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Carmen Posadas - La moral de un esnob

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Carmen Posadas

La moral de un esnob

La Marquisede Sévigné estaba concurridísimo aquella tarde, cosa que siempre fastidiaba a André, no tanto por el número de personas que allí se daban cita para tomar el té y comentar los últimos chismes -siempre es importante ver a gente conocida-, sino por el ruido de cucharas, toses y tacitas, risas y platos.

«Me estoy haciendo viejo», pensó André, sin que la idea llegara a disgustarle del todo; pues si bien era cierto que en su último cumpleaños había traspasado la desagradable barrera de los sesenta, también lo era que estaba a punto de alcanzar el cénit de su carrera como anticuario y decorador.

«¡Veintidós habitaciones del Elíseo!», se dijo a sí mismo por enésima vez, al tiempo que le hincaba el diente a un éclair de chocolate. «Me han encargado a mí, a mí solo, la remodelación de veintidós habitaciones: boiserie, cortinas, muebles… ¡Una fortuna! Aparte, claro está, del privilegio que supone ser el decorador a quien se le ha encomendado tarea tan importante.» El suave bigote gris del barón D'Estrael tembló de orgullo. «Pero pensándolo bien, tampoco es de extrañar que me hayan elegido; monsieur Fouquet Lessien, el presidente, es un gran señor, no como ese patán, ese parvenú a quien sustituye en el cargo…»

Entonces, encadenando ideas, recordó su estancia en Deauville tres años antes, su entrada triunfal flanqueado por entrañables y riquísimos amigos, cuando conoció a los Fouquet Lessien, gente tan agradable, gente de su misma educación. Y pensar que todo aquello -su carrera, su buen nombre, su prestigio- había estado a punto de irse al garete por el infortunado incidente de hacía unas semanas; sólo de pensarlo, al barón D'Estrael le entraba un hipo nervioso irrefrenable.

Pero hoy era un gran día, sí, señor. Primero había recibido el encargo del presidente de la República, y luego, para acabar de hacerlo feliz, existía aquella pequeña columna que publicaban todos los periódicos en la página de sucesos. Con todo cuidado, André extrajo del bolsillo interior de su chaqueta de tweed un recorte de periódico, y estirándolo con dos dedos sobre el mantel se dispuso a leerlo de nuevo. Los titulares, explosivos y sensacionalistas, hablaban de un barco de lujo, de cierto misterioso crimen cometido a bordo, de un tal monsieur Rotin, rey de las salchichas… Cualquiera de las elegantes señoras, cualquiera de los venerables caballeros que a esa hora de la tarde se reunían en La Marquisede Sévignépara merendar, habría alzado al menos una ceja al ver el género de lectura al que se entregaba tan famoso anticuario; pero André había tenido la prudencia de sentarse en un rincón, parapetado tras la oronda humanidad de madame Castiglione, la cual, como todo el mundo sabe, sólo tiene ojos para los pasteles, cremas y derivados. Así, con una beatífica sonrisa en los labios, Marcel Bidet -alias André D'Estrael, barón D'Estrael- repasó unos recuerdos que hasta ahora no había osado remover.

Recordó su último crucero musical a bordo del Bourgogne, un barco tan agradable, tan bien pensado, con servicio «Intermuntal» y grifería dorada; y luego, por supuesto, el placer que le produjo conocer al maestro Dubini, virtuoso del violín, a monsieur y madame Albianchi, unos millonarios internacionales, a los Dupond y los Percy, todos unidos por un común amor a la música, una innata elegancia y un bolsillo suficientemente fuerte para soportar los cincuenta mil francos que costaba embarcarse en el Bourgogne. Zarparon de Cannes hacia las cinco; luego, cóctel de bienvenida, cena en la mesa del capitán, concierto para violín -Haydn, por cierto- a cargo del maestro Dubini: todo auguraba a André D'Estrael un viaje agradable en un ambiente selecto, muy de su gusto.

No fue hasta la tarde siguiente, maldito día, cuando, después de jugar una partidita de shuffle board, como era su costumbre, André tuvo la mala suerte de toparse en la cubierta de babor -por primera vez en treinta años- con una o, mejor dicho, con dos incómodas sombras del pasado.

– ¡Marcel! ¡Marcel Bidet!

Tantos años habían transcurrido, tantas veces había contado las mismas mentiras, tantas veces había enseñado fotos de falsos antepasados -adquiridas en el Marchéaux Puces- y otras del supuesto sitio de Strael, en Hungría…, «donde vivió mi familia hasta que Hitler ordenó que fusilaran al pobre papá, ¿sabes, querida…? ¿El castillo? Helas!, fue destruido por los rusos…». Tantos años había jugado Marcel Bidet a ser el barón D'Estrael, que acabó creyendo él mismo en sus orígenes aristocráticos. Por esto su voz sonó franca -era franca- al volverse hacia los dos extraños y asegurarles cortésmente que lo confundían con otra persona.

– Pero ¿no te acuerdas, Marcel? Soy yo, Albert Rotin, el carnicero de Blanquette, tu pueblo -gritaba el hombre mientras sonreía enseñando demasiado un diente de oro-. Yo nunca olvido una cara, ¿verdad, Marie?

André, Bidet, D'Estrael, respiró para ganar tiempo y miró a derecha e izquierda de la -gracias a Dios- solitaria cubierta. Era cierto. Él, que tampoco olvidaba una cara -sobre todo las que hasta ahora había conseguido esquivar con éxito-, también reconoció, bajo el trajecito playero demasiado apretado y bajo las bermudas a flores con camisa a juego, a Marie y Albert Rotin que le miraban entre sonrientes y aturdidos. Sin embargo, fue al ver a Marie cuando todos sus mecanismos de defensa quedaron bloqueados y no pudo alejarse de aquellos dos patanes con un seco «le repito que me confunden, discúlpenme, tengo prisa». Sucedía que Marie Rotin, esa señora gorda que lo miraba como quien ve una aparición, había sido, en otros tiempos, una dulce muchacha de ojos líquidos llamada Marie Proussie, de la que Marcel había estado perdidamente enamorado. Al contemplarla ahora no pudo evitar una sonrisa. En su seco y esnob corazón vivía, aún idealizado, aquel amor de adolescente hasta el punto de haberle mantenido soltero. Y ahí estaba la misma Marie Proussie, pero vieja, con muchos kilos de más, el pelo ilusamente teñido de rojo y las mejillas apergaminadas por las heladas del norte.

De pronto fue como si los recuerdos de su azaroso pasado -muy bien embotellados, por cierto- se pelearan por salir. Rememoró su desolación cuando ella prefirió casarse con Albert porque era rico. Él, Marcel, se ocupaba entonces de limpiar las cuadras del general Lecocq, ¿no? No, no…, ya había conseguido un empleo en la mercería del pueblo e inmediatamente después embarcó hacia América para olvidar a Marie y…

Junto a él, Albert hablaba y hablaba, pero Marcel, que por primera vez en veinticinco años abría su mente a los recuerdos, ni siquiera lo veía porque a su alrededor giraban las figuras de su juventud. Vio a Sandrini, el rico banquero de Buenos Aires para quien trabajó como criado; pudo percibir con claridad el olor rancio de las calles de Cuzco donde sirvió como guía turístico y, luego, la llegada de la fortuna, tan joven, gracias al contrabando. Todo eso rememoró Marcel Bidet apoyado en la barandilla y sonriendo distraídamente a Marie, hasta que una voz impersonal, que le anunciaba la llegada de un telegrama, hizo que volviera de golpe a la realidad y se viera del brazo del señor Rotin, que le decía en tono confidencial: «Veo que tú también has progresado mucho, Bidet; ya nos enteramos de tus andanzas por América. Buen asunto ese del contrabando, ¿eh?».

Impulsado por una especie de muelle, André se libró de aquel brazo que le aprisionaba y, con un gesto brusco, se alejó, llevándose literalmente en volandas al botones que acababa de traerle el telegrama. La brisa del mar, sin embargo, aún alcanzó a llevar hasta él las voces y risas de aquel pasado vergonzoso: «Mira, ahora es barón, Marie, ¡barón, nada menos! Espera a que cuente esto en el pueblo… ¡y serás un héroe, Marcel, el héroe de Blanquette!».

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