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Miguel Delibes - Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo

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Miguel Delibes Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo
  • Libro:
    Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1977
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Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo: resumen, descripción y anotación

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MIGUEL DELIBES Valladolid 1920-2010 se dio a conocer como novelista con La - photo 1

MIGUEL DELIBES (Valladolid, 1920-2010) se dio a conocer como novelista con La sombra del ciprés es alargada, Premio Nadal 1947. Entre su vasta obra narrativa destacan Mi idolatrado hijo Sisí, El camino, Las ratas, Cinco horas con Mario, Las guerras de nuestros antepasados, El disputado voto del señor Cayo, Los santos inocentes, Señora de rojo sobre fondo gris o El hereje. Fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura (1955), el Premio de la Crítica (1962), el Premio Nacional de las Letras (1991) y el Premio Cervantes de Literatura (1993). Desde 1973 era miembro de la Real Academia Española.

La desveda

10 de octubre de 1971

Abrimos la temporada con canícula: cielo despejado y fuerte sol y, en los bajos, al abrigaño de la ladera, un calor espeso y estancado, impropio de la estación. Estas temperaturas extemporáneas sientan mal a las perdices, las desbravan y enervan, y, a poco que uno se lo proponga, si prescinde de lo que en este deporte debe haber de noble competencia, puede acabar con ellas. Yo prefiero abatir un par de patirrojas con todas las de la ley, un día de helada, descolgándose a sesenta metros de una de estas ímprobas cuestas de Santa María, que una docena en aquellas condiciones. El buen tiempo urbano puede ser un mal tiempo cinegético si antes que en nosotros pensamos en las perdices.

Ante esta realidad yo no pude sino ponerle al buen tiempo mala cara en este 10 de octubre. Bajo este sol, con esta temperatura de baño María y miles de escopetas evolucionando por el campo, lo más probable es que no se salve ni el apuntador, ya que lo que no levanta uno, lo levanta el otro y, una vez el pájaro aislado, con cuatro o cinco vuelos a las costillas, suele inmolarse sin resistencia. A muchos les gusta esto, este tiempo pegajoso, porque es cuando la perdiz, cobijada en un espliego o un chaparro, aguanta la postura del perro. A mí, la verdad, no me gusta ni mucho ni poco, ya que pájaro que brinca en estas condiciones es pájaro muerto. La perdiz hostigada, separada del bando, juega a codorniz, arranca de los pies y, como quiera que su bulto es apreciable, las posibilidades de errar –de no padecer uno el baile de San Vito– son mínimas. Así cobré hoy cuatro: pájaros revolados en la ladera y resguardados en el navazo, aguantando resignadamente en una lindera o la broza de un arroyo a que uno los espantase. Era suficiente seguir, un poco alerta, las sinuosidades de ésta o aquél para, al cabo de unos minutos, bajar una perdiz. El sistema es infalible, con lo que al cabo de dos horas de patear el campo, la cuadrilla llevaba colgados docena y media de pájaros con el aditamento de alguna liebre insensata a la que se le ocurrió salir al paso.

En torno, el traqueo era muy vivo, lo que prueba no sólo que la perdiz en todas partes salía a tiro, sino que por estos pagos ha criado bien. Empero yo debo reconocer que, en esta merienda de negros, de los once pájaros abatidos por mí, únicamente dos me dejaron un buen sabor de boca: el uno, achuchado en los altos, trató de salvar la mano repullado y de través y, como había cogido vuelo y cruzaba recio, hube de correr la mano y adelantar, adelantar, para no dejar el tiro corto. La segunda fue una perdiz que me arrancó a la asomada en la falda de un cerro de aulagas, tan rápida que cuando quise tirar del gatillo el animal había interpuesto sus buenos cincuenta metros. Al tiro, descolgó una pata y, enseguida, por su vuelo ligeramente renuente, comprendí que iba de riñones. La seguí con la vista y, poco más allá, el bicho se repinó en vertical, como si quisiera prender el cielo con el pico, para, seguidamente, desplomarse sobre el rispión completamente muerta. La torre –por distancia y altura– fue una de las más espectaculares y esbeltas que me ha sido dado contemplar en mi vida de cazador.

A la una, con casi tres docenas de perdices abatidas, decidimos dejarlo. En este negocio de la caza, el que se engolosina y no sabe cortar a tiempo, no es un cazador, es un carnicero. Sacamos, pues, la merienda de los macutos, nos sentamos al buen sol y poco a poco fueron llegando otras partidas a echar un trago: la de Calleja y los de Burgos; la de José Luis Montes, la de Ramiro Cruza y, por último, Luis, el guarda. Como era de esperar, la opinión general es optimista. Se ve perdiz, igualona en su mayor parte, si bien no faltan pollitos sin terminar de hacer, de segunda puesta, a lo sumo agostizos. Asimismo nos mostramos acordes en lo mal que estará pasándolo hoy la perdiz en Castilla, muy especialmente en los ojeos. José Luis sostiene, sin embargo, que con la canícula, la perdiz oseada no entra, se amona y se vuelve luego contra los batidores. Depende, entiendo yo, de lo que éstos se junten; ante una mano apretada de ojeadores, a la perdiz no le queda otro recurso que entrar aunque sea a peón y papando aire, medio reventada, de manera que en batidas de vaivén, en un día como hoy, será difícil que sobreviva alguna para contarlo.

Luis, el guarda, nos comunicó luego algo inquietante: en algunas perdices nuevas ha observado una especie de callo prominente en los párpados que, a veces, se manifiesta en pico y patas. Nos apresuramos a examinar los pájaros muertos y, en efecto, había varios pollastres con callo en los párpados –un callo largo y puntiagudo– pero ninguna con síntomas en patas o pico. Luis, no obstante, asegura que la otra tarde encontró una muerta en un barbecho, probablemente de inanición. Sería gordo que, después de veinte años sin conejos, nos quedáramos sin perdices, ahora que aquéllos empiezan a rebullir.

Excursión frustrada

12 de octubre 1971

Apenas puesto en pie sentí escurrir el agua por los canalones, me asomé a la ventana y aquello parecía el Diluvio Universal. También es fatalidad para segundo día. Habíamos concertado con Esteban una cacería en su monte y, pese al agua, decidimos subir siquiera para advertir a Julita que aplazase las lentejas para otro día. Al atravesar el Pinar de Antequera llovía más que el día que enterraron a Zafra y, ya en el monte, el agua continuaba cayendo a cántaros y no se observaba en el cielo la menor rendija de luz. El matrimonio estaba encamado y dejamos razón a Félix, el guarda, de que volveríamos otro día.

En mi caso esta renuncia es síntoma de vejez. Hace solamente dos años, yo no tiraba la esponja así cayesen chuzos de punta. Miguel Fernández Braso es testigo de ello. Él recordará, como yo, nuestra cazata en Villanueva de Duero, quizás en el 68, bajo una lluvia torrencial. Llevábamos tal cantidad de agua encima que al llegar a la casa del guarda nos chorreaba por los bajos de los pantalones como por un desagüe. Eso era afición, ciertamente, aunque ahora, desde la altura de los cincuenta años, lo juzgue insensatez. Y hacerme sensato es una de las cosas que más me han reventado en la vida, porque la sensatez llega como las arrugas, inevitablemente, a lomos de los años. No conozco joven sensato ni viejo insensato, lo cual es sumamente inquietante. Y eso que fatuamente llamamos experiencia no deja de ocultar muchos desengaños y no poca falta de energías. En fin, no nos pongamos revientafiestas.

Esta mañana, bajo la lluvia, a través de los cristales semiempañados, evocaba yo escenas vividas en este carrascal, al que ya venía de niño con mi padre. Aquí, en esta sarda de apenas trescientas hectáreas, se mataban en una mañana veinte o veinticinco conejitos como quien lava. El piso, además, fue siempre muelle, como una alfombra, de manera que cazar en El Montico resultaba de una comodidad singular. La perdiz y la liebre eran allí, como en casi todos los carrascales de Castilla la Vieja, ilustraciones de una monótona percha conejil. Y al llegar diciembre, jamás faltaban la chocha –dos seguidas abatí en el 61, recuerdo– y alguna que otra zurita en las encinas añosas que circundan la casa. Recuerdo que en los últimos años de mi padre –que murió a los ochenta y uno– le soltábamos en la corta, en el verdugal y, paseo arriba, paseo abajo, disparaba su media docena de finitos y regresaba, inevitablemente, con un gazapete en el zurrón. Aquí fue también donde encajé la primera y única perdigonada que he recibido en mi vida de cazador. En fin, agua pasada...

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