EL VERDUGO MAYOR DE NUESTRA HISTORIA
Por Osvaldo Bayer
El escritor Robert Arlt lo hubiera calificado como “un turrito”; los porteños de la década del treinta lo hubiesen llamado simplemente “ca r alisa”; algún tanguero que hubiera conocido sus aprestos exteriores tal vez le habría puesto el apodo de “cachafaz”. Pero la Historia es siempre mucho más justa y precisa en su devenir que esos calificativos: sin ninguna duda el almirante Eduardo Emilio Massera pasará a ser en la galería de los argentinos el más grande de los asesinos de toda la vida de la República, hasta el presente.
El coronel Ramón Falcón, con total impunidad, ordenó el ataque a tiro limpio y a sable de caballería contra los obreros reunidos en Plaza Lorea que luchaban por las ocho horas de trabajo, en aquel 1909; el gobierno radical de Yrigoyen carga sobre su conciencia la responsabilidad por la matanza de la Semana Trágica; el teniente coronel Várela ordenó el fusilamiento de centenares de peones patagónicos haciéndolos azotar previamente y permitiendo que se les robaran los pocos pesitos que tenían en el bolsillo y los certificados de sus caballos; Aramburu y Rojas ordenaron fusilar a mansalva sin juicio previo. Pero el almirante Massera no sólo es el autor de la desaparición de miles de jóvenes sino también de la tortura previa a que fueron sometidos, del robo de sus pertenencias, de ordenar que las prisioneras parturientas tuvieran sus hijos en las peores condiciones para luego quitárselos, y de arrojar los cuerpos con vida de sus víctimas desde aviones al Río de la Plata o al mar. No hay perversidad que pueda superar esos trágicos hechos de nuestra historia reciente.
Es el asesino que más se distinguió por su depravación de toda la pléyade uniformada que se apoderó de la Argentina en 1976. Massera y sus compinches l legaron al poder traicionando su propia palabra y juramento realizado ante la presidenta lsabel Perón. De ahí en más, el dúo uniformado Videla-Massera fue capaz de transgredir absolutamente todas las normas democráticas, de convivenci a y de la ética entre los seres humanos .
Fueron como el dúo de Laurel y Hardy, pero no del humor y el candor infantil, sino de la deshumanización patibularia con rasgos de sanguinaria comedia de salón. Mientras ese ridículo Laurel de Videla haciendo la venia como un monigote era el nefasto comevelas y trataba de aparecer como un buen padre de familia, para lo cual comulgaba y se confesaba ante sus acólitos de sotana, mientras daba carta blanca a que sus asesinos uniformados cometieran los crímenes más aviesos y deleznables, el Hardy con uniforme de marino iba a ver a sus víctimas, se solazaba ante esa monstruosa catedral del exterminio llamada Escuela de Mecánica de la Armada, de allí concurría a la boite Mau-Mau para aparecer de macho ante estrellitas de la televisión y se miraba al espejo todos los días creyéndose presidenciable. Pero aún más, dividía el botín, ordenaba a sus súbditos de picana y capucha perseguir y matar a aquellos que podrían hacerle sombra en su carrera política y hasta bajó el pulgar caligulesco ante el marido de su amante, y ordenó matar y tirar al río a una diplomática que había descubierto su juego en París, en la embajada argentina.
Allí ocurrió un episodio más que siniestro: un grupo de tareas trabajaba para mantener contactos políticos en previsión de su carrera al estrellato final: llegar desde la dictadura a la presidencia de la Nación a través de un partido político.
Es una especie de figura neroniana pero a la vez muy argentina. Todo para él. El país íntegro para él: El prototipo del piola. Creído además que eso era posible. ¿Por qué no? Cuando uno sigue los pasos del almirante Massera y de sus compinches principales llega a la comprobación de lo que tal vez nadie alguna vez pudo imaginar que de esa Escuela Naval de Río Santiago, a la que concurrieron como cadetes, pudiera salir tanto asesino, ladrón, tanto traidor a la palabra dada. Alguna vez algún investigador histórico se meterá a estudiar quiénes fueron maestros en esa escuela de personajes tan increíblemente villanos. Del Ejército es más fácil comprenderlo, porque los militares se creyeron prusianos e hicieron creer que asimilaban toda la filosofía del militarismo de esas latitudes. Llegaron a ser prusianos de cuarta y pronazis disimulados de segunda clase. Pero de la Marina de Guerra se decía que en la escuela naval aprendían a ser gentlemen a la inglesa. Se decían señor y no necesitaban gritar el grado de su superior. Trascendía que eran educados como caballerosa la antigua. Aunque las primeras sospechas nacieron cuando ningún marino se jugó por la democracia oponiéndose a los golpes del Ejército. Siempre se acomodaban y ligaban algún puesto en el reparto de vicepresidencias y ministerios. Además, ya antes de Massera la Marina había dado a luz dos productos en los cuales se mezclan la crueldad, la cobardía, la traición. Uno es el almirante Rojas, que había recibido hacía poco la medalla a la lealtad peronista y poco después, a cañonazo limpio -los cañones no eran de él, y el crucero donde se escondía, tampoco-llegaba al poder secundando a Aramburu. Después participará como uno de los más decididos en el fusilamiento de civiles y militares, en el 56, asesinatos a mansalva. El otro personaje nefasto salido de la Marina fue el almirante Teissaire, vicepresidente de Perón, quien ante el golpe militar del 55 abandonó a su presidente, a su partido y a toda la gente que decía representar, para decir que se arrepentía de todo y pidió perdón a los golpistas triunfantes. Uno de los espectáculos más bochornosos que tuvo que presenciar la República. Para pedir ese perdón se disfrazó de vicealmirante.
Pero Massera superaría en todo a esos almirantes. Basta ver la gente con que se rodeó, todos de su arma, para ya definir su catadura. Los nombraremos, porque son todos productos de la Escuela Naval Militar. Jorge Eduardo Acosta (“El Tigre”); Alfredo Asti z (“Cuervo”); Miguel Ángel Benazzi Berisso (“Salomón”); Miguel Ángel Cavallo (“Sérpico”); Rubén Jacinto Chamorro (“Delfín”); Luis D'Imperio (“Abdala”); José Dunda (“Jerónimo”); Horacio Pedro Estrada (“Humberto”); Alberto González Menotti (“Gato”); Jorge Omar Mayol (“Reja”); Sal vio Mené ndez (“El Capitán”); Antonio Pern ía (“Rata”); Jorge Perrén (“Inglés”); Femando Enrique Peyón (“Everready”); Gabriel Radice (“Ruger”); Mariano Schiller (“Pingüino”); Jorge Suárez (“Loco Antonio”); José M. Suppicich (“Cantaloro”); Gastón Vildoza (“Petardo”); Armando Lambruschini (“Segundo”). Todos oficiales, desde el grado de almirante al de teniente de corbeta. Esta fue la patota del almirante alias “Cero”, alias “el Negro”: Eduardo Emili o Massera. La lista de la patota podría agrandarse hasta abarcara todos los que usaron en ese entonces uniforme azul marino, porque no hubo inocentes, todos supieron lo que ocurría, desde el guardiamarina recién recibido al almirante ya retirado. Pero todos se callaron la boca. Salvo uno. En el juicio a Los comandantes el capitán de fragata Jorge Búsico, jefe de la división Estudios de la Escuela de Mecánica de la Armada lo dijo con toda la letra: “En la ESMA se hablaba mucho de la máquina (la picana) pero a mí se me hizo increíble que oficiales de la Armada hicieran eso. Había una nueva jerga. Se hablaba de “chupar” (secuestrar), “tabicar” (mantener encapuchado) o “mandar para arriba”, lo que hacía evidente la ejecución de alguien. Y agregó esto que lo dice todo: “Yo me siento cómplice de todo eso. Creo que colaboré con mi silencio. No tuve el valor necesario para hacer las denuncias. El clima que se vivía era como para no arriesgar opiniones francas. Allí adentro la vida no terna ningún valor”.