más, hasta el día en que el capitán de corbeta Wahl entró en la habitación y, con ello, en mi vida.

Todavía recuerdo que estaba inclinada ante el gramófono y que me disponía a cambiar el disco. Cuando entró el capitán de corbeta Wahl me quedé inmóvil, con el disco a media altura. Así lo mantuve durante varios segundos. El hombre que acababa de entrar, con su elegante uniforme azul oscuro, me recordaba a mi padre de forma casi dolorosa. Era de imponente estatura, solemne, varonil. Tenía un rostro bien formado y amable, ojos azules y un pelo rubio ceniciento. Su leve y distinguida sonrisa era la de papá, así como su mirada tranquila y lejana.

Amaba a mi padre con infinita veneración y sufría con su ausencia. Fue esta semejanza física entre él y el capitán de corbeta Wahl la que me afectó tanto en un primer instante. No me moví, no dije nada y confié en que se olvidarían de mi presencia. Así sucedió mientras el capitán de corbeta saludaba a Renate y era presentado a mi madre. Pero luego ya no se pudo aplazar el gran momento. Dijeron mi nombre.

Me levanté y me dirigí hacia el oficial alemán con paso vacilante. Temía que oyese el furioso latir de mi corazón, pues yo sí lo oía. Le di la mano, pero no hice genuflexión alguna. Por primera vez en mi vida no quería ser considerada una niña. Me apretó la mano con fuerza, y durante un momento la expresión de su rostro pareció de asombro. Luego sonrió y dijo que se alegraba de conocer en Sofia a una alemanita tan encantadora.

Me senté al lado de mi madre y permanecí así, inmóvil y callada, con las manos en el regazo, con los pies modosamente colocados uno junto al otro. Miraba con fijeza al capitán de corbeta, hasta que mi madre me hizo una seña desesperada. Entonces dirigí la mirada hacia otro lugar y solo escuché su voz.

—¿Y qué tal te va en Sofía, Eveline? —me preguntó de repente el oficial.

Si mi madre no hubiese estado presente me habría atrevido a decir la verdad. Como sí lo estaba, no quise inquietarlo.

—Muy bien —mentí.

—Irás, indudablemente, al colegio alemán.

—Al colegio alemán católico —precisé, y me di cuenta demasiado tarde de que no debería haberlo dicho. Asustada, pensé que ahora me preguntaría por qué no iba al colegio alemán verdadero: al nacionalsocialista. Pero la pregunta no llegó y yo percibí cómo mi madre respiraba con mayor tranquilidad.

—Seguro que tienes muchas amigas —continuó. Yo ya conocía esta frase y la odiaba. Todas las personas mayores se creen obligadas a utilizarla en sus conversaciones con las chicas jóvenes.

—No —respondí—. No tengo ninguna amiga.

Me contempló pensativo. Temí que utilizase alguna otra expresión infantil. Pero, en cambio, escuché palabras que me volvieron loca de alegría. Dijo:

—Entonces seremos amigos nosotros. ¿De acuerdo?

—Sí, sí… —murmuré. Luego me puse rápidamente en pie y salí corriendo de la habitación.

Desde aquel día no viví más que para mis sueños y fantasías. Pues como, pese a todos mis esfuerzos, no conseguía ver al capitán de corbeta Wahl más que de tarde en tarde, estaba obligada a vivir con él en un mundo de ensueño. En este mundo irreal sucedían las cosas más insospechadas. Una vez era yo quien lo salvaba de la muerte, otra vez era él quien arriesgaba su vida por mí; yo vivía en su casa o viajábamos juntos alrededor del mundo. A veces, cuando me encontraba muy baja de moral, me lo imaginaba arrodillado ante mi lecho de muerte, tomándome en sus brazos, sollozando. Pero el más bello de todos los sueños era, sin duda alguna, el de nuestro regreso a Alemania y el reencuentro con mi padre. Me imaginaba cómo se estrechaban la mano esos dos hombres, grandes y fuertes, y cómo sus miradas, dulces y protectoras, se posaban sobre mí.

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