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Carmen Posadas - Hoy caviar, mañana sardinas

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Carmen Posadas Hoy caviar, mañana sardinas

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Luz

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EXPULSADOS DEL PARAÍSO

Nuestra vida nómada comienza en 1965, cuando nombraron a nuestro padre embajador en Madrid. Él era entonces un prometedor y joven político de treinta y pocos años que pensaba que menos de un lustro en un puesto diplomático en Europa sería un corto e interesante paréntesis en su carrera, posiblemente hacia la presidencia de la República Oriental del Uruguay. Como el destino es así de caprichoso, el corto paréntesis se convertiría en veinte años de servicio en el extranjero y ya ninguno de nosotros volvería a vivir de aquel lado del Atlántico. Según cuenta mi madre, la decisión la tomaron casi de un día para otro, tal como ocurre a menudo con los virajes que resultan ser los más trascendentales de la vida. Ellos eran jóvenes, nosotros no estábamos en edades difíciles, puesto que yo, que soy la mayor, tenía doce años; mi hermana Mercedes diez, Dolores seis y Gervasio tres. ¿Y qué siente una niña que está a punto de entrar en la adolescencia cuando sus padres le anuncian que, en veinte días, deberá irse a otro país a diez mil kilómetros de distancia, abandonar a sus amigos, sus primeros novios y también una casa grande y destartalada a la que adora? En mi caso, a pesar de que ya por entonces tenía una considerable vena trágica, al principio no me puse melodramática, sino que sentí sorpresa y bastante curiosidad. Unos días más tarde mis amigas del colegio empezaron a llamarme «la gallega». Mis tíos, al verme, imitaban a Lola Flores. Los chicos del colegio me paraban al salir de clase para alabar mi suerte porque iba a ver al Real «de» Madrid (no sé por qué, pero así lo llamaban). Fue entonces cuando me di cuenta de que iba a conocer un país del que ya tenía muchas noticias por vía indirecta. Y es que en aquella época, para una niña sudamericana como yo, España estaba presente en muchas cosas sin que uno apenas lo notara. Estaba en las coplas que se oían a todas horas en la radio de la cocina de casa, por ejemplo. O en los chistes que contaba Gila en televisión, siempre inaugurados con un «¡Que se ponga!», algo que nos hacía reír mucho porque allá no se dice así. Y, por supuesto, España y todas sus comarcas estaban en la cocina y en ciertos caprichos gastronómicos. Recuerdo, por ejemplo, el gofio, que nos encantaba comer mezclado con azúcar y que comprábamos al almacenero de la esquina que, por cierto, se llamaba don Manolo. O los turrones que se servían en Navidad, o la sidra El Gaitero, con la que nos permitían brindar a los niños, pasando por mis detestados callos a la madrileña, que allá tienen un nombre que a mí me parecía tan adecuado como horrible: mondongo.

Sin embargo, para mí, España significaba también algunas historias inquietantes por no decir terribles. Entonces trabajaba en casa una chica de Orense que se llamaba Mari Carmen. No era mucho mayor que yo, calculo que tendría unos dieciséis o diecisiete años, y lo cierto es que nos hicimos muy amigas. De noche, cuando mis hermanos dormían, yo iba de puntillas a su cuarto para hablar de lo que yo entonces llamaba «cosas de grandes». Y vaya si lo eran, visto ahora con la perspectiva que dan los años, porque la vida de mi amiga contaba con un hecho adulto y terrible.

—Jura que no se lo dirás a nadie, Carmina, júramelo, yo no tengo a quien contárselo y no quiero morirme una noche con este recuerdo.

Entonces yo, intentado estirar al máximo las confesiones y el misterio, comenzaba preguntándole si era verdad que había venido sola en barco desde tan lejos, a un país donde no conocía a nadie, y ella contestaba que sí. Sonreía con aire cansado y me decía que yo era una niña muy afortunada, que seguro que iba a vivir con mis padres hasta que fuera mayor. En su tierra, en cambio, a los trece o catorce años, uno ya era adulto.

—Porque qué remedio, Carmina, nosotros tenemos que buscarnos la vida, el hambre es muy malo, y algunos hombres también; mira lo que me pasó a mí.

Entonces, las dos sentadas frente a frente en la cama, con la única luz de la luna iluminando su cara, comenzó a contarme que cuando tenía once años, uno menos que yo, llegó a su pueblo un sacerdote nuevo, muy alto y bastante joven, llamado don Esteban.

—Don Esteban al principio fue muy amable conmigo y me acariciaba la cabeza cada vez que nos encontrábamos o yo iba a confesarme. Y tanto me quería que me esperaba al salir de la iglesia y muchas veces lo vi siguiéndome cuando iba a lavar al río. Un día, al ir al bosque en busca de leña para el hogar, me salió al encuentro en compañía de un perro grande color canela que lo seguía a todas partes…

Entonces Mari Carmen detuvo su relato y comenzó a besar una y otra vez un escapulario que llevaba al cuello, murmurando cosas en gallego que yo no comprendía ni me atrevía a preguntar. Al cabo de un rato, continuó. Ahora había lágrimas en sus ojos.

—Don Esteban me amenazó con contarle a mis padres lo ocurrido si decía algo y después me obligó a volver al mismo lugar el lunes siguiente y el otro, y el otro. Y juro que no se lo conté a nadie, pero mi madre debió imaginárselo, porque casi me muele a palos. «Qué estarías tú haciendo para que se fijara en ti, desgraciada, que nos vas a perder a todos», me dijo, y cuando amenazó con contárselo a mi padre, decidí escaparme.

Por lo visto, Mari Carmen tuvo suerte al ir hacia la costa, porque conoció a un chico apenas dos años mayor que ella y juntos se embarcaron de polizones en un barco. Luego, durante el trayecto a América, el chico la dejó por otra muchacha de La Coruña que era pelirroja.

—Pero no me importó, sabes, por fin era libre, y estaba lejos de don Esteban.

—Sí —le decía yo—, pero ¿de verdad no tienes a nadie, a nadie en el mundo?

Mari Carmen sacaba entonces su escapulario, el de la Virgen del Carmen, nuestra virgen, y lo besaba.

—Toma, bésalo tú también, a lo mejor algún día tienes que separarte de lo que más quieres, nunca se sabe…

La historia de Mari Carmen es sólo una de las muchas que contaban las personas, hombres y mujeres y también adolescentes que, como mi amiga, llegaban a América en busca de un mundo mejor. Venían no sólo de España, sino de muchos otros países de Europa huyendo de la guerra, del hambre, de la maldad. Pienso que aún está por escribirse la gran novela de lo que fueron las vidas de tantos emigrantes llegados a nuestras tierras. Es cierto que las circunstancias más duras se produjeron en la década de los cincuenta, pero en los sesenta aún pasaban cosas como las que acabo de relatar.

—¡A Madrid! —había dicho papá—. En dos meses tomaremos un barco italiano que se llama Giulio Cesare y nos vamos todos a España.

Con mi frondosa imaginación de los doce años ya me veía, no sólo planeando cómo evitaría a todos los curas que me encontrara en mi nuevo país de adopción, sino imaginando cómo, en el barco que nos trasladaría allí, iba a descubrir, a dar de comer a todos esos polizones que, según me había contado Mari Carmen, viajaban en los barcos.

Sin embargo, antes de embarcar, aún quedaban por vivir las despedidas.

No es la primera vez que escribo sobre lo que significó y aún significa para mí nuestra casa de Montevideo. Pero cada vez que lo hago tengo la sensación de que nunca lograré transmitir ni una mínima parte del valor que tiene tanto en mi vida como en la de toda mi familia. Se trataba de lo que allá en Uruguay llaman una quinta. Es decir, una casa con un terreno que originalmente estaba pensada como casa de fin de semana, un poco alejada del centro de la ciudad. De aspecto, el edificio principal era bastante peculiar porque parecía —y aún parece, puesto que existe— un enorme chalé suizo de tres plantas. En la planta baja estaban la cocina, los salones y la biblioteca; en el primer piso los dormitorios, y en el segundo los fantasmas. Lo digo así, sin comillas ni cursiva, porque era tal cual. En la última planta vivían los espectros del pasado glorioso de la familia. Glorias que nosotros sólo conocíamos por las historias que nos contaban. Pero si las historias vivían sólo en los labios de quienes las contaban, y muchas veces se quedaban truncadas o mal relatadas, el

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